¿Es la Argentina un país viable para un desarrollo equilibrado? (XI)

Los límites sociales de la propiedad privada

Alberto E. Cassano

Al hablar del Humanismo Integral de Maritain había afirmado tomando casi textualmente sus palabras que aportar al ejercicio de la personalidad el beneficio de la propiedad, no es una forma estatista ni comunista, sino una nueva forma de propiedad “societaria”. De modo que en la esfera de lo económico-productivo, se sustituya en tanto cuanto sea posible, la servidumbre y el asalariado, por la participación de la inteligencia del trabajador en la administración y la dirección de los emprendimientos bajo modalidades muy variadas y que no excluían cuando sean necesarias ciertas formas de “colectivización”. La posesión privada “comunitaria” humaniza el trabajo y contribuye al desarrollo de un patrimonio común.

Y vuelvo a preguntar como lo hice la última vez ¿Excluye esta afirmación del comunitarismo que defiendo como único camino progresivo y ordenado para erradicar la pobreza, la consideración de estar apartado del cristianismo?

Hay veces que se me presentan dudas. ¿Cuándo la Iglesia fundada por Cristo se empezó a apartar de los pobres? O tal vez mejor ¿Cuándo dejó de considerarlos sus preferidos? Porque eso está muy claro en los Evangelios. Retomaré para ello algunas reflexiones realizadas hace ya más de treinta años por Leonardo Boff.

En su opinión, el problema nace cuando se estructura la “institución” Iglesia que se fue constituyendo a partir del año 325 con el emperador Constantino y fue oficialmente instaurada en 392 cuando Teodosio, el Grande (muerto en 395) impuso el cristianismo como la única religión del Estado. La institución-Iglesia asumió ese poder con todos los títulos, honores y hábitos palaciegos en el estilo de vida de sus máximas jerarquías que, con honrosas excepciones, perduran hasta el día de hoy. Este poder adquirió, con el tiempo, formas cada vez más totalitarias y hasta tiránicas, especialmente a partir del Papa Gregorio VII que en 1075 se autoproclamó señor absoluto de la Iglesia y del mundo. Radicalizando su posición, Inocencio III (muerto en 1216) se presentó no sólo como sucesor de Pedro sino como representante directo de Cristo. Su sucesor, Inocencio IV (muerto en 1254), dio el último paso y se anunció como representante de Dios y por eso señor universal de la Tierra, y por lo tanto, podía distribuir porciones de ella a quien quisiera, como se hizo después con los reyes de España y Portugal en el siglo XVI. Sólo faltaba proclamar la infalibilidad papal, lo que ocurrió bajo Pío IX en 1870, para que se cerrase el círculo. Infalibilidad que modernamente se afirma que aplica a las cuestiones dogmáticas y que podría, aun en esos aspectos, en mi opinión, ser seriamente discutida.

Se podrán compartir o no las calificaciones que se dan a estos hechos, pero responden a situaciones históricas documentadas. El teólogo tan castigado por el actual Pontífice (y luego de algunos años, con mucha menos publicidad, sus “ideas” aceptadas y elogiadas por Juan Pablo II), continuaba más recientemente: “sospecho que ha llegado el momento crucial para ella (la Iglesia): o cambia valientemente, encuentra así su lugar en el mundo moderno y metaboliza el proceso acelerado de globalización -y ahí tendrá mucho que decir sobre los pobres-, o se condena a ser una secta occidental, cada vez más irrelevante y vaciada de fieles”. Y agregaba: “El Concilio Vaticano II (1965) trató de curar este desvío por medio de los conceptos de Pueblo de Dios, de Comunión y de Gobierno Colegial. Pero el intento fue abortado por Juan Pablo II y Benedicto XVI, que volvieron a insistir en el centralismo romano, agravando la crisis”.

Pero no es el único teólogo en llegar a estas conclusiones. Otros afirman, además, que el Vaticano debería transformarse en un gran museo y el Papa y las distintas jerarquías, vivir mucho más modestamente y más cerca de los pobres, propuesta a la que, con moderación, lógicamente adhiero. Por ese motivo, para saber si estoy muy desubicado, he buscado de nuevo auxilio en la Populorum Progressio a la que difundo con total adhesión.

Recordando -en esos momentos- el reciente Concilio Vaticano II Pablo VI cita textualmente: “Dios ha destinado la tierra, y todo lo que en ella se contiene, para uso de todos los hombres y de todos los pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos en forma justa, según la regla de la justicia, inseparable de la caridad”. “Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello están subordinados: no deben estorbar, antes al contrario, facilitar su realización, y es un deber social grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera”.

“Es decir, que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario”. En una palabra: “el derecho de propiedad no debe jamás ejercitarse con detrimento de la utilidad común, según la doctrina tradicional de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos”. Si se llegase al conflicto “entre los derechos privados adquiridos y las exigencias comunitarias primordiales”, toca a los poderes públicos procurar una solución, con la activa participación de las personas y de los grupos sociales. “El bien común exige, pues, algunas veces la expropiación si, por el hecho de su extensión, de su explotación deficiente o nula, de la miseria que de ello resulta a la población, del daño considerable producido a los intereses del país, algunas posesiones sirven de obstáculo a la prosperidad colectiva”.

“Pero, por desgracia, sobre estas nuevas condiciones de la sociedad, ha sido construido un sistema que considera el lucro como motor esencial del progreso económico, la concurrencia como ley suprema de la economía, la propiedad privada de los medios de producción como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes. Este es un liberalismo sin freno, que conduce a todas las formas de dictadura”.

De modo que no estoy inventando nada. Me limito a comentar y en esta circunstancia a difundir hasta casi textualmente, los principios cristianos consagrados y fundados en la caridad para con los pobres. Solamente lamento que después de esta Encíclica, quienes lo siguieron, no miran la justicia distributiva y la marginación de la misma manera. De allí mi autocalificación como socialista cristiano, sin agregarle ningún adjetivo adicional. A lo sumo, mi identificación como comunitarista “maritainiano” o si se quiere, más aún, con el muy claro y severo “Personalismo” de Emmanuel Mounier. (Concluirá en la próxima entrega)

“El derecho de propiedad no debe jamás ejercitarse con detrimento de la utilidad común, según la doctrina tradicional de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos”.