Justo José de Urquiza

Rogelio Alaniz

Urquiza gustaba del poder, las mujeres y la plata. Nunca fue pobre, pero cuando murió era el hombre más rico de la provincia de Entre Ríos y uno de los más ricos del país. Dicen que su vigorosa sexualidad se había atenuado en los últimos años. Nunca se supo con exactitud cuántas hectáreas, cuántas mujeres y cuántos hijos tuvo. Lo único que se sabe con certeza es que fueron muchos.

No era lo que se dice un buen mozo, pero gustaba a las mujeres e inspiraba respeto a los hombres. Fue un hombre del poder y las marcas estaban en su rostro, en la mirada atenta y desconfiada, en el pliegue severo de los labios, en los tonos de la voz. Quesada, que no disimula su respeto, lo describe con un latiguillo en la mano. El látigo en la mano, y el perro Purvis a su lado, son datos que también advierte Sarmiento cuando lo entrevista por primera vez en su campamento. Urquiza transmitía la autoridad de los hombres habituados a ejercer el poder, a decidir sobre vidas y haciendas, a inspirar respeto y, si era necesario, miedo. En los momentos de tensión o de peligro, su mirada podía ser fría o helada. Una característica podía ser distintiva: jamas reía con los ojos y con la boca. Cuando mostraba los dientes, la mirada era de hielo; cuando reía con los ojos, la boca era una línea rígida y severa. En sus gustos y sus hábitos era austero, espartano; no bebía ni fumaba, comía una vez al día y era muy medido con sus gastos. Toda la libido estaba volcada al poder y, por supuesto, a las mujeres.

Nació en Concepción del Uruguay en octubre de 1801. Su padre fue José Cipriano Urquiza Álzaga; y su madre, doña María Cándida García. De adolescente estudió un par de años en el Colegio San Carlos. Después regresó a Entre Ríos y se dedicó a lo que se iba a dedicar toda la vida: los negocios, la política y las mujeres. Hablaba y escribía correctamente, pero no fue un intelectual. Como todo político mantenía con los intelectuales una relación difícil: desconfiaba de ellos y a veces los despreciaba, pero al mismo tiempo los necesitaba y en algunos momentos parecía dejarse seducir por ellos. Así y todo, al concluir la presidencia no se había conocido en la Argentina un caudillo que se rodease de tantos intelectuales brillantes: Juan Bautista Alberdi, Juan María Gutiérrez, Mariano Fragueiro, Salvador María del Carril, Vicente Fidel López, Facundo Zuviría, Benjamín Gorostiaga. Hombres de valía como Andrade, Mansilla, Quesada, Guido y Spano, y hasta el propio Hernández lo respetaban.

Es verdad que fue un caudillo, pero fue un caudillo interesado en promover los beneficios del progreso. Podía ser rústico y vulgar si se lo proponía, pero cuando las circunstancias lo exigían sabía ser encantador. Las mujeres fueron las que más apreciaron sus virtudes y disfrutaron de sus condiciones de seductor, bailarín y amante. Los otros, los que lo respetaban y mantenían hacia él una ciega lealtad, fueron sus gauchos, quienes lo amaron casi hasta el final, hasta esa noche del 11 de abril de 1870.

Como todo caudillo acostumbrado a lidiar con el poder, reclamaba por sobre todas las cosas disciplina y obediencia. Estaba claro que a la política la hacía él, y la tarea de los intelectuales se reducía a dar forma a una estrategia elaborada y en la mayoría de los casos puesta en práctica. Francisco Seguí escribió el famoso Pronunciamiento, pero quien le dio la orden y se hizo cargo de las consecuencias fue Urquiza.

Para juzgar a un gobernante hay que preguntarse qué hizo en materia de educación. Y ante esa pregunta, la respuesta de Urquiza despeja cualquier duda respecto de su mentalidad progresista. Cuando Sarmiento visitó el palacio de San José, en la provincia de Entre Ríos funcionaban ochenta y dos escuelas. Durante su presidencia institucionalizó la universidad de Córdoba y alentó la creación de escuelas primarias y normales. Esa verdad, la verdad de un hombre que ejercía el poder de manera tradicional, pero estaba interesado en organizar y modernizar a la Nación, fue descubierta antes de Caseros por Alberdi, Vicente Fidel López y José María Gutiérrez.

