ANTONIO SAVERIO DI DIO

Historia con aroma a madera

Historia con aroma a madera

Bancos que pueden apreciarse en el templo de San Francisco. Fueron construidos en madera de petereby paraguayo, en 1951. Foto: JOSÉ VITTORI.

 

 

Natalia Pandolfo

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Pasó casi medio siglo. El atardecer se cuela por los ventanales altos; el sol forma un cono de luz ocre y las partículas de aserrín flotan, como suspendidas en el aire. Huele a madera.

Antonio Saverio Di Dio murió el 4 de mayo de 1965. Tenía 68 años y había dejado en manos de sus tres hijos su gran legado: el oficio. A contraluz se recorta la figura de Alfredo, el del medio, el que eligió seguir adelante con el taller. Hoy tiene 80 años.

El lugar, inmenso, es apenas una sombra de lo que supo ser. Ubicado en Moreno 3544, sólo produce trabajos de consumo interno para familiares y conocidos. “Esto es nuestra vida: mi viejo nos dejó su escuela”, afirma Alfredo. A su edad, contesta mails con la habilidad de un ejecutivo.

Antonio llegó desde Italia a Santa Fe en 1922. Había nacido en Acerenza, en la provincia italiana de Potenza, cerca del taco de la bota, en 1896. En Santa Fe trabajó -entre otros- con Domingo Ferri, famoso tallista de la madera. En esa época realizó importantes obras, entre las cuales se pueden mencionar el mobiliario para el nuevo edificio del Arzobispado, el colegio Inmaculada y el Seminario, la reforma del altar mayor para poder construir el camarín de la Virgen de Guadalupe tal cual se ve hoy; el mueble de la sacristía de la Basílica del Carmen y un altar estilo gótico ejecutado con madera de roble norteamericano para la iglesia de la localidad de Roldán. Entre los muebles construidos para casas de familias, don Antonio nombraba siempre la del gobernador de Santa Fe a fines de la década del ‘30, Manucho Iriondo.

“El trabajo será ejecutado de acuerdo a las reglas del arte”, era un formato de rigor para terminar todo presupuesto de carpintería.

Para Alfredo, son los detalles los que han convertido al trabajo de su padre en una obra artística. “Uno expresa los sentimientos en los detalles -asegura-. Son obras dignas de admiración, simplemente porque hoy no se hacen más”.

“En estos tiempos signados por una cultura donde sólo tiene valor lo útil, es necesario rescatar a los artistas que nos legaron la belleza simple del banco de un templo, los adornos de un confesionario, las aplicaciones de una puerta. Ellos nos enseñan a recrear los valores que signaron sus vidas, y de los cuales somos herederos”, afirmaba el Prof. Carlos Pauli en un artículo publicado en este diario el año pasado, a propósito de la obra de Di Dio.

GAJES DEL OFICIO

En la oficina hay biblioratos, facturas viejas, fotos en blanco y negro. Hay láminas de madera realizadas con un material que ellos mismos fabricaban: don Antonio, Mario -que hoy tiene 86 años y vive en Misiones-; Alfredo y Adam, de 79 años.

Hijo de la tradición de la carpintería italiana, Di Dio padre no toleraba el error. “Si nos lastimábamos una mano, teníamos que escondernos, porque su planteo era: “¿Dónde estabas vos cuando te lastimaste?’. Había que estar muy atento siempre”, recuerda Alfredo.

Alfredo no escucha bien. “Todos perdimos capacidad auditiva, no se salvó nadie. Gajes del oficio”, se ríe. Las manos son terreno minado: “Éste es un recuerdo de las sillas de la Cervecería Santa Fe; éste me lo agarré por no prestar atención”, señala los dedos, como quien hace un inventario.

“Hacíamos todos los trabajos por encargo”, cuenta. Fabricaban muebles, en la época en que las parejas necesitaban juegos de dormitorio para poder casarse.

