Un viejo anhelo que se volvió realidad

La literatura es una forma especial de recordar y homenajear a nuestros antepasados. Haydeé de Biotti, de Sastre, hizo lo propio a través de un libro, que incluye también vivencias personales.

TEXTOS. MARIANA RIVERA.

 

Ricardo Biotti se contactó con De Raíces y Abuelos el año pasado para contar sobre el encuentro familiar que habían organizado los descendientes del matrimonio formado por Giuseppe Biotti y Caterina Avalle, oriundos de Torre San Giorgio, provincia de Cuneo, Italia (sus bisabuelos), quienes a fines del 1800 partieron hacia nuestro país con sus dos primeros hijos.

Pero en esta oportunidad nos trajo otra historia: la que cuenta su mamá, Haydeé L. Chocobar de Biotti, que incluye relatos de vida, historias y poemas que quedaron reflejados en su libro “Luciérnagas de mi otoño”. Está basado -aclaró- en la producción que realizó en el taller literario de la Biblioteca Popular San Martín de su pueblo, Sastre, a cargo de la Prof. María Beatriz Clementi, pero también en sus vivencias personales y hechos reales.

Según explica en el prólogo, “no fue difícil ponerle palabras a mis sentimientos. Lo comprometido fue decidirme a hacerlos público. Cuando se compone desde lo vivencial se desnuda el alma, exponiendo la intimidad a la opinión ajena; situación a la que soy remisa. No estoy cumpliendo un sueño, ya que nunca pensé en editar. Por el contrario, guardé mis escritos celosamente”.

Asimismo, aclara que “soy consciente que no es éste un gran aporte literario. Pero constituye un desafío emprendido en mi madurez y tan sólo por eso ya es valedero. Pero si mientras alguien, leyéndolo, sonríe o se emociona, viéndose reflejado en alguna de estas sencillas imágenes, estoy ya complacida”.

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“Remembranzas” es el título de uno de los textos que se incluye en el libro escrito por Haydeé Chocobar de Biotti, a través del cual ella recuerda a sus antepasados de manera original, literaria, y que transcribimos a continuación:

“Quise visitar la vieja casa de la abuela, antes que termine de derrumbarse. Pasé la tarde entretenida evocando mi niñez y no advertí la llegada de la noche, acompañada de una espesa llovizna. Decidí pernoctar allí, antes que desafiar las inclemencias del tiempo. En el interior, además del abandono, reinan las penumbras. Entre escombros y telas de araña, encuentro maderas, con las que prendo fuego, en la antigua cocina de hierro. Me cobijo allí, sola, mas no siento miedo; esas sombras me son familiares, forman parte de mi infancia.

“Sin prever mi aventura, no llevo el celular, no puedo avisar dónde estoy. Pasando las horas, comienzo a sentir frío y deseo beber café caliente. El único sonido, aparte del de mi corazón, es el ruido de la lluvia sobre las carcomidas chapas de zinc del techo. En un rincón observo la silla de paja, donde la abuela se sentaba. Siempre vestida de negro, rezando de continuo. Las cuentas de su rosario se fueron desgastando entre sus dedos y la acompañaron hasta su fallecimiento.

“Me adormezco; ante mí, aparece el patio de la vivienda, barrido muy temprano por la abuela. Bajo los árboles hay mesas tendidas. En un llameante fuego hecho con leña, se calienta una olla negra, donde freirán las empanadas. Los niños, entre los que me encuentro, juegan, no muy ruidosos ni atrevidos, buscando tesoros, como botellitas, trozos de telas, piedras, en la basura acumulada entre las tunas.

“Las bebidas se refrescan dentro de un balde, que se envió al pozo de agua, de brocal descascarado. La carne espera, en una fiambrera de tejido y madera, colgada bajo el emparrado. Siempre algún chiquilín cruza el patio apresurado gritando: ¡traeme papel!. Alguien le responde: ¡tené cuidado de no caerte al pozo!. No sólo era ése el peligro del precario baño, ya que también las paredes se desmoronaban de antiguas. [...]

“Las imágenes que llegan a mí tienen tonalidades sepias con pinceladas de nostalgia. Sólo hay una nota de color: una planta de granada, cuyos frutos se partían para nuestro deleite, regalándonos sus granos rojos, crocantes y dulzones.

Voy tomando conciencia de dónde estoy; ya amanece, la luz aclara la habitación y mis pensamientos. Lágrimas y risas entremezcladas dejan un extraño gusto en mi boca y vuelvo a desear un café. Desperezándome, comienzo a pensar en el regreso. Dando una última mirada a mi alrededor resuelvo que volvería a vivir con gusto, aquí y en estas condiciones. No sé si mi familia, acostumbrada al confort de la tecnología, me acompañaría.

“No sería malo para ellos paladear el agua fresca y pura, recién sacada de un pozo; saborear la carne, sin haber sido previamente congelada. Comer una fruta, arrancada de la planta sin plaguicidas que cambian su sabor y aroma. Que, como sola compañía, tengan el canto de los grillos y de algún gallo amanecido. Que, en ese silencio tan singular, dialoguen, canten, rían, recuerden, oren, lean o simplemente mediten; sin la interrupción de un teléfono, el estridente sonido de la música o bombardeados por imágenes de televisión, con malas noticias y pésimos programas. Es decir, que vuelvan a las fuentes, a las raíces y se encuentren con ellos mismos....”.

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Luciérnagas de mi Otoño fue publicado el año pasado por la autora.