La vuelta al mundo

La ultraderecha yanqui

a.jpg

Manifestación. Centenares de seguidores del Partido Republicano participan de un acto contra la reforma del sistema sanitario convocado por el grupo ultraconservador Tea Party Patriots. Foto: EFE

Rogelio Alaniz

En Estados Unidos pareciera que los crímenes políticos son cometidos por personajes solitarios, psicópatas o desequilibrados mentales que un buen día deciden tomar una pistola o un rifle para salir a matar. Esta costumbre de atribuir invariablemente al tarado de turno las grandes masacres pudo haber nacido en 1865 cuando un actor de teatro fracasado asesinó a Abraham Lincoln o, cien años después, cuando el señor Lee Harvey Oswald resolvió de buenas a primeras matar al presidente John Kennedy.

La muerte de Martin Luther King, Robert Kennedy y el líder negro Malcom X, también fueron faenas atribuidas a loquitos solitarios. Los testimonios presentados para probar lo contrario no prosperaron y duermen el sueño de los justos en el armario de algún juzgado. En todos estos casos, las sospechas de que detrás de los asesinos materiales hubo autores intelectuales vinculados con el poder, fueron más que evidentes. Reconocidos periodistas, políticos e intelectuales saben que en todas estas muertes la extrema derecha religiosa o económica tuvo algo que ver.

El célebre “Informe Warren” explicó sin inmutarse que el crimen de Dallas, en noviembre de 1963, fue obra exclusiva de Oswald y descartó expresamente cualquier vínculo con grupos políticos o económicos. Desde 1963 en adelante la imagen del loco trepado a algún edificio público y disparando contra la gente se transformó en un clásico de la vida norteamericana. La guerra de Vietnam -en las décadas del sesenta y setenta- contribuyó a abonar la teoría del “loco de la guerra” que, desequilibrado por los horrores vividos en la selva y la posterior excusión social, decide de buenas a primeras salir a matar gente.

Para ser justos a la hora de las evaluaciones, se impone aceptar que el asesino solitario existe, pero también existe la organización criminal que planifica el operativo con absoluta impunidad. La Justicia ha logrado en la mayoría de los casos dar con el asesino solitario. Pero en los casos donde es evidente que intervino una organización, no sólo no se ha logrado descubrirla sino que la conclusión burocrática es que nunca existió.

Tan interesante como indagar acerca de las responsabilidades reales de los asesinos, es preguntarse sobre el clima ideológico y cultural que hace posible que los Estados Unidos sea el territorio donde el magnicidio y el terrorismo marchan de la mano. Al respecto, lo que hay que decir es que, incluso en los operativos criminales más solitarios, lo que aparece como constante es la ideología de la extrema derecha norteamericana en cualquiera de sus variantes.

La horrible masacre perpetrada en Oklahoma en 1995 -68 muertos en una sentada- fue cometida por Timothy Mc Veigh, un psicópata, es verdad, pero un psicópata comprometido con la extrema derecha y devoto de Hitler. En episodios ocurridos en Columbine High School en 1999 y en la Universidad de Virginia en 2007, si bien no pudo establecerse una responsabilidad política manifiesta, los autores de los disparos se distinguían por su afición a las armas y sus simpatías por las soluciones violentas.

En los Estados Unidos no existe, desde hace décadas, la violencia de izquierda o de ultra izquierda. Los manifestaciones más avanzadas ocurrieron en los 60 y estaban relacionadas con las libertades civiles y la paz. Hasta el día de hoy, marxistas de las más diversas procedencias se preguntan por qué en el Imperio la izquierda nunca ha gravitado. Las respuestas a este interrogante son diversas, pero en general se admite no sólo que la izquierda siempre ha sido débil, sino que también lo será en el futuro.

En EE.UU. la ultraizquierda no existe, pero sí la ultraderecha. El Ku Klux Klan es una antigualla, pero sus ideas, obsesiones y furias no han desaparecido, se han encarnado en otros formatos un poco más modernos pero no menos eficaces. En “la América profunda”, como se dice habitualmente, sobreviven las versiones más extremas del racismo y el fanatismo religioso.

