La vuelta al mundo

Venezuela y Colombia: un culebrón tropical

Rogelio Alaniz

En este duelo verbal, en principio hay uno que dice la verdad y otro que miente. Uribe no se equivoca cuando afirma que Chávez cobija en su territorio a guerrilleros de las Farc, pero el líder venezolano sabe muy bien que miente cuando habla de la posible intervención militar norteamericana a su territorio. Las pruebas de que los comandantes de las Farc entran y salen de Venezuela como panchos por su casa provienen no sólo de los satélites norteamericanos, sino de los testimonios de prisioneros y confidentes de los servicios de inteligencia. Por el contrario, no hay ningún dato cierto de que Estados Unidos esté preparando una invasión y sobran los testimonios acerca de los campamentos de las Farc en Venezuela.

La pelea entre Uribe y Chávez tiene mucho de teatro. Es muy probable que cuando dentro de quince días Uribe entregue el poder a su sucesor Juan Manuel Santos, estas refriegas verbales concluyan, por lo menos por una temporada. Por el momento, los dos mandatarios necesitan por diferentes motivos de estas ruidosas refriegas. Todos los que están involucrados en estos duelos verbales saben muy bien que las aguas no van a salir de su cauce, entre otras cosas porque a ninguno de los dos le conviene que esto suceda.

Chávez exagera cuando dice que Estados Unidos está preparando una invasión, pero no falta a la verdad cuando asegura que el principal aliado de los yanquis en la región es Colombia. La afirmación chavista no descubre la pólvora, ya que si algo resulta evidente de la política exterior de Uribe es su alianza con los yanquis. Pero de allí a inferir que Colombia será el portaaviones de una hipotética invasión hay una enorme distancia, muy parecida a la que existe entre la mentira y la verdad.

Estados Unidos tiene en la actualidad demasiados problemas en el mundo como para involucrarse en otra invasión. No necesita hacerlo y tampoco puede hacerlo. Por lo menos, por el momento. Es probable que la CIA esté conspirando, y es seguro que para los halcones del Pentágono Venezuela está en la lista de los enemigos. Pero lo último que se le ocurriría a los estrategas yanquis sería una invasión.

A Chávez le gusta el teatro, y como todo demagogo sabe que es muy importante inventar enemigos, entre otras cosas porque es un excelente recurso para distraer a la opinión pública interna, movilizarla y acallar voces opositoras. La mejor lección que Chávez aprendió de Fidel Castro es el uso del lenguaje apocalíptico. El uso y el abuso. Si en Fidel ese lenguaje se justificaba en los años sesenta, hoy resulta grotesco y, en el más suave de los casos, es una caricatura de lo que en otros tiempos pretendió ser un lenguaje transgresor y emancipador.

Chávez no es Castro, carece de ese contexto histórico que hizo posible la épica castrista y, en lo personal, carece del carisma y la capacidad de despertar grandes imaginarios colectivos que tuvo el líder cubano. La imagen de Fidel siempre estará relacionada con la del guerrillero heroico, los barbudos que bajaron de la sierra para luchar contra el tirano, el líder popular que desde una pequeña isla desafió al imperio, el orador que durante horas electrizaba a las multitudes con sus discursos rebeldes. Verdad o no, esa fue la imagen de Fidel y es una de las claves de su mito y de su prolongada influencia en la isla.

Chávez no tiene nada que ver con esa leyenda. En primer lugar, el escenario histórico es muy diferente, pero también son diferentes las biografías políticas. Chávez no es un guerrillero, es un militar y, además, un militar golpista. La imagen de Fidel estuvo relacionada con la rebeldía, la construcción de un poder revolucionario construido desde las bases. La imagen de Chávez es la del poder militar. Fidel Castro expresó en su mejor momento los ideales considerados más avanzados de la humanidad. Compartidos o no, esos ideales movilizaron multitudes, apasionaron a jóvenes e intelectuales, despertaron admiración y respeto.

El chavismo es una grotesca caricatura de aquella épica y la relación entre Chávez y Castro, además de estar motivada por la conveniencia mutua, expresa más que las virtudes de Chávez la decadencia del castrismo. La vejez de Fidel no está en su rostro surcado de arrugas y sus manos temblequeantes, su vejez histórica es el rostro de Chávez, el lenguaje procaz y sucio, la vulgaridad de los gestos y las ideas.

En los sesenta, los interlocutores de Fidel eran Sartre o Cortázar, en el 2000 su interlocutor es Chávez. La distancia de unos a otros exime de mayores comentarios. Castro, en los sesenta, representó el socialismo de los intelectuales; Chávez, en el siglo XXI, representa el socialismo de los “zumbos”, de los patanes y los corruptos. Los rostros que expresan al hombre nuevo de Castro son los del Che y Camilo; el hombre nuevo de Chávez es Antonini. Chávez es Castro después de la caída del Muro de Berlín, de la derrota del comunismo, del desvanecimiento de las ilusiones revolucionarias sesentistas y de la certeza de que el comunismo en el siglo veinte no fue una liberación sino una pesadilla totalitaria, una pesadilla atroz y criminal.

Uribe hace rato que tiene problemas con Chávez, pero en la actual coyuntura el problema más importante de Uribe no se llama Chávez sino Santos. El flamante presidente electo está haciendo lo que hacen todos los ahijados con sus padrinos: sacárselos de encima. Con las diferencias del caso, Santos se comporta con Uribe del mismo modo que Kirchner se portó con Duhalde. Santos fue ministro de Uribe y fue su ministro incondicional. Sin ese aval nunca hubiera sido candidato, y sin su apoyo en la campaña electoral nunca le hubiese ganado a Mockus. Si en algún momento la elección estuvo discutida fue porque Santos intentó despegarse de Uribe. Cuando advirtió que lejos de Uribe lo esperaba la derrota, se cobijó bajo el calor de su padrino y ganó sin sobresaltos.

Ahora la situación es otra y Santos considera que puede mostrar las uñas sin correr riesgos. No sólo designó a ministros que Uribe había vetado, sino que se atrevió a guiñarle el ojo a Chávez quien, ni lerdo ni perezoso, no vaciló en calificar a Santos de un gran hombre sin importarle que la fortuna del actual presidente, su inserción de clase y sus ideas políticas están cómodas a la derecha de Uribe.

La política tiene estos tejes y manejes, y si bien no hay por qué escandalizarse, tampoco hay por qué creer las puestas en escena que montan los dirigentes. Lo que en estos momentos está sucediendo entre Colombia y Venezuela está más cerca de esos culebrones tropicales que las amas de casa ven en el televisor a la hora de la siesta, que de un drama político con ribetes trágicos como pretende ser presentado.

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De izquierda a derecha: comandante Chávez; presidente electo de Colombia, Juan Manuel Santos; y mandatario saliente, Álvaro Uribe.

Fotos: Agencias EFE, DPA y AFP

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