Oro sobre la ciénaga (Nota I)

Oro sobre la ciénaga (Nota I)

Techos recargados de molduras y oro en lo que fue palacio imperial.

 

Te amo, creación de Pedro, amo tu aspecto //severo a un tiempo y lleno de armonía,//

la corriente del Neva majestuosa //entre sus parapetos de granito, //el arabesco de tus férreas rejas,// el transparente ocaso de tus noches..

(Alexandr Pushkin, “El Jinete de Bronce”)

Alejandrina Argüelles

Fotos: Nahuel Caputto

Concebir una construcción en terrenos poco firmes ya es un desafío al que hoy no muchos se atreven. Pero levantar una ciudad fabulosa sobre un delta pantanoso, con la tecnología de hace tres siglos y en condiciones climáticas extremas, con temperaturas que suelen llegar a -35ºC es casi una hazaña. La hazaña se llama San Petersburgo y lo es tanto por quienes la concibieron firme y armoniosa, como por los cientos de miles de rusos que dejaron su vida y sus sueños en ese emprendimiento, obligados por la fuerza o por el hambre.

Un botón de muestra: la catedral de San Isaac, una de las más grandes del mundo (caben 14 mil personas), cuya cúpula revestida con 10 kilos de oro domina el perfil urbano, fue edificada sobre 24.000 pilotes hundidos en suelo cenagoso.

Érase una vez un pantano

No era cosa de hacer solamente arabescos y decorar palacios. Era una zona de marismas que debieron drenarse y afirmarse, para luego unir las islas e islotes con puentes (hay más de 40 islas, más de 60 ríos y canales, y 342 puentes sobre ellos); hacer canales, muros de contención, ya que había frecuentes y grandes inundaciones, cuyas alturas recuerdan un obelisco. La comparación con nuestra Santa Fe, que apenas puede contener -a veces, no puede; otras, no quiere- las aguas de los ríos que la circundan, se me presenta inevitable.

Y todo lo hicieron en medio de condiciones terribles, con vientos polares, humedad, 30ºC bajo cero en inviernos largos, donde la luz desaparece a las 4 de la tarde, y ni hablar de condiciones higiénicas ni confort hogareño.

Hoy la ciudad toda es una maravilla, patrimonio de la humanidad. Y para mí lo es no sólo por su armoniosa arquitectura, por sus palacios increíbles, sus tesoros, iglesias, puentes, monumentos, sino porque fue escenario de ficciones literarias y de singulares acontecimientos históricos, en particular, de una de las revoluciones que mantuvo tensionada a gran parte de la humanidad por varias décadas. Y la historia ha dejado sus huellas.

Una ventana al mundo

Para no alargarnos innecesariamente, digamos que el zar Pedro I el Grande, inspirado en Holanda y Venecia, hace unos 300 años, señaló con su dedo imperial esa desembocadura del río Neva en el mar Báltico y no hubo posibilidad de protestar ni de buscar excusas: había que levantar allí una ciudad que sería (y fue, dejó de serlo y volvió a ser) la capital de Rusia. Ese lugar le daba salida al mar y se acercaba a la Europa que él había visto como más moderna. Haría de esa ciudad la “ventana de Rusia al mundo”.

Pedro I era, como todos los zares y emperadores varios, autoritario y déspota, pero también inteligente: no se trataba de un capricho solamente, sino de activar la economía, conectarse con el resto de Europa, hacer frente a los invasores escandinavos. Eran tiempos belicosos, así que comenzó por la Fortaleza de Pedro y Pablo, que hoy muestra su aguja dorada como un hito ciudadano, y puso la ciudad bajo la protección de su santo patrono, perpetuando así, de paso, su propio nombre.

La ciudad inventada

Convocó a arquitectos e ingenieros, ebanistas, decoradores y demás especialistas, principalmente de Alemania y Holanda, pero también de Francia, Italia, Inglaterra y de la propia Rusia. Hizo llevar maderas finísimas que hoy todavía vemos formando dibujos en los increíbles pisos y aberturas del Hermitage y otros palacios.

Necesitaba piedra, así que ordenó que todo el que introdujera productos comerciales a la ciudad que se estaba levantando debía aportar una especie de “impuesto” en piedra. Prohibió utilizar ese material en todo el imperio, de tal manera que no sólo había material de sobra, sino que los constructores estaban desocupados y acudían a la nueva urbe.

Si bien el mérito de la planificación fue de los profesionales, no menos mérito les cabe a los trabajadores, siervos sin otra alternativa que obedecer. Llegaban de todas partes del país, se calcula que unos 40.000 por año, en largas filas a pie y bien custodiados. Dicen los libros que, entre las malas condiciones, el hambre y las enfermedades, moría la mitad cada año.

