En Familia

La cultura del trabajo, sólo para valientes

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Los primeros impulsos laborales de los niños deben ser conducidos y guiados hacia tareas en el hogar acordes con su edad, entendimiento y posibilidades físicas.

Foto: Mercedes Pardo

Rubén Panotto (*)

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En recientes acontecimientos, pude observar a través de los medios televisivos la toma de colegios llevada a cabo por jóvenes en la ciudad de Buenos Aires. En determinada oportunidad, un periodista se acercó a uno de los muchachos con la pregunta: ¿qué pensás de la obligación de concurrir a la escuela para estudiar y no para hacer política?, a lo que contestó que se vieron obligados a hacerlo, ya que aquellos que cobran para trabajar en política no concurren a los recintos legislativos para resolver situaciones estructurales de la educación, o se esconden vergonzosamente detrás de los cortinados para no dar quórum, cuando los intereses partidarios así lo indican. Tal respuesta denota la lamentable ausencia de la tan ponderada cultura del trabajo.

Es evidente que el mensaje que reciben nuestros jóvenes hijos es el del tango “Cambalache”: “El que no llora no mama y el que no afana es un gil... Es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata o el que cura o está fuera de la ley”.

El feroz consumismo que enloquece a la sociedad del nuevo siglo ha convertido al trabajo en un fin en sí mismo, algo así como un mal necesario. Un fin que desde el punto de vista de los hijos es devastador, por la melancolía que produce la ausencia obligada de sus progenitores, que salen a trabajar con horarios extendidos, la mayoría de las veces. Padres que deben afrontar diversos niveles de exigencias y alta competitividad, convirtiéndose en adultos estresados, abrumados y despojados de todo incentivo para la vida familiar.

La psicoterapeuta alemana Elisabeth Lukas apunta que “el trabajo no se debe degradar nunca al punto de convertirse en un fin único... no puede constituir nunca el único valor vital al que la persona se aferre ciegamente”.

Si bien es verdad que el actual avance de la cultura consumista no tiene precedentes en la sociedad infanto-juvenil, esto también se extiende a los padres. Algunos hasta sienten culpa de no poder satisfacer todas las demandas de sus hijos. Aun así, optan por trabajar compulsivamente, no obstante saber que, por mucho que traten de cubrirlas, sólo lograrán momentáneas alegrías para sus hijos, ante inciertas y efímeras necesidades.

El filósofo orientalista Alan Watts dice en su libro “La sabiduría de la inseguridad” que “este comportamiento no hace sino aumentar la ansiedad y la sensación de sinsentido en las personas. En consecuencia, nuestro tiempo se caracteriza por un estado de escepticismo, agitación y frustración”.

Equilibrio, valoración y planificación

Analistas de los movimientos humanos latinoamericanos dan cuenta de dos realidades en relación con el trabajo y el nivel de vida: el crecimiento imparable de la pobreza estructural y el surgimiento, en aumento, de una franja conformada por los insaciables de la fortuna. En un simple análisis técnico, una estructura requiere de un proyecto, una estimación de recursos necesarios y un plan de ejecución. Las respuestas estatales a estas necesidades se expresan en planes y subsidios, que se traducen más en una herramienta esclavizante y adicta, que en una solución efectiva para dignificar a las familias con trabajo real.

En este punto, es donde se exalta la importancia de la cultura del trabajo que se aprende en el hogar, no sólo por transferencia de conceptos, sino gracias al aprendizaje por observación, por imitación. Es la herencia inmaterial de la valoración del trabajo como actividad socializante y comunitaria y no exclusivamente por la retribución económica. Los padres siempre deben estar atentos a las primeras manifestaciones de los pequeñitos, cuando quieren ayudar a mamá a cocinar o a poner la mesa, o a apoderarse del pincel cuando papá está pintando la casa. Los padres no debemos negarnos a acompañar o impedir esos primeros impulsos “laborales” de nuestros niños, sino por el contrario, hay que conducirlos y guiarlos hacia tareas acordes con su edad, entendimiento y posibilidades físicas, a fin de que naturalmente se vaya gestando el desarrollo de sus capacidades individuales. En el núcleo familiar, la decisión de planificar y distribuir las rutinas hogareñas, delegando la necesaria autoridad y responsabilidad para realizarlas, da como resultado el placer de la tarea cumplida, una saludable autoestima y seguridad personal. Así, sobre la marcha, se va conformando y preparando una generación de ciudadanos que no se avergüenza por tener que realizar esfuerzos, frente a la contracara de aquellos que obtienen un buen pasar mediante dádivas y artilugios.

También será la generación que derrumbará la pobreza estructural, para disfrutar de un país enriquecido, con limpia conciencia, donde pareciera que Dios puso sus ojos para perfeccionar la riqueza de su creación.

(*) Orientador familiar.