Crónica política

Los intríngulis del Frente Progresista

Rogelio Alaniz

Por ahora son Mario Barletta, Luis Cáceres, Antonio Bonfatti y Rubén Giustiniani. Dos son radicales y dos son socialistas. En el caso del radicalismo, el candidato fuerte es Barletta. Cáceres tiene historia, militancia, pero sus estrategias electorales de los últimos años nunca han superado el dos por ciento de los votos y no hay razones para suponer que la actual estrategia modifique ese destino. Es una lástima por él y una lástima por su propia historia, pero la política suele tener estas inclemencias, sobre todo cuando sus protagonistas se empecinan en sus errores y no advierten los cambios, o sencillamente se obstinan en no cambiar.

Por su parte, Mario Barletta cuenta con el respaldo mayoritario de la UCR y, seguramente, con el apoyo de los candidatos nacionales, es decir, Alfonsín, Sanz, Cobos y probablemente Elisa Carrió. Su principal capital político es su capacidad de gestión tanto en el ámbito universitario como en el de la ciudad. Como todo político, y como todo hombre, posee virtudes y defectos, pero básicamente yo diría que tiene el don del ejercicio severo y prudente de la autoridad, virtud indispensable para todo hombre de Estado. Barletta sabe gestionar y sabe rodearse de colaboradores que cumplen con sus objetivos. No es un radical de la guardia vieja, pero acompaña proyectos radicales desde hace más de de veinticinco años.

No toda la UCR está con él. Por ejemplo, los intendentes de San Justo y Santo Tomé han expresado sus disidencias. En el caso de Santo Tomé, no se sabe bien si esa disidencia es un guiño cómplice a Rossi, Bonfatti o Sabatella. Yo no lo sé, pero creo que Oliver tampoco lo sabe, aunque por lo pronto cargos importantes de ese gobierno están en manos de peronistas para congoja de Piaggio, que siempre creyó que quien le había ganado la elección era un radical.

El caso de Jorge Henn merece una particular reflexión. Se trata de un militante radical honesto, inteligente y una de las expresiones de la renovación política de los últimos años. Los complicados, y a veces despiadados laberintos del poder no lo han tratado como se merece, pero sus méritos personales y políticos están fuera de discusión.

En el universo abigarrado del socialismo, las tensiones internas son más ásperas que en el radicalismo. La diferencia reside tal vez en que en la UCR existe una tradición centenaria de internas, mientras que en el socialismo estos ejercicios nunca se han terminado de legitimar.

El Partido Socialista es una organización política de probada fe democrática que ha realizado contribuciones significativas a la práctica de un socialismo reformista en la Argentina. El aporte político más interesante de Estévez Boero y Ernesto Haimovich fue elaborar una estrategia política superadora de los vicios secesionistas de la vieja guardia y de las alienaciones ideológicas de la izquierda leninista. Ese fue su mérito y tal vez su límite.

Se sabe que las correcciones políticas equilibran por un lado y desequilibran por el otro. El socialismo ha realizado valiosísimos aportes para la construcción de una fuerza capaz de actuar eficazmente en la democracia, pero el precio a pagar ha sido una marcada tendencia a la visión administrativista de la política, la subestimación de las construcciones teóricas y la ausencia de horizontes estratégicos mas explícitos que consignas al estilo de “Hay que vestir a la Argentina de azul y blanco”.

Pero en esta coyuntura, lo que las internas socialistas vienen a poner en evidencia son los límites orgánicos de una fuerza que por necesidades históricas modeló un tipo de partido cerrado. Hay razones que justifican esta aparente contradicción de un partido democrático hacia fuera y vertical hacia adentro. En la historia nacional, los partidos socialistas han tenido una tendencia, podría decirse que enfermiza, hacia el fraccionamiento. La paradoja es que el partido que más ha hecho para desprenderse de los vicios ideológicos de la vieja izquierda no haya superado uno de sus más fuertes condicionamientos, que es el de la organización interna centralizada. En este campo, las tradiciones de la izquierda han sido lamentables. El concepto de centralismo democrático ha hecho estragos en la vida interna de estos partidos.