Para los observadores es una paradoja que la Nación más moderna, expansiva y orgullosa de su calidad de vida y sus tradiciones republicanas, sea al mismo tiempo la más religiosa. En su momento, este dato le llamó la atención a personajes tan diferentes como Tocqueville, Sarmiento, Groussac y Jean-Paul Sartre.

La reciente masacre de Tucson, llevada a cabo por un pibe de 22 años llamado Jared Lee Loughner, se inscribe en ese contexto de violencia promocionada desde hace años por la extrema derecha yanqui y alentada en los últimos tiempos por el célebre Tea Party. Según se pudo averiguar, el asesino planificó su operativo en soledad. Pero aceptando incluso esa hipótesis, no deja de llamar la atención que el hecho haya ocurrido en el Estado de Arizona donde la violencia política está a la orden del día debido a las leyes contra los inmigrantes promovidas por la gobernadora republicana Jan Brewer.

La legisladora demócrata, Gabrielle Giffords, es precisamente una de las dirigentes políticas que con más entusiasmo milita en contra de las leyes que restringen la inmigración y a favor de las resistidas reformas que en materia de salud promueve el presidente Obama. Hoy Giffordss está luchando por salvar su vida de los disparos, un pequeño privilegio si se quiere, mientras que el juez federal John Roll murió en el acto, lo mismo que la niña de nueve años, Christina Taylor Green, nacida -vaya casualidad- el mismo día en que los fanáticos asesinos de Al Qaeda se lanzaban contra las Torres Gemelas.

A Gabrielle Giffords la hirió de gravedad un desequilibrado, pero ese desequilibrado fue estimulado de manera si se quiere inconciente por todo el clima de violencia verbal que el Tea Party se preocupó de crear en los últimos meses. Al respecto, no deja de ser una inquietante casualidad que la página web electoral de la principal dirigente de esta organización, Sarah Palin, haya ubicado a los dirigentes demócratas en la mirilla de un fusil. Tal vez tampoco sea casual que los afiches electorales de muchos candidatos del Tea Party hayan insistido con la imagen del militar o el civil armado con un fusil. Palabras como “tiranía”, “negro musulmán”, “ comunista”, pertenecen al arsenal retórico habitual de esta derecha extrema que ya se ha transformado en un verdadero dolor de cabeza para los principales dirigentes republicanos.

Esta extrema derecha no sólo atiza el racismo y el fanatismo religioso, insulta y agravia al presidente tratándolo con los términos más injuriosos y ofensivos, y además promueve que la población se arme. Recuperando leyendas y mitos del Lejano Oeste, esta derecha estima que el hombre libre, el americano auténtico es el que va armado, decidido a hacer justicia por sus propias manos.

Las más extravagantes teorizaciones se han urdido para justificar estos desvaríos. Pero lo interesante, o lo preocupante, es que los promotores no se han conformado sólo con decir bonitas palabras sobre el pasado heroico de los cowboys que mataban sin pestañear a indios, negros, mexicanos y homosexuales. En más de un caso han puesto manos a la obra y no sólo se han armado, también se han organizado para defender ese derecho. Sin ir más lejos, la “Organización del Rifle”, que Charlton Heston presidiera hasta el último día de su vida, no es la única institución de ese tipo que funciona en EE.UU., ni siquiera es la más numerosa.

Esta literatura a favor de las armas, y las facilidades legales que existen para que cualquier tarado disponga de su propio arsenal, explica también la causa profunda de episodios como los que ocurrieron en Tucson. Como en la vida suele ocurrir que nunca hay mal que por bien no venga, el sangriento operativo criminal de Lee Loughner ha dado lugar a una saludable reacción de dirigentes políticos e intelectuales contra de la violencia, el racismo y el fanatismo religioso.

El presidente del Partido Republicano, Michael Steele, no sólo condenó lo sucedido, además convocó a toda la clase dirigente a deponer los discursos agresivos, a no hacer demagogia con las consignas y a mejorar el diálogo político. A juzgar por las reacciones, puede decirse que algo han aprendido los políticos, incluso los de derecha. El clima crítico contra la ultraderecha está tan extendido en estos días que la mismísima Sarah Palin se vio obligada a enviar un telegrama de condolencia a las familias de los muertos y a retirar de su página de Internet el célebre mapa donde los principales dirigentes de la oposición estaban apuntados por la mira de un rifle.