No hay despedidas, Gitano

Sandro sigue cantando. El pasado 4 de enero se cumplió el primer aniversario de su muerte. Aunque muerte es una palabra muy oscura para alguien que de mil modos seguirá encendiendo tantas llamas. La muerte no se lleva sus 53 discos. Ni las películas que sus fanáticas miran una y otra vez. Ni sus recitales que destilaban sensualidad y convocaban a mujeres que no envejecían admirándolo. La crónica inédita que publica Nosotros en esta edición sobre el día de su velorio también habla de todo eso que la muerte no se llevará nunca.

TEXTO. ÁNGELES ALEMANDI. FOTOS. EL LITORAL.

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Rosa estaba mirando la tele cuando escuchó la noticia. Murió Sandro. Eran casi las nueve de la noche. El marido no le creyó cuando ella le dijo: me voy. Hasta que la vio lista para salir, con los lentes en la mano y las sandalias puestas. Tuvo que sacar el auto para llevarla hasta el Congreso de la Nación, donde sería el velatorio.

Una cadena gruesa se metía bajo la remera celeste y seguro escondía la medalla de alguna virgen milagrosa. Con sus 78 años pasó la noche del 4 de enero de 2010 en la vereda de la ex confitería El Molino. A la espera del Gitano.

A las ocho de la mañana del martes, ahí estaba: sexta en la fila. No tenía cara de cansada y no le preocupaba el calor que ya se sufría. Lo único que lamentaba era no haber traído la copa que tenía en la casa. Ésa con la que brindaron las fans durante el recital de los 30 años. Es que todas las chicas andaban mostrando sus recuerdos y ella, en el apuro, no había llevado nada.

Pero tenía su anécdota para contar. Si algo nunca olvidaría era la vez que en un show se paró para gritarle: “cantame Rosa” y quedó enganchada de un clavo de la butaca.

Avenida Rivadavia, frente al Congreso, estuvo cortada ese día. Había vallas que cerraban el paso. Una tenía escrito con aerosol rojo la palabra ASESINOS. Y desencajaba. Porque todos los carteles decían cosas lindas para el Ídolo, el Único, el Potro. Si se escapó una mala palabra fue porque un colado se la ganó.

La cola aún no superaba la cuadra y media. Con los que se querían despedir llegaban también los vendedores ambulantes dispuestos a repetir por horas que las dos rosas salían $5.

José, de 44, estaba desde las seis de la mañana. Los ojos hinchados, rojos, contrastaban con su remera amarilla furiosa. En su casa de Lugano convirtió una habitación en un pequeño museo para ese hombre que no era su cantante favorito sino “el más grande de todos”. Estaba con su mamá Isabel, de 81 años. Una mujer que lloraba tanto que no se le entendía lo que decía.

Un poco más atrás Darío mostraba su “reliquia”: una foto con Sandro del año 84 que ocupa la mejor esquina del aparador de su living. Fue tomada en un barcito donde él era mozo, por calle Boedo. Darío tiene casi el doble de edad ahora, pasó los 60. Trabaja de encargado en un hotel familiar:

- Hoy me tomé el día, no le avisé al Trompa, pero si me llama le voy a decir que estoy haciendo trámites.

* * *

La radio anunciaba que la sensación térmica llegaba a los 40º. Eran las dos de la tarde y la cola se había vuelto una viborita que hacía zig zag entre las calles. Promotoras de Aysa regalaban vasos de agua fría y el bombón helado se vendía bien. Pero no había abanicos, ni paraguas, ni gorros hechos con papel de diario que frenaran el sol. Las flores se marchitaban. Las nonas se desmayaban.

Bajo un árbol una mujer ofrecía las remeras de Sandro por $20. Imprimió dos docenas esa mañana con la cara del Hombre de la Rosa y el paréntesis 1945-2010. Buen negocio: estaba por encargar gorros para vender a la tarde.

Contra las rejas del Congreso, en la sombra, Olga -56 años- lloraba y apretaba una foto. Sandro estaba de negro, con una mano metida en el bolsillo y con la otra la abrazaba. Ella le daba un beso en la mejilla. Eso fue un 19 de agosto, para un cumpleaños, en su casa de Banfield. Lo seguía desde los 15, cuando era Sandro y Los del Fuego.

