Técnicas para ponerse la malla

La malla es un adminículo jodido: uno se encuentra con ella de pronto, un día, después de bastante tiempo de no verla. Es como cuando se juntan dos viejos conocidos: ella, la malla, y yo -el usuario- somos los mismos, pero cambiamos. Yo, por ejemplo, estoy más grande y ella, más chica.

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

 

Con los calzoncillos o las medias, con las remeras, las camisas y los jeans, uno tiene una relación cotidiana, una adaptación, un paso a paso que nos permite reaccionar de inmediato y comprar otra prenda si la anterior se gastó o encogió “redepente”. Pero la malla es artera, ladina, del tipo baldosa floja. Te está esperando en el mismo cajón donde la confinaste inmisericorde y despreocupado en marzo o abril. Y ahora, fresquito de cuerpo, o más bien calentito, querés ponerte la misma malla en noviembre. Hermano: la gente y las cosas cambian.

La primera sensación es insultante, una sorpresa amarga, una bofetada: yo ahí no entro. Porque invitamos nomás a trepar a la malla por nuestras piernas, como hacemos habitualmente y ella sube más o menos fluidamente hasta los muslos y allí, en la cadera, comprendemos con dolor que no, no entra, no entra la maldita cretina.

Luego viene la etapa de rebelión y de venganza: queremos que entre, aun a riesgo de forzar la situación, de violentar la acción, de someter, sobremeter, súper meter o siquiera meter nuestras pompis (¿no soy una ternurita?) en ese pedazo de tela. Hay transa (dale, vieja, no seas estrecha, dejate poner), negociación (vos estirate un poquito y yo contengo la respiración), amenaza (si no entro, te quemo o te uso de trapo para lavar el auto), ruego (por favor, por favor, quiero ir a la pileta y no tengo tiempo de ir a comprar otra malla, sé buenita...) y otras lastimosas expresiones que reciben la misma respuesta impasible e inmodificable de esta malla de porquería.

Nos echamos de espalda sobre la cama y probamos suerte de esa manera, pues estamos quizás mejor preparados para empujar la malla cuerpo arriba.

Otra técnica, pero ya estamos perdiendo, es mojar la malla o mojar el cuerpo, con la ilusa idea de que ella se afloje y nosotros encojamos, es decir, el proceso contrario al que verificamos en el invierno, en que nuestro cuerpo se fue y la malla apretó su textura.

Está el digno intento de esconder la panza, cargar aire en la zona pectoral, quedar así, envaraditos, duros, hasta que la malla pase por fin y se ubique más o menos en el sector adecuado. Pero sucede que luego deberemos seguir sacando pecho, como si estuviéramos en un desfile, en la playa o en un gimnasio: no somos esa cosa inflada y artificial, ridícula en sí misma. El cuerpo real es más redondeado, más ab o sub dominal que pectoral...

Y después tenés las versiones sobre la misma línea o por debajo de la línea de flotación, estrategia vil que requiere un grado importante de resignación, de realismo, de coraje e incluso de ignorancia del sentido de vergüenza- que consiste en dejar que la malla llegue sólo hasta la ingle y quede allí sostenida por debajo de la busarda incipiente, excipiente, recipiente. Son esos tipos que andan por la vida con la malla que parece sostenida como por un milagro, una invisible cinta adhesiva en el límite mismo del pudor: por detrás, alcanza a visualizarse la quebrada de Humahuaca y por delante se presume el predelta, así de geográficos y expuestos quedamos, listos de paso para que toda la orografía quede al descubierto literalmente con una zambullida de mediano impacto.

La otra solución es dejar de renegar con esa malla maleva, y cambiar la tarde de pileta por otra de discreto recorrido en los negocios que venden mallas, para así adquirir una que se adecue a nuestro cuerpo y que no venga a decirnos con tonito altanero que estamos más gorditos que el año pasado. Más gordito estará tu hermano, el short de fútbol o tu prima, la bermuda. Y nos vamos, releo rápido y corrijo porque intuyo que tengo que hacer algunos ajustes.

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