El poder entonces se construía guerreando, pero también adquiriendo tierras y participando de las sinuosidades de la política. A su manera y en su estilo, Urquiza supo desempeñarse con eficacia -y en algunos casos hasta con brillo- en todas las actividades que emprendió. Para ser quien fue, necesitó ser un jefe militar, un estanciero, un empresario y un político habilidoso, práctico, impiadoso en tiempos de guerra, componedor cuando las circunstancias lo imponían.

En 1840 era el hombre fuerte de la provincia de Entre Ríos y lo sería hasta el día de su muerte, treinta años después. Su liderazgo reemplazó en el litoral al del brigadier Estanislao López -fallecido en 1838-, así como Entre Ríos desplazaría a Santa Fe como cabecera política en el Litoral.

No le fue fácil llegar a ocupar ese lugar. Lo ayudaron las circunstancias históricas y es probable que también contribuyera la suerte, pero por sobre todas las cosas, su principal ayuda fue él mismo. Para 1840, ya era un estanciero, un jefe militar y un dirigente político, es decir que ya era el hombre que sería hasta el fin de sus días. Su carrera política en la provincia no fue diferente a la de la mayoría de los caudillos. Puede decirse que hasta 1847 fue el operador de Rosas en el litoral, pero a partir de esa fecha, el operador comenzó a tomar vuelo propio o a entender que la alianza con Rosas le generaba más perjuicios que beneficios.

A esa altura de los acontecimientos, era sin duda el aliado más importante de Rosas y, por lo tanto, podía llegar a ser su enemigo más importante. El prestigio político se lo había ganado en los campos de batalla, en combates memorables. Los entendidos aseguran que las tropas de Urquiza eran las más eficaces y disciplinadas del rosismo. El propio Paz, tan parco en elogios, no pudo menos que reconocer el talento militar del entrerriano, que movilizaba a sus soldados con la pericia de un jugador de ajedrez y el talento de un general de academia.

La imputación de traidor que le hacen los revisionistas no es seria. Urquiza fue traidor a Rosas como Rosas pudo haberlo sido de López o Quiroga. Cuando se trata de hombres que ejercen y disputan el poder, la palabra traición pierde relevancia porque alude más a una subjetividad que a un dato objetivo. Dicho con otras palabras. Urquiza no traicionó a Rosas, lo que los separó no fue la vanidad o la ambición en sus niveles más primarios; lo que los separó fueron los intereses, intereses materiales y políticos que en algún momento coincidieron y que a partir de cierta fecha se enfrentaron.

Digamos que la relación entre Buenos Aires y el Litoral había llegado al límite. La subordinación a Buenos Aires era, para Entre Ríos y el Litoral, un obstáculo a sus posibilidades de desarrollo. Una vez más el tema del puerto, la navegación de los ríos y las tarifas aduaneras volvían instalar el conflicto en su verdadero lugar, es decir, en la región donde el desarrollo económico era muy similar al de Buenos Aires y por lo tanto las contradicciones empezaban a ser antagónicas.

Se dice que fue Juan Ramón Balcarce el hombre que sembró en Urquiza la semilla de la Organización Constitucional. Balcarce era federal pero no rosista, y en su momento se enfrentó con el Restaurador. Derrotado, se fue a vivir a Entre Ríos y allí conversaba con Urquiza y le hablaba sobre los beneficios de un Estado de derecho. De todos modos, el primer político que “vio” la contradicción entre el Litoral y Buenos Aires fue Florencio Varela, luego asesinado en Montevideo por un esbirro de Oribe. Varela fue el primero que distinguió los intereses encontrados entre el Litoral y Buenos Aires y adelantó la hipótesis de que sólo por ese camino y alentando esa contradicción era posible derrotar a Rosas.

El segundo en entender que el hombre capaz de ponerle punto final a la tiranía era Urquiza, fue Esteban Echeverría. A Echeverría los años del exilio le habían enseñado dos verdades: la primera, que a Rosas no lo iban a derrotar los unitarios en el exilio intrigando o escribiendo poemas; y la segunda, que a Rosas sólo podía derrotarlo alguien que expresara un poder tan consistente como el que él había sabido amasar.

(Continuará)

Justo José de Urquiza