Preludio de tango

El mito del barrio

Manuel Adet

Foto: Archivo El Litoral

El barrio ha sido el espacio inspirador de las mejores y -tal vez de las peores- letras de tango. El barrio es un paisaje, un puñado de recuerdos, la nostalgia por un tiempo perdido, la verdad que se encuentra cuando ya es demasiado tarde. Es también una leyenda, un mito y un pedazo de historia.

La ciudad de Buenos Aires a principios de los años veinte se configura a través de los barrios que fueron desplazando al conventillo. En ese territorio que linda con el campo, con las orillas, conviven inmigrantes y criollos. Son los suburbios de la gran ciudad, el arrabal. Su geografía es modesta: casas bajas, veredas improvisadas, potreros, corralones. Las calles todavía son de tierra, los callejones aún guardan el recuerdo de las carretas y los arreos; el adoquinado llega despacio, junto con el farolito, el botón de la esquina y los primeros autos.

La luz del día descubre un barrio de carreros, peones y obreros, de muchachas trabajadoras -las célebres fabriqueras- de vendedores ambulantes, de mujeres sufridas que lavan la ropa en los piletones y de bandadas de purretes corriendo detrás de una pelota, en una travesura, o bañandose desnudos en un improvisado charco de agua. A la noche aparecen perfiles que se parecen a sombras: el compadrito, el romance bajo la luz de la luna, la barrera del ferrocarril, el candil que titila en alguna ventana, un entrevero entre guapos, la barra de la esquina. Nada cuesta imaginar que desde algún lugar llegan los acordes de algún fuelle o la música rezongona del organito y, por qué no, el silbido del tren que se pierde en la noche.

Cada una de estas escenas ha inspirado hermosas y perdurables letras de tango. Homero Manzi escribió “Sur” y “ Barrio de tango” y muy bien podría decirse que allí está presente la expresión poética más alta. Las dos primeras estrofas de “Barrio de tango” son antológicas, De “Sur” ya se ha escrito tanto que todo lo que se diga resulta innecesario. “El pescante” y “Mano blanca” son también dos calificados poemas al barrio escritos por Manzi e interpretados, por ejemplo, por Roberto Goyeneche y Angel Vargas.

Es que el barrio para el porteño ha sido siempre un caso serio. Lo es hasta el día de hoy. No hace mucho, tomando una cerveza en un cafetín de Saavedra, escuchaba a dos mozos conversar con un parroquiano sobre historias de la ciudad y a cada momento era inevitable la referencia al barrio. Más que inevitable, era la carta de presentación. Es que para el porteño el barrio es equivalente al pueblo o a la ciudad del provinciano. El porteño es porteño con relación al provinciano, pero entre ellos la identidad la da el barrio. No se es de Buenos Aires en general; se es de Parque Patricios, de Belgrano, de Flores, de Caballito, de Lugano o de Mataderos . Cada uno de esos territorios posee una historia, una tradición. El barrio es la patria chica con sus héroes y sus mártires, con sus felicidades y sus penas. El barrio son los amigos, la primera novia, la revelación de una esperanza y el testigo de una desilusión.

Cada barrio porteño tiene un tango que lo recuerda. “Almagro”, “Caserón de tejas”, “Bajo Belgrano”, “San José de Flores”, “Soy de Parque Patricios”. Los grandes poetas del tango se han inspirado en él. Francisco García Jiménez escribió “Barrio pobre” y “Bajo Belgrano”; Enrique Cadícamo, “Tres esquinas” y “Luna de arrabal”; Mario Batistella, “Melodía de arrabal”; Homero Expósito, “Farol”; Luis Rubistein, “Carnaval de mi barrio”, Iván Diez, “Almagro; Alfredo Lepera, “Arrabal amargo”; Carlos Lenzi, “Adiós arrabal”, José María Contursi, “Bajo un cielo de estrellas”; su padre, Pascual Contursi, “Ventanita de arrabal”; Enrique Gaudino, “San José de Flores”; Francisco Gorrindo, “Las cuarenta”; Cátulo Castillo, “Caserón de tejas”, su padre, José González Castillo, “Silbando”.