La concepción leninista de partido revolucionario, con todas sus taras, se justificaba en el marco ideológico de partidos que pretendían tomar el poder para hacer la revolución social. A ello se sumaba la pretensión ideológica y mesiánica del jefe revolucionario o el “aparato”, que suponía que la verdad revelada estaba en ellos, motivo por el cual toda disidencia era una debilidad cuando no una traición.

Sobre el centralismo democrático se ha escrito y hablado mucho, a favor y en contra. No pretendo en este artículo decir nada nuevo al respecto, salvo que sólo podía llegar a justificarse en organizaciones revolucionarias preparadas para la toma del poder tal como lo sostenían Lenín, Trotsky o Mao. Ahora bien, ¿Qué tiene que ver ese centralismo democrático con un partido socialdemócrata plenamente integrado al sistema? Nada. El centralismo democrático, en estos casos, es una estrategia disciplinaria interna más que una necesidad impuesta por una revolución que ha sido borrada como objetivo histórico.

Es verdad que las cuestiones internas del Partido Socialista les competen a sus afiliados, pero en las sociedades abiertas, donde los candidatos y partidos se presentan a la consideración de la ciudadanía, las cuestiones internas no son un secreto de alcoba. Los partidos tienen dirigentes y seguidores, pero no tienen dueños.

Por otro lado, la falta de hábitos de democracia interna tiende a que la menor disidencia resquebraje la estructura partidaria. ¿Es esto lo que está pasando en el Partido Socialista? No lo sé bien, pero a juzgar por las declaraciones de sus dirigentes es probable que así sea. En principio, las diferencias entre lo que se conoce como “La familia” -liderada por Giustiniani- y el sector binnerista, no son nuevas ni secretas.

Es verdad que hasta el momento se han expresado con discreción, aunque a ningún observador se le escapó que el gabinete de Binner se integró exclusivamente con dirigentes de su corriente interna. Ignoro las razones de esa exclusión, pero el más elemental manual de democracia partidaria enseña que el sector interno que gana integra al que pierde. Cuando ello no ocurre, los resentimientos crecen, los pases de facturas son cada vez más abultados y el clima de convivencia interna corre el riesgo de convertirse en irrespirable.

De todos modos, lo hecho, hecho está. El socialismo, hasta la fecha, va con dos candidatos: Giustiniani y Bonfatti. Los conozco a los dos y me parecen dirigentes que están a la altura de sus pretensiones. Giustiniani es un militante de toda la vida, fogueado en las refriegas universitarias y con un desempeño parlamentario ejemplar. A Bonfatti lo conozco menos, pero quienes lo tratan ponderan su capacidad de trabajo. Su candidatura, propiciada por Binner, no sorprendió a nadie, porque es su mano derecha, y muchas veces su mano izquierda. No sorprendió a nadie, pero a quienes no conocen a Binner les llamó la atención que se comprometiera con tanta pasión por su candidato. Pues bien, ahora lo conocen.

Digamos que con los matices del caso, incluso con las complicaciones del caso, el Frente Progresista le ofrece a la ciudadanía una lista de candidatos ejemplares. Con ellos se podrán tener diferencias, mayor o menor simpatía, pero no se puede discutir su decencia y su compromiso público. No son advenedizos, improvisados ni, mucho menos, aventureros o corruptos. Todos han dedicado sus vidas a la política con una clara vocación de servicio.

La disputa interna es importante porque es probable -no seguro- que el ganador de la interna sea el gobernador de la provincia. Para que ello ocurra es necesario que las internas abiertas sean un impecable ejercicio de democracia. Lo decisivo, en todos los casos, es que finalizados los comicios, el ganador sea proclamado y los perdedores se sumen a trabajar con él.

Una anécdota ayuda a entender este concepto. En las elecciones provinciales de 1935 en Córdoba, el candidato radical Amadeo Sabattini derrotó en una elección interna a su rival Garzón Agulla. Fue una interna de hacha y tiza porque las diferencias eran muy marcadas. Sin embargo, cuando se terminó de votar y Sabattini fue proclamado candidato, Garzón Agulla dijo una frase que debería estar inscripta en las puertas de todos los locales partidarios: “Nada podrá dividirnos, mucho menos el voto de los afiliados”.

Los intríngulis del Frente Progresista

Las cartas están echadas.