El monopolio de la fuerza

El concepto de represión integra uno de los temas relevantes de la teoría política y es uno de los dilemas más serios que se le presentan a los gobernantes democráticos. En términos ideales se sabe que hay Estado cuando existe monopolio legítimo de la violencia, pero no hay teorías que expliquen la oportunidad e intensidad con que esa violencia puede o debe aplicarse. Se sabe que la represión debe ser legítima, moderada y puntual, pero la traducción de esos objetivos pertenece al campo de la política, a las exigencias de la coyuntura y a la experiencia histórica.

La palabra represión no es agradable a los oídos, sobre todo en un país donde está asociada con excesos de todo tipo, sin embargo no hay ninguna sociedad medianamente organizada que renuncie a ella. En verdad, la represión no es deseable pero es necesaria, tanto que sin ella el Estado es impensable.

Como toda expresión del poder, la represión admite distintas miradas. Para algunos es el resultado de la voluntad de dominio de las clases explotadoras, la herramienta preferida de los déspotas. Para otros, un recurso necesario para asegurar la convivencia social, impedir la violencia anarquizada o proteger a la sociedad del ataque de enemigos individuales o colectivos. Un estado democrático debe preocuparse por disponer de sus instrumentos represivos sabiendo que en todas las circunstancias están controlados por la ley.

La represión no siempre está relacionada con la violencia física. Es más, hay modos que la superan en eficacia. Pero lo cierto es que no hay Estado ni hay orden social sin la disponibilidad de la violencia física.

En el caso que hoy nos ocupa, el tema adquiere singular actualidad porque el reclamo de seguridad es muy fuerte. La seguridad -se sabe- no se logra recurriendo exclusivamente a la represión, pero tampoco renunciando a ella. Este principio vale para la delincuencia común, pero también para los desórdenes públicos, sobre todo cuando éstos están promovidos por delincuentes. La la ley le pone límites al ejercicio represivo, pero también autoriza a ejercerlo. Encontrar ese equilibro entre lo permitido y lo necesario no es sencillo, de manera que bien podría decirse que el talento de un jefe de Estado reside en hallar ese punto equidistante entre la violencia arbitrara y la permisividad criminal.

En ese sentido, los anuncios de la flamante ministra de Seguridad, Nilda Garré, anunciando que la Policía Federal no intervendrá con armas en los conflictos sociales, no parece prudente, ya que si bien hay elementos para dudar de esa fuerza, difícilmente se pueda resolver el nivel de conflictividad social existente mediante el anuncio de que el Estado declina sin contrapartida una de sus facultades básicas.

Si bien la ministra luego corrigió sus dichos, no es aconsejable alardear sobre un tema espinoso mientras grupos de barrabravas y especuladores ocupan terrenos, desoyen órdenes judiciales y exhiben sus armas con absoluta impunidad.