La lista pude extenderse hasta el cansancio. Al homenaje al barrio se le suman desde los poetas lunfardos con Dante Lingera y Carlos de la Púa hasta la poesía elaborada de Raúl González Tuñón y Jorge Luis Borges. En todos los casos, el barrio como espacio inspirador es inevitable. ¿Poesía de Buenos Aires? Es posible, pero también es posible pensarla como poesía de la ciudad, de toda ciudad. La descripción de la vida cotidiana de un barrio popular, llámese Pompeya, Barracas, San Telmo, no difiere demasiado de la de cualquier barrio popular de Rosario o Santa Fe. Se dice que el tango es un producto de Buenos Aires, pero muy bien podría decirse que es un producto del Río de la Plata y también un producto del mundo urbano y de las ciudades con sus puertos, motivo por el cual un santafesino amante del tango no es un personaje excéntrico o pintoresco, sino alguien que se expresa a través de sus circunstancias, como le gustaba decir a don Ortega y Gasset.

El relato mítico del barrio es previsible y en algún punto conservador. El barrio, decía, es el paisaje, pero es la nostalgia por ese paisaje y sobre todo, la nostalgia por un tiempo que se fue. El personaje del tango evoca al barrio como algo que pertenece a su pasado, a su juventud, a una época en la que fue feliz sin saberlo. Ese personaje, hombre o mujer, es alguien mayor, alguien que ha vivido, que ha consumido sus años y ha adquirido una cierta sabiduría o una cierta desesperación. Por eso las letras de los tangos cuentan historias de personas mayores y a esas historias sólo las pueden entender quienes hace rato han dejado de ser jóvenes. Anacrónico, decadente o resentido, el tango es también sensible, poético y bello, capaz de expresar con palabras precisas los sentimientos más nobles o narrar las historias más duras y más tiernas sin perder su identidad.

Demasiadas letras de tango hablan del retorno al barrio. Troilo confiesa que nunca se fue, que siempre está volviendo. El hombre que regresa al lugar donde alguna vez fue puro y santo. O la mujer. La misma que en algún momento fue buena, ingenua y que, dominada por sus fantasías o por las promesas de un gigoló, dejó al barrio, que es decir la madre y las cosas simples de la vida, para ir a probar suerte al centro, el inevitable ámbito de la caída, del pecado.

El hombre regresa al barrio derrotado y vencido, soportando sobre sus espaldas un profundo y definitivo cansancio. Busca la infancia y por supuesto a la madre. No hay barrio sin santa viejecita y no hay tango que no se haya arruinado en ese charco de sentimentalismo. Como en “Las cuarenta” o como en “La casita de mis viejos”, el hombre ha sido derrotado por un mundo implacable. Pero ello no es nada comparado con la sanción moral que recibe la mujer, llámese “Estrella”, “Chirusa,”, “Milonguita” o “Margot”. Los reproches son siempre los mismos: debería haberse quedado en su casa, con su padre, cuidando a sus hermanitos, ayudando a la madre y casándose con “aquel muchacho bueno, tan pálido y tan triste” de la otra cuadra. ¿Por qué no lo hizo? Por pecadora, por tonta o por mala.

Lo que las letras nunca se preguntan es por qué todos los personajes del tango se van del barrio, lo abandonan. La respuesta a este interrogante es histórica, sociológica e incluso política, pero la poesía no tiene la obligación de hacerse cargo de esos saberes. Poco importa confirmar que en el barrio hay miseria, atraso, ignorancia; que quedarse es fracasar. O que en el centro, por el contrario, están las luces, el progreso, la oportunidad de una vida mejor. No, no están equivocados los personajes del tango cuando deciden dejar el barrio. Tampoco se equivocan cuando admiten que la vida lejos del barrio es dura, impiadosa y que el muchacho o la chica muchas veces carecen de recursos para desenvolverse en esa jungla que es la ciudad.

De todos modos, y dejando de lado los aspectos conservadores, sensibleros y cursis de algunas letras, lo que se impone con su serena belleza, su dulce nostalgia y su quejumbrosa sabiduría, son aquellos poemas que le arrancan fragmentos de belleza a la corteza dura y áspera del barrio.

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