Tabor y Gólgota

María Teresa Rearte

Se habla de secularismo, hasta de crisis de la fe. Pero es necesario repensar las cuestiones que la cultura nos plantea a los cristianos, conscientes de que la intrascendencia se encuentra instalada en la vida cotidiana. A cada momento. Y que campea en el pensamiento actual la idea de que, sin la aspiración a la trascendencia, se puede otorgar un sentido a la vida.

Travesía y ascenso. La concepción de la trascendencia no se agota aquí. Encuentra hondas raíces en la visión antropológica de que el hombre no coincide consigo mismo. Que la verticalidad, como un hálito incontenible, es un dato no menor que no se puede pasar por alto, ni siquiera cuando la agenda de la sociedad está abocada a cuestiones urgentes y pragmáticas, asociadas a un amplio espectro de problemas que la atraviesan. Que incluso pareciera que los acontecimientos socio-políticos marcan el contenido de no pocos mensajes pastorales.

Pienso en la necesidad de levantar la mirada, de hacer un lugar en el corazón, para encontrar al señor resucitado, que conoció la blancura y el resplandor del Tabor. Pero también supo de las heridas, los ultrajes y la soledad de la Pasión. Como una impetuosa corriente de agua, hasta como protesta y con vehemencia, la fe cristiana tiene que nacer de la hondura del ser, de la vida, no para abrir camino al triunfalismo, sino a la esperanza por la que el hombre religioso se siente llamado. Aliento la convicción de que el sufrimiento y la muerte no debieran conducir al conformismo, sino ser —de algún modo— provocación, desafío, que ahonde en el drama de la cruz, entre el temblor y el miedo, nuestros miedos, y la esperanza.

Hemos sido creados para la felicidad. Pero nuestra entrada en la Alegría no pocas veces resulta frustrada. Y resulta monstruosa la inconsciencia, incluso habitual, ante los padecimientos humanos. Es mezquino predicar la resignación. O el rigorismo de padecer y ofrecer.

Dios nos pide más respeto por el sufrimiento humano. Me acuerdo que Simone Weil, intelectual francesa muerta de tuberculosis a los 34 años, decía que “los desdichados no tienen en este mundo mayor necesidad que la presencia de alguien que les preste atención”. Es tanto como decir, hoy, que el mensaje religioso tiene que penetrar y encontrar amplia resonancia en el mundo del sufrimiento humano. Tengo para mí que el Señor Resucitado lleva las huellas de sus heridas. También los hombres llevan las propias. Por lo que la fuerza redentora de la Cruz debería empeñar nuestros esfuerzos para liberar al hombre de muchos de sus padecimientos. Y ayudar a asumirlos.

Con tanta facilidad se le dice a quien sufre que tiene que entregarse a Dios. Lo cual es arduo. Representa un gran riesgo, cuyo alcance se ignora, que nos recuerda que Cristo tampoco quiso ni buscó la Cruz. “Padre, si es posible aleja de mí este cáliz... Mi alma está triste hasta la muerte...”. ¿Quién piensa cuántos se acuerdan de esto?

La peor religión es la que nos deja sumergirnos en un piadoso conformismo, sin la menor inquietud espiritual. Lo es aquella que no tiene nada mejor que ofrecer que la resignación y la inercia. Hemos de darnos cuenta de que quienes sufren son testigos de la condición humana. Por lo general, sólo se repara en esto cuando nos encontramos ante acontecimientos que podríamos calificar de “anormales”. Que sacan de la rutina. Por ejemplo ante las catástrofes, la enfermedad, una guerra, un accidente. Y caemos en la cuenta de que en la vida hay dureza, injusticias, padecimientos, pérdidas. Es un error pensar que el mal aparece de pronto en la existencia humana. La angustia frente a los sufrimientos que acosan al hombre debería marcar un principio liberador. La impronta de la Redención.

La poesía, el arte, la misma oración, pueden conmovernos y elevar nuestra sensibilidad y la vida espiritual. Pero el sufrimiento y la sentida posibilidad de la muerte plantean una fuerte exigencia interior que no se aquieta con frases hechas. Es trágico aceptar la desgracia habitual de los otros. Lo es acostumbrarnos a la injusticia.

Permanentemente, los medios informativos dan cuenta de los acontecimientos mundiales. De las protestas callejeras, la violencia, la gente en las calles comerciales. De quienes se van de vacaciones o disfrutan de las playas... “Como en los tiempos de Noé..., la gente comía, bebía y se casaba...”, dice el evangelio. Decididamente, nuestro tiempo muestra una miopía enorme, porque la condición humana no es para nada apacible. Es la condición de un ser lastimado, crucificado. Creo que la vida traduce un deseo inmenso. Y también, así como aflora en la cultura, un gran vacío.

“Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz y más cortante que espada de dos filos. Penetra hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos...”, dice la Escritura en la carta a los Hebreos. Sinceramente, uno tendría que dejarse tocar en lo más íntimo por Dios, hasta el punto de poder decirle que no sabe si se ha convertido; pero sí que le ha trastornado. Que le hace daño. Y salir de la indiferencia y la resignación. Porque en definitiva el amor es camino. Éxodo.

Tabor y Gólgota. ¿Cómo comprenderlos y conjugar ambos, en la perspectiva del Señor Resucitado? La fe no es un corsé que nos ponemos. Es necesario descubrir la esperanza escondida. Una práctica religiosa enseña a terminar cada jornada con el acto de contrición. En medio de los aprietes de la vida, de la falta de sentido que hay en tantas cosas, cansado y dolorido, creo que el ser humano puede encontrar una opción interesante. La de pedir ser salvado. Y así entregarse al reposo nocturno.

a.jpg

Detalle de “La Transfiguración”, de Rafael Sanzio .