El ritmo de trabajo fue vertiginoso: la piedra basal del primer edificio, la fortaleza, se colocó en 1703 y once años más tarde se estima que había 34.000 edificios de todo tipo.

Se fue así formando una de las ciudades más espléndidas del continente. “La ciudad inventada, la más fantástica y premeditada del mundo”, al decir de Fiodor Dostoievsky, uno de sus hijos dilectos que, no obstante, conoció los rigores de la cárcel.

Las iglesias con sus cúpulas de cebolla, algunas recubiertas de oro, todas con trabajos de mosaicos, jade, lapislázuli. El Palacio de Verano, el de Mensikov con sus jardines; el de Yusupov, donde asesinaron a Rasputín; los puentes de encajes de hierro, los jardines, el Palacio de Verano, el de Invierno con 1.100 habitaciones (Buckingham tiene algo de 340 y los ingleses protestan por el despilfarro que significa), hoy transformado en el Museo Hermitage. Éste es hoy posiblemente el más grande del mundo, con 3 millones de objetos y descomunales -por cantidad y calidad- colecciones de pintura de todas las épocas (aseguran que hay más obras de los impresionistas que en la misma Francia). Cada sala, cada pasillo ostentan techos, paredes, pisos, ornamentos bellísimos donde abundan el oro, jade, la malaquita, el jaspe, la plata. Se ha conservado una parte tal como era en el palacio imperial: la sala del trono, las habitaciones de las emperatrices, la sala de audiencias: cada una, un alarde de lujo innecesario pero exquisito.

Al crecer la ciudad con la protección de los sucesivos “padrecitos” y “madrecitas”, se fundaron instituciones como la Academia Rusa de Ciencias, la de Artes, la Universidad, el primer ballet del país en el teatro Marinski, salas de conciertos, teatros. Y, como si fuera poco, en ese ámbito urbano germinó la chispa creadora de Dostoievsky, Pushkin, Gogol, Tchaikovsky, Pavlov y Mendeleev (el de la tabla periódica de los elementos).

Pero tanto lujo era sólo para unos pocos, y una enorme masa en condiciones serviles, humillantes, fue el caldo de cultivo donde se gestaron revueltas, huelgas, conatos en busca de condiciones más humanas e incluso de revancha. La violencia engendra violencia, se sucedieron asesinatos de nobles entre sí, magnicidios con la horca como castigo.

En el pecado llevas la penitencia, dice el refrán. Los Romanov y sus nobles lo pagaron muy caro, y su país, su gente, también.

Oro sobre la ciénaga (Nota I)

La plaza del palacio vista desde el Hermitage. En la celebración del aniversario de la ciudad el Cirq du Soleil actuó para el público, con las jirafas rojas.

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Iglesia de la Sangre Derramada, con todo el barroquismo típicamente ruso. Su nombre evoca a la vez la muerte de Cristo y el asesinato del zar Alejandro II en ese mismo lugar.

San Petersburgo

Si bien el mérito de la planificación fue de los profesionales, no menos mérito les cabe a los trabajadores, siervos sin otra alternativa que obedecer. Llegaban de todas partes del país en largas filas a pie y bien custodiados.

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Puentes de San Petersburgo

Cientos de puentes entretejen la ciudad, alrededor de 350. Todos diferentes, todos con esculturas, bellísimas forjas en hierro, sirenas, caballos, escudos, águilas bicéfalas, grifos, leones, jóvenes heroicos.

La mayor parte de ellos son levadizos: durante la noche se iluminan y se abren para que pasen los barcos de gran porte que vienen del Báltico. Eso durante los cortos meses de primavera y verano, especialmente en la época de las noches blancas, ya que en invierno los ríos se cubren con gruesas capas de hielo.

Los puentes son una característica importante de la ciudad, por su belleza y un halo romántico que los circunda. Y cada uno tiene su pequeña historia. Por ejemplo el puente Anichkov que cruza la principal avenida, la Nevsky, tiene cuatro estatuas de bronce de un hombre domando un caballo. Las estatuas fueron hechas una y otra vez a lo largo de diez años por el escultor alemán Peter Klodt ya que no bien las colocaban el zar Nicolás I las hacía retirar para regalarlas: al rey de Prusia (hoy están en Berlín), otras al rey de Las Dos Sicilias (están en Nápoles). Durante el bloqueo de Leningrado (1941-1944) fueron enterradas en el jardín del Palacio Anichkov para protegerlas de los bombardeos.