Entrevista a Osvaldo Aguirre

Cosa nostra

Por Augusto Munaro

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Osvaldo Aguirre. Foto: Silvina Salinas.

El narrador y poeta Osvaldo Aguirre (1964) ha legado una obra decisiva en el marco de la investigación periodística. Sus libros “Enemigos públicos. Los más buscados en la historia criminal argentina” (2003), “La pandilla salvaje. Butch Cassidy en la Patagonia” (2004), y “La conexión latina. De la mafia corsa a la ruta argentina de la heroína” (2008) vertebran un exhaustivo proceso metodológico. La nueva edición corregida y ampliada de “Historias de la mafia en la Argentina” revela el rigor con que Aguirre dilucida los mecanismos siniestros del crimen organizado siciliano en la Argentina durante cincuenta años. Desde finales del siglo XIX cuando se registraron las primeras vendettas hasta la década del treinta cuando los secuestros y asesinatos alcanzaron la opinión pública. Así es como La Mano negra, el asalto al tren Nº 20, el secuestro de Zapater, el caso Marino, el crimen de Abel Ayerza, Cayetano Pendino, alias el padrino, Chicho Grande y Chicho Chico, son algunos de los hechos a los que refiere no sólo revisando minuciosamente los expedientes judiciales y las innumerables notas periodísticas de la época, sino elaborando un relato agudo y reflexivo.

—¿Cómo y cuándo surgió la idea de esta investigación sobre las mafias sicilianas en la Argentina?

—Uno de los primeros temas que me interesó cuando empecé a trabajar como cronista policial fue la historia criminal argentina. A diferencia de lo que ocurre con otras secciones o especialidades del periodismo, los personajes y sucesos de la crónica policial no se agotan en la coyuntura sino que, en determinadas circunstancias, se constituyen en temas de mitos y de relatos que retornan una y otra vez, a través de distintas formas de la cultura popular. En ese marco se sitúa la historia de las asociaciones mafiosas que funcionaron en la Argentina hasta fines de la Década Infame, que para mí tenía además el interés extra de ser una historia que, en buena medida, había transcurrido alrededor de Rosario, la ciudad donde vivo. Así, a fines de los años 90 comencé a investigar un conjunto de expedientes judiciales que me aportó el núcleo de la información, en su mayor parte inédita.

—Como se señala en el prólogo, la palabra “mafia”, desde su incorporación al lenguaje corriente, ha sido objeto de muy diversos usos. ¿Por qué?

—La mafia en el sentido tradicional del término, es decir integrada por personas de origen siciliano y cohesionada en torno a valores relacionados con el culto del padrino, el juramento de silencio y una especie de perversión del concepto de solidaridad, ya no existe en la Argentina, pero las prácticas mafiosas han persistido. El secuestro extorsivo, por ejemplo, es un tipo de delito que en la Argentina introdujeron estos grupos. Por otro lado, la palabra mafia se ha incorporado al lenguaje corriente y el periodismo, siempre a la búsqueda de estereotipos o de fórmulas de rápido reconocimiento, la utiliza como uno de sus comodines. No obstante, aunque a veces se la utilice de forma abusiva, la palabra recuerda casi siempre su sentido original, el de una asociación delictiva que pretende pasar inadvertida, oculta y regirse por sus propias normas.

—¿Cuáles han sido algunas de las características propias de la mafia en la Argentina?

—La principal característica distintiva es que la mafia siciliana se insertó en un ámbito extraño, en otro país, y entonces debió reformular algunos hábitos. En principio, se dedicó a la extorsión y al secuestro, pero ocasionalmente cometió otro tipo de delitos, como el asalto a un tren que iba de Tucumán a Buenos Aires, en 1916, o crímenes por encargo de personas ajenas a las redes mafiosas. A la vez, en los primeros tiempos las víctimas solían ser elegidas dentro de la colectividad siciliana; en los años 30, en cambio, las bandas mafiosas se concentraron en comerciantes importantes y en miembros distinguidos de la sociedad, lo que a la larga les resultó fatal, porque les dio mucha visibilidad y condujo a una fuerte represión, tras el asesinato de Abel Ayerza, en 1933.

