Año nuevo, vida nueva

Así como la fecha de las fiestas y el fin de año, y cierta compulsión social te llevan a efectuar balances; el comienzo de año se postula como una época propicia para hacer cambios en tu vida. Tu hombre nuevo ha nacido. Y es pior que el anterior...

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI.

Año nuevo, vida nueva

Yo me río -aun cuando los respeto y hasta los practico- de los cambios abruptos, aquellos que pretenden generar una persona totalmente distinta de la anterior, como si no se tratara del mismo material. Podrás hacer algo distinto con “eso” -y después de las jodas sucesivas de diciembre hay muchos que quedan reducidos a “eso”, una cosa amorfa, excedida física y espiritualmente, culposa además- pero no tan distinto al fin y al cabo. Pero supongamos que tenemos el impulso de cambiar. ¿Alguien se percató que el 1ero. de enero de cualquier año es el día más atípico de todos? ¿Cómo encarar una vida nueva cuando no hay nadie en la calle hasta las seis de la tarde, cuando el día ya se inclina? ¿A quién o sobre qué aplicar cambio alguno cuando todos están torrando, mal digiriendo las curdas de las jodas anteriores? Uno sale a cambiar el mundo, y el mundo no está, carajo.

O sea que nuestros supuestos cambios, nuestros anhelados proyectos, nuestro súbito vigor se asientan sobre bases irreales y en su idealismo constitutivo están los signos de su disolución. Porque las jornadas siguientes -en otros feriados, uno ve disminución de actividad pero no esa especie de bomba de neutrones del primer día del año que aniquila todo atisbo de vida por largas horas- tampoco tienen el tono general o normal del resto del año: gente de licencia, gente pachorrienta, gente obnubilada por el calor, oficinas que no atienden, teléfonos que suenan, ritmo cansino, lentitud extrema. Contra todo eso choca, alevosamente el primer día, y consistentemente los subsiguientes hasta lograr por fin menguar el entusiasmo inicial -un falso entusiasmo, una especie de eyaculación precoz, un montón de energía que dura muy poco- nuestro nonato espíritu de cambio.

Para mediados de enero todos esos condicionamientos externos, más nuestra propia idiosincrasia íntima -al fin de cuentas, no somos otros- han limado el agudo ataque revolucionario, la asonada contra nosotros mismos, han redondeado la fuerza de choque, han logrado mermar el combustible que nos eyectó, al pedo nomás, hacia adelante...

Y para cuando el año comienza de verdad formalmente, allá, en el lejanísimo marzo o abril, pues, somos de nuevo alegre y tontamente el mismo energúmeno que juramos sepultar con el primer día del año nuevo. Nosotros intentamos cambiar, pero no estaban dadas las condiciones.

Pequeña serie de acciones fallidas del nuevo año: arreglar y poner en condiciones la bici colgada inmisericordemente hace siete meses; anotarse en un gimnasio que abandonaremos enseguida ante la falta de aire acondicionado central y localizado -jodido querer ser más sano pero desmayarte arriba de la bicicleta fija o debajo de una miserable barra con pesitas de cinco kilos-; empezar a trotar -duración promedio de la experiencia: tres días, que es cuando te duele hasta para pestañear-; empezar un régimen estricto -te salva el porrón de un amigo o pariente que quiere como vos retomar una vida normal y digna-; escribir o leer un libro; arreglar algo en casa -la pintura del cielorraso no es compatible con enero- y así una larga lista, demasiada larga lista para nuestras pobres fuerzas dispersas por tanta adversidad junta.

Si a este panorama le sumás que vos mismo entrás de licencia en el laburo, pues, tenés la suma de los días irreales todos juntos justo cuando querés cambiar para siempre tus días reales, que no comienzan hasta marzo, mes en el que ya no tenés más ganas de cambiar nada, como se dijo. Es como la madurez o vejez: vos tenés cierto bienestar económico, una cupé descapotable y una pareja cuarenta años más joven cuando ya no tenés ni edad ni espíritu para disfrutarlas. Y viceversa: cuando sos joven tenés ganas, fuerza, empuje e ideas pero no posibilidades concretas de llevarlas a la práctica. Así, en esa oscilación nos perdemos en el primero y los demás días de enero, una falsa relación entre lo que somos y lo que queremos ser, entre lo que queremos y lo que podemos cambiar.

Cuando ese impulso inicial de cambio abrupto pasa, volvemos a ser más o menos los mismos, con suerte con ínfimos retoques espirituales o físicos que deben convivir y amoldarse a los viejos. Y acá estamos. Hace calor, el único aire acondicionado de la casa concentra todos los colchones, la compu y el televisor. Y lo único que te animás a cambiar son los canales de la tele. Pero hasta el control te manotean. No digan que no lo intenté...