Con la muerte del patrón Ferri se terminaron los trabajos y los obreros buscaron nuevos horizontes. Don Antonio y Julio Cetta (con quien estaría asociado durante siete años) alquilaron un galpón en San Martín 3017, junto al edificio donde funcionaba el matutino El Orden. Corría 1938. La caja de herramientas determinaba la calidad del trabajador.

El taller de escultura, ebanistería y tapicería se dedicaba a realizar trabajos para iglesias, altares, confesionarios y bancos. El caudal de seguros clientes estaba dado por la vinculación con el Seminario de Guadalupe a cargo de monseñor Macagno y con el Arzobispado de Santa Fe, primero con Mons. Boneo y luego con Mons. Nicolás Fasolino: todos habían sido contactos heredados por Ferri.

Las viejas máquinas alemanas, como un reloj detenido en el tiempo, son el telón de fondo del andar cansino de Alfredo. Están allí desde agosto del ‘48. Fueron, antes de ser máquina, un sueño: tener los medios propios para la elaboración de la madera.

TAL ASTILLA

Los tres hijos trabajaron en el taller de Antonio, desde los 8 ó 9 años. “Mi papá no me daba ni un peso si no me lo ganaba -explica, como con admiración-. No nos enseñó un oficio: nos obligó a aprenderlo”.

Cada uno de los hermanos tuvo un hijo varón: ninguno siguió con la carpintería. “Cuando la política económica del país cambió, uno empezó a mirar hacia atrás y a preguntarse para qué había recorrido este camino. Yo puedo hacer algo que no hace otro: entro aquí con una tabla y salgo con una silla. Sin embargo, eso no está valorado”, opina.

El escritor español Manuel Vicent dice en “Verás el cielo abierto”, que “toda deserción deja en el rostro unas huellas muy marcadas”. La mirada hacia abajo, cierto chasquido que se escapa entre labios, un brillo especial en los ojos al evocar un recuerdo, hablan de la pena que provoca haber tenido que acomodar la producción a tiempos más veloces, donde el detalle no cotiza.

El padre de Antonio había muerto en medio de la Primera Guerra Mundial. Antonio desarmó un altillo para construir, con esas maderas, el ataúd. Su vida empezaba, por esos extraños giros del destino, a ligarse a su oficio. Alfredo cuenta la anécdota y recuerda, de inmediato, las bromas de su padre: “A mí vélenme arriba de la viruta, no gasten para el entierro”, les decía a los tres.

El taller está en silencio. El sol ya es recuerdo. Las partículas de aserrín están ahí, flotando, aunque ya no haya luz que permita verlas.

Fue uno de los ebanistas más prestigiosos que tuvo la ciudad. Sus obras permanecen en las iglesias de los Milagros y del Carmen, entre otras. Su taller, que ya no funciona como en sus épocas de gloria, es testigo de enseñanzas y aprendizajes que trascienden el tiempo.

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Don Antonio

en 1960, cinco años antes de su muerte. Foto: GENTILEZA FAMILIA DI DIO.

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Confesionario construido para el colegio Inmaculada; actualmente permanece en la Basílica del Carmen, en San Martín y La Rioja. Foto: GENTILEZA FAMILIA DI DIO.

Historia con aroma a madera

Balcón al frente del Museo Etnográfico, en 25 de Mayo y 3 de Febrero. Foto: JOSÉ VITTORI.

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Detalle del marco del cuadro de Nuestra Señora de los Milagros, que está entronizado en el templo de los Padres Jesuitas realizado por Antonio en cedro paraguayo, tallado a mano. Foto: ARCHIVO EL LITORAL.

Historia con aroma a madera

Bancos en la iglesia de San Francisco. Trabajo realizado por Don Antonio Di Dio. Foto: JOSÉ VITTORI.

Historia con aroma a madera

Alfredo tiene 80 años y es el hijo del medio de don Antonio. Foto: LUIS CETRARO.