Los libros abiertos de Felisberto

3.jpg
 

Por Raúl Fedele

“Los libros sin tapas”, de Felisberto Hernández. Prólogo de Jorge Monteleone. El Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2010.

“Los libros sin tapas” recoge los primeros escritos de Felisberto Hernández, publicados precisamente como “folletos sin tapas” entre 1925 y 1931: “Fulano de tal”, “Libro sin tapas” (que manifiesta: “Este libro es sin tapas porque es abierto y libre: se puede escribir antes y después de él”), “La cara de Ana” y “La envenenada”, aparte de otros cuatro textos tempranos que incluye esta edición.

El incomparable Felisberto está ya todo aquí, en textos breves, algo más impresionistas quizás, pero desplegando ya todas sus maravillas: el narrador que describe rarezas sin dejar de ser siempre él el principal donador de rarezas; los objetos antropomorfizados y los humanos llevados a la dimensión de objetos; las imágenes y metáforas deslumbrantes; las anécdotas que se revierten sobre sí mismas (“relatos sin asunto”, les llama Jorge Monteleone en el prólogo); el idiolecto privado elevado a un rango de estilo.

4.jpg

En uno de los textos incluidos en estos libritos sin tapas, “El vapor”, el narrador espera el navío que lo aparte de una ciudad y cae de repente en “la impersonalidad”, y al describir sus sensaciones parece a la vez dictar su ars poetica. Esa impersonalidad -confiesa- consiste en que “todo el cuerpo se me hubiera salido por los ojos y se me hubiera vuelto como un aire muy liviano que estaba por encima de todas las cosas”. Esa impersonalidad es una de las dos angustias que atacan al narrador; la otra es “mucho más vieja, más cruel y por primera vez vi que era de una crueldad ridícula. Al principio de esta última angustia pensé que podía reaccionar como en la anterior: yo era fuerte, podía resistir todo y hasta podía realizar el poema de lo absurdo”. Los ojos, pues, se despegan y se echan a rodar solos, a mirar lo que se les ocurre y a descubrir toda la rareza del mundo: el registro visual, en efecto, es clave en Felisberto. Y después llega la otra angustia y la otra reacción: el humor, que se inclina hacia el cinismo y no pocas veces despliega una crueldad ridícula. Pero el narrador, si resiste (y si el texto está escrito es porque ha logrado resistir) completa el panorama de su testimonio en un absurdo que la poesía entroniza como razón del texto.

La edición que presenta El Cuenco de Plata (que recientemente publicó “Las Hortensias”, del mismo autor) adjunta un facsímil de “Fulano de tal”, el primer librito “sin tapa” de Felisberto Hernández.


 

La barba metafísica

Por Felisberto Hernández

5.jpg

Barba trenzada de un señor de Calcuta.

Foto: Archivo El Litoral

I

Había una cosa que llamaba la atención de lejos: era una barba, un pito, un sombrero aludo, un bastón y unos zapatos amarillos. Pero lo que llamaba más la atención era la barba. El portador de todo eso era un hombre jovial. Al principio daba la impresión que sacándole todo eso quedaba un hombre como todos los demás. Después se pensaba que todo eso no era tan despegable. El andar así era una idea de él y formaba parte de él porque las ideas de un hombre son la continuación del hombre. Todo eso era la continuación del espíritu de él. Él había creado esa figura y él andaba con su obra por la calle. Todo eso estaba junto a él porque él lo había querido así. Todas esas cosas y él formaban una sola cosa.

II

Después se pensaba otra cosa: a pesar de que todo eso era de él; él lo había hecho con un fin determinado. Él sabía que esa idea de él influiría de una manera especial en el ánimo de los demás. No había violentado la normalidad porque sí. No era tampoco el que se atreve a afrontar lo ridículo exponiendo una nueva moda. Tenía otro carácter: el recordar de pronto una moda pasada. Además era más comprensible una moda pasada que una moda nueva. Entonces nuestra imaginación volvía a despegarle la barba.

III

Después ocurría que él triunfaba sin saberlo. A pesar de nosotros saber que todo eso era de él y que él lo había hecho con un fin determinado, la barba tenía una fuerza subconsciente que él no había previsto y que no tenía nada que ver con él. Tenía más que ver con nosotros. Además de saber que la idea era de él y que él lo hacía con el fin determinado, surgían unas violentísimas ganas de saber cómo sería él sin barba, cómo serían las mandíbulas y la parte tapada de la cara. A cada momento lo comparábamos con los demás hombres y la imaginación no se satisfacía en su manera de suponerlo sin barba. El espíritu quedaba en una inquietud constante, pero la barba insistía. En la intimidad se esperaba el momento en que se lavara la barba para ver cómo era un hombre lavándose la barba. Esta curiosidad se satisfacía, pero después se la secaba, se la perfumaba y la barba insistía. Entonces seguía el misterio, y la constante inquietud del espíritu.