- Yo me lo compré por el estómago, porque siempre le llevaba de regalo un matambre casero. Las últimas veces él me decía: “Petisa, hacémelo sin sal”.

Alguien que pasaba por la esquina de Rivadavia y avenida Entre Ríos rezongaba: “esto es morbo”. Más allá cinco mujeres charlaban alegres. Paola, de 32 años, acompañaba a su mamá. Cristina de Quilmes, portera de una escuela, agradecía que esos días estuviera de vacaciones. Y Ana de Villa Bosch juraba que el marido pensaba que ella estaba en el hospital:

- Yo tendría que haber ido a hacerme kinesiología en el codo porque estoy quebrada, pero me vine para acá.

En esa ronda preferían recordarlo sin lágrimas, cantaban: “No quiero que me lloren cuando me vaya a la eternidad, quiero que me recuerden como a la misma felicidad”.

* * *

Para las seis de la tarde el paisaje no había cambiado mucho, salvo por las nubes. La cola crecía y se perdía por Callao. Se veían hombres de trajes y mujeres que recién salían de trabajar, embarazadas, madres con cochecitos y un poco más de jóvenes que antes. Se calculaba que ya habían pasado veinte mil personas a darle su adiós.

Patricia, de 50, se encolumnaba junto a sus dos hijas, pasadas las 18.30. Nada, no les compró nada a los vendedores. Qué llaveritos, ni almanaques, ni fotitos. No se podía hacer negocio con eso. Lo que sí quería comprar era un pucho.

- El último, para fumármelo con él.

Romina, la hija mayor, le dio el gusto. Tenía la esperanza de que en verdad fuese el último. Los Le Mans llegaron y por esas cosas de la vida, el encendedor estaba sin carga.

- Será el destino...- le dijo alguien de la cola.

De chica no se interesó por Sandro sino que se enamoró de grande, cuando la hizo sentir “una señora”. Contó anécdotas de su amor. De que iba a la peluquería antes de cada recital. Y que su canción preferida era Señor Cochero. Las tres cuadras que caminó hasta entrar a la sala donde lo velaban habló de eso: del pasado. Su hija, que llevaba en una bolsa la tela para su vestido de novia recién comprada en Once, la trajo de nuevo al presente. Le recordó que le tenía que hacer los souvenirs para la fiesta.

Menos de media hora y metieron un pie en el Congreso. Adentro un diminuto árbol de navidad brillaba. Por unas escaleras subieron al primer piso. Y siguieron por un pasillo hasta el Salón de los Pasos Perdidos. Hacía calor. El olor a humedad se mezclaba con el perfume de las flores.

A la entrada de la sala un hombre recibía los ramos y los dejaba en el suelo. La pila tenía dos metros de diámetro por uno de alto. El silencio habría sido total si los tipos de seguridad no hubiesen gritado tan obstinadamente: “Avancen, por favor”. No se podía frenar ni una milésima de segundo.

Sandro de América estaba en el centro, en un cajón que parecía recién lustrado, con coronas enormes que se veían de fondo y que en ese instante eran como un manchón en la pared. Patricia lo quería ver. Le buscaba los ojos, la sonrisa, ese movimiento en seco de la cabeza, el dedo que señalaba, la cadera que se quebraba. Sólo encontró su rostro pálido.

Lloraba y sus hijas también lloraban. Pero no había tiempo a nada porque el “avancen” resonaba, aturdía. La marcha siguió y otra vez el pasillo, las escaleras, más coronas y una urna donde dejarle mensajes de puño y letra a Roberto Sánchez.

Afuera la cola se reproducía siempre idéntica y con miles de historias distintas. Seguiría hasta el otro día a las dos de la tarde: la hora del entierro.

- Dame fuego se le escuchó decir a Patricia mientras se alejaba en busca del colectivo. Y una letra de una canción que sabía de memoria le hizo soltar, como mueca, el principio de una sonrisa. Dame el fuego de tu amor.

roberto sánchez, sandro, o el gitano. de cualquier manera que lo nombren, un ídolo.

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miles de admiradoras lloraron la muerte de su ídolo en aquella calurosa jornada del 4 de enero de 2010.

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sandro durante su actuación, en unión, a comienzos de los ‘80.