—¿Por qué Rosario se convirtió en uno de los núcleos de mayor actividad mafiosa?

—La protección policial y la conexión con sectores políticos fue decisiva. La historia criminal nos enseña que ninguna actividad ilícita puede sostenerse en el tiempo sin recibir algún tipo de protección de la Policía, la Justicia o la política. Las organizaciones mafiosas tramaron muy buenas relaciones con la División de Investigaciones de la Policía rosarina y con altos dirigentes del alvearismo, por ejemplo Juan Cepeda, quien llegó a ser vicegobernador de Santa Fe e intercedió por la libertad de mafiosos ligados a Galiffi.

—¿Qué elementos resultaron decisivos para la concreción de vínculos entre grupos mafiosos y sectores de la Policía?

—La presencia de Félix de la Fuente, jefe de Investigaciones en Rosario entre 1917 y mediados de los años 30, fue decisiva. De la Fuente organizó una especie de ejército de soplones entre los cuales había algunos mafiosos, como Juan Avena, alias Senza Pavura. En los años 20, cuando hubo una feroz guerra entre dos clanes mafiosos, la policía tomó partido por uno de ellos, la llamada “mafia limpia”, que de limpia no tenía nada. Gracias a esa ayuda este sector quedó consolidado como hegemónico hasta principios de los 30, cuando llegó Marrone y se produjo otro enfrentamiento. Las investigaciones policiales y judiciales de los episodios mafiosos en los años 20 y 30 fueron desastrosas.

—¿Desde cuándo y por qué la modalidad de secuestrar a personas resultó un negocio para el crimen organizado?

—Es el delito tradicional de la mafia; en Sicilia comenzó a practicarse desde los orígenes y en la Argentina el primer caso se registró en 1911, con el secuestro de Paulino Vitale, en Buenos Aires.

—Hay un singular personaje entre estas historias, que no deja de sorprender por su misterio, me refiero a la enigmática Ágata Galiffi. ¿Podría referirse a ella?, ¿qué lugar jugó en el destino de su padre, Juan Galiffi, alias Chicho Grande?

—Ágata fue un personaje que conmovió al público de su época, por varias razones. En primer lugar, por el hecho de aparecer al frente de una organización de mafiosos, en 1939, cuando no tenía más que 23 años. Luego, por su belleza, un poco al estilo de las antiguas stars de Hollywood. Y finalmente por sus ideas y su discurso, donde había algo de feminismo y de rebeldía social. Juan Galiffi fue deportado en 1935 y eso fue un golpe muy fuerte para ella; el plan que tenía para asaltar un banco en Tucumán, descabellado, respondía al deseo de hacer algo para traer de vuelta a su padre, cosa que no consiguió. Ágata terminó condenada a prisión.

—¿Por qué los asuntos de la delincuencia organizada suelen convertirse en inspiración para el imaginario popular? ¿Qué determina la propensión de confundir los hechos ocurridos con los inventados por la memoria colectiva?

—La condición básica es que esas historias no hayan sido cerradas. Algo no muy difícil en un país como Argentina, donde la desconfianza hacia las instituciones es crónica y donde las versiones policiales y judiciales de los hechos suelen ser difíciles de creer. El escritor alemán Hans Magnus Enzensberger dice que el delito se parece a una contraseña que, una vez descifrada, delata algo de la sociedad en que sucedió, y que en la investigación del delito la sociedad se investiga a sí misma. Esas historias y esos personajes que retornan, que se vuelven inolvidables, también nos están diciendo algo de nosotros mismos, estamos tratando de investigarlo cuando creemos investigar sobre otras vidas y otros sucesos.