Revolución sin armas

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“La adoración de los pastores”, de Juan Bautista Maino.

Walter Altare (*)

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Esa noche me dije, como tantos se dicen a sí mismos: ¿por qué justo a mí?, ¿por qué justo hoy?

En una Navidad de los ‘90, de las primeras de mi vida de casado, estábamos con gran parte de la familia celebrando en nuestra casa. Eran casi las dos de la mañana cuando al abrir la puerta de calle, la cerradura se trabó y no giró más. Minutos más tarde estaba llamando al primer cerrajero que intentara compadecerse, o aprovecharse, y atender una llamada ese día, a esa hora. Inesperadamente, luego de un par de intentos, recibí la respuesta que deseaba escuchar, ni una cosa ni la otra: “No hay problema, esta noche para mí es como cualquier otra, sólo que tendrás que venir a buscarme”.

En el trayecto a casa, mi nuevo amigo me dijo que no tenía con quién “pasarla”; había comido un sándwich como a las nueve de la noche y se fue a dormir para huir de la soledad y la tristeza, nada para festejar, mucho para olvidar...

Todos sabemos que esas cuestiones de la vida, una noche así no se callan en la mente con un budín, dos turrones y un champagne. La soledad y el dolor gritan más fuerte que los petardos y los sonidos graves de un auto con el baúl abierto.

El resentimiento emerge a flor de piel, porque todo el mundo festejará, reirá, comerá y regalará obsequios, mientras la realidad nos cachetea otra vez mostrándonos lo que nos ha tocado.

¿Qué tiene de buena una Nochebuena en una cama de hospital, en una celda de la cárcel o una casa de funerales? ¿Qué tiene de buena si entre tanta comida y regalos mamá y papá están a punto de separarse, o un hijo se fue de casa?

Esa noche no intenté filosofar, porque necesitaba reparar la cerradura. Pero no dije más por qué a mí, y me pregunté como tantas veces, que si Dios realmente quiere ser creíble ¿por qué hace tantas cosas como las hace? ¿Por qué los mensajes que deberían ser contundentes y multitudinarios parecen venir en forma sutil y sigilosa, como rayando lo imperceptible?

Una semilla en la tierra

Vayamos dos mil y algo de años para atrás:

Dios ha decidido establecer su reino rompiendo todas las reglas de marketing, mandando a su Hijo a nacer en un establo. A medianoche, los vecinos ni siquiera sospechan que a metros de ellos está sucediendo el fenómeno que marcará para siempre un antes y un después en la historia.

Aparece un coro de ángeles que se tornan visibles y audibles en un campo solitario en el que el público se reduce a unos pocos pastores de ovejas. ¿Por qué no en el mercado de Jerusalén en plena hora pico? Unos magos de Oriente parecen violar el pacto de silencio con el rey Herodes, pero luego de ver y adorar al Niño, regresan por otro camino.

¿Quién puede creer que se estableció un reino unos años más tarde, relatando historias y cuentos en las plazas, sanando milagrosamente y pidiendo que no se lo cuenten a nadie, enfrentándose a la tradición religiosa y al Imperio Romano sin tener más que doce socios incompetentes y ni siquiera dónde dormir de noche?

No hay otra conclusión que reconocer que el Reino de Dios es para todos aquellos que no necesitamos argumentos teológicos, porque nos sentimos doloridos, olvidados, culpables y quizás despreciados. Pero en el silencio del anonimato expuestos a lo que nos pasa, podemos encontrar la esperanza que transforma los corazones, aunque nadie a nuestro alrededor lo entienda.

Porque parte de la revolución es creer aunque no se comprenda.

Es para todos, pero no es popular, está al alcance de todos, pero llega de uno a uno. No está en los carteles, pero marca el alma para siempre.

Es una verdadera revolución, pero distinta a todas. No avanza con armas, pero avanza con un poder extraordinario.

No cabe duda de que Jesús, en el mejor de los sentidos, fue un revolucionario. Desde su nacimiento hasta en sus enseñanzas, en su muerte y resurrección.

¿Por qué sin armas? ¿Por qué sin maquinaria política y viviendo en una vulnerabilidad constante? Porque como dice Jesús una y otra vez, este reino no avanza con violencia, odio o venganza.

¡No!, es un reino que avanza lenta y calladamente, bajo la superficie, como la levadura dentro de la masa, como una semilla en la tierra.

Avanza a punta de fe. Cuando la gente cree que es verdadero, nota que es cierto.

También avanza mediante la reconciliación y el amor que perdona. Cada vez que alguien decida amar a un extraño o un enemigo, el Reino gana terreno.

En ese sentido, las revoluciones violentas no son revolucionarias. Los cambios estrepitosos de un régimen a otro son totalmente arbitrarios y vienen como resultado de despliegues de poder. En cambio, el mensaje de Jesús podría llamarse el más revolucionario de todos los tiempos. Porque va directo al alma, a llenar los vacíos, a perdonar las culpas, a suavizar las heridas para siempre.

¿Acaso no es eso lo que más anhelamos?

Por otro lado ¿qué tipo de revolución podría realmente cambiar el mundo? Tal vez la locura es seguir detrás de lo que hemos hecho y procurado alcanzar hasta ahora, pensando que después de todos estos milenios el odio se puede conquistar con odio, que la guerra es la solución a las guerras, que con orgullo se aplasta el orgullo, que la violencia pone fin a la violencia, que una venganza más acaba con todas las venganzas previas, y que la exclusión es la condición para la buena relación.

Navidad tiene un mensaje profundo, Dios hecho hombre, Dios con nosotros, a nuestro alcance. Para mí, para mi amigo cerrajero, para vos y para todos. Es tiempo de buscar a Dios y depositar en sus manos nuestra realidad desesperada. Navidad es dejarlo nacer en nuestro corazón.

Ese niño del pesebre se hizo grande, y treinta años después repitió una y otra vez: “El que tiene oídos para oír, oiga...”.

(*) Presidente del Consejo de Pastores Evangélicos de Santa Fe.