A PROPÓSITO DEL ¿REGRESO? DE LA ESTÉTICA DE LOS ‘80

La moda del sistema o por qué todo vuelve

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Publicidades con música de la década del ‘80, reediciones de películas, videos e íconos construidos con una particular estética, se multiplican en los medios, hoy mismo, y funcionan a modo de “rescate emotivo” de una tendencia tradicionalmente denostada. Los años de “Thriller”, la computadora personal y MTV, entre la reivindicación y el guiño cuasi humorístico.

Estanislao Giménez Corte

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I

“Ochentoso” era, hasta ayer, un doloroso adjetivo utilizado frente a ciertos casos o personas, pronunciado con algún ánimo despectivo o de exclusión, como una sombra de plomo, cuyos sinónimos podrían ir de lo demodé a lo grotesco. Hay en él, en ese término, una alusión a una estética que puede calificarse como exuberante, exagerada, desmesurada; asumirlo, por imposición de otros o por propia identificación, devino en su momento en una suerte de anatema que borró, durante dos décadas, del mapa de la industria cultural, a cantantes, marcas, logos, presentadores de TV, directores de cine. Hoy, para que todo sea definitivamente un poco más absurdo, como en una parábola de resucitación, muchos parecen volver.

En sus colores, en los brillos, en su impostura (en una asimetría como de choque), la “norma” de los ochentas consagró a sus cultores pero arrojó a otros tantos al ostracismo y al destierro. Como todo cambia, y si es que, además, todo vuelve y se transforma, aquel espanto en permanente technicolor, parece estar regresando, pero ¿regresado de qué, cómo, transformado en qué cosa?

Gradualmente, por causas que pretenderá explorar este texto, aquella exuberancia decadente y cruel, doblemente cruel vista a la distancia (en fotografías, en videos, en películas, en posters y carteles), se ha ido reinventando, de la mano de un cierto rescate que, merced a determinados procesos o mecanismos, deriva en una vindicación posible, algo así como una apología de lo retro, de lo vintage y de lo cool, categorías éstas de difusos límites y errático significado que, sin embargo, fluyen por los poros de conversos y advenedizos, a partir de un solo círculo, vicioso por cierto: el de la moda. Y que ven en los ochentas, como antes un patetismo digno de ocultamiento, hoy, un fenómeno interesante, recalentado en la desesperación de hallar en el pasado la clave de un sistema que se ríe de sí mismo y trabaja con y desde el absurdo.

II

Así, como si de un trabajo de arqueología se tratara, desde hace unos años a esta parte, la publicidad televisiva ha insistido en la tendencia a utilizar viejas canciones de la década en cuestión; canciones que, por haber sido hits en su momento o por su risible estribillo (o por alguna otra causa, entre ellas mucho de humorismo), de alguna forma se encuentran en el inconsciente colectivo y perviven justamente por su insufrible cadencia, o por el horroroso sonido de los sintetizadores tan en boga entonces. Ello disparó, con consecuencias aún imprevisibles, una suerte de efecto dominó al infinito (y más allá). La consecuencia más inmediata es que se ha modificado la perspectiva: todo ello es visto, no ya con crueldad, sino con curiosidad y alguna autoindulgencia. Se trata, en fin, de un fenómeno de naturaleza emocional, ya que en cada quien que la ha vivido, aquella década funciona como una memoria de las cosas y de nosotros mismos. Los enormes celulares, las inmensas computadoras inútiles, la estética de gel y permanente en el cabello, la indumentaria y todo lo demás, ha trascendido el patetismo para dar lugar a una cierta ironía sobre nosotros mismos: vemos -nos vemos- con humor y piedad en ese revival, y ello se transforma en moda y se usa y se explota.

III

Publicidades de telefonía celular, seguros, insumos informáticos, gaseosas, cervezas -y la lista podría seguir-, apelan desde hace un tiempo indeterminado -¿la década 00?- no a temas de moda, no a la composición de un jingle en particular, sino a viejas canciones: de Madonna a Wham, de Cyndi Lauper a A-ha, y demás. Es inútil y agotador pretender hacer una lista (seguramente en Internet las habrá por cientos, pero esto no se trata de acumular datos, sino de reflexionar a propósito de ellos). El semiólogo francés Roland Barthes, a partir de su famosísimo “El sistema de la moda” (1967), ha sido uno de los teóricos más ocupados por hallar los mecanismos a partir de los cuales este sistema “funciona”. Sus escritos pasan por una teorización que, lógicamente, omitiremos, pero sienta posición en particular en el “código de vestimenta” y el “sistema retórico”. Para Barthes, la “moda” está constituida básicamente de unos “objetos”, pero también de una escritura y una lectura de la realidad. Allí se sostiene: “(....) si los productores y los compradores de vestidos tuvieran una conciencia idéntica, el vestido sólo se compraría (y produciría) al ritmo, bastante lento, de su desgaste; la Moda, como todas las modas, se apoya en una disparidad de las dos conciencias: una debe ser extraña a la otra”. A propósito de su obra, la académica española Blanca Muñoz indica que “(para Barthes) la moda es la metáfora infinita que necesita valerse de un sentido cuyo fin es decepcionar el sentido que lujosamente elabora”.

IV

Se ha atribuido a Marx la sentencia que reza que la historia se repite, como tragedia primero y como farsa después. Sí, todo vuelve, también como moda, podría decirse, pero ¿cómo, de qué manera? ¿podemos decir: como tendencia primero y como ironía ahora? ¿como novedad primero y como absurdo luego?

Julio de 2010. En el diario se anuncian -en Buenos Aires- recitales de Dionne Warwick y Peter Cetera; a un lado, a izquierda, puede leerse la crítica de la nueva versión de “Karate Kid”; la televisión publicita la versión completa de “Thriller”, de Michael Jackson, a un año de su muerte, y suena en la radio una publicidad con música de Abba. Eso es todo.

Los enormes celulares, las inmensas computadoras inútiles, la estética de gel y permanente en el cabello, la indumentaria y todo lo demás, ha trascendido el patetismo para dar lugar a una cierta ironía sobre nosotros mismos.