Entrevista a Norah Borges

La mujer de la granadina

2.jpg

“Concierto (Homenaje a Bach)”, de Norah Borges.

 

Azares conversados o conversAcciones les llama su propulsor, Rodolfo Braceli. Se trata de entrevistas y acercamientos a artistas (sobre todo escritores) que desmienten al Proust (¡justamente él!) que despotricaba contra el biografismo preconizado por Sainte-Beuve, o al Faulkner que juzgaba superfluo que el lector averiguara pormenores de la vida de un escritor. “Escritores descalzos” se ocupa, entre otros, de las palabras “desnudas” que el inefable Braceli logra arrebatarle a Gabriel García Márquez, Woody Allen, Ray Bradbury o Norah y Jorge Luis Borges, entre otros. Transcribimos aquí algunos fragmentos de uno de los dos encuentros que el autor concierta con Norah Borges poco antes de su muerte, acaecida en 1998.

Por Rodolfo Braceli

—A usted le gusta tener parientes.

—Cada vez que alguien nace yo digo: ¡alguien más para adorar!

—Borges, su hermano, alguna vez me dijo que aborrecía los espejos y los hijos porque multiplicaban el absurdo.

—Ah, Georgie... Georgie... él decía esas cosas sin querer...

—Cuentan que durante un viaje en avión, ante un chico que no paraba de chillar, invocó a Herodes...

—Yo le decía que no dijera esas cosas. Georgie simulaba ser malo... ¿A usted le duele algo?

—Si fuera Sábato le diría que me duele el país.

—Aparte de la patria de nuestra dulce bandera, a usted le está doliendo algo.

—El tobillo, un poco... Recién pisé mal en una zanja en la vereda, ésas del gas.

—¿Usted cree eso? Yo siempre que veo hombres abriendo zanjas en las calles pienso que es para buscar un tesoro oculto.

—Usted es tan imaginativa como su hermano. Cuénteme un poco: ¿cómo fue la niñez de ustedes dos?

—Fue aquí en Palermo, en la calle Serrano y fue en Adrogué y fue en un hotel que se llamaba Las Delicias... casonas viejas, zaguanes, aljibes... Después viajamos a Ginebra y allí ingresé a la escuela de Bellas Artes. Me agregaron edad porque tenía que tener 16... Georgie estaba en otra facultad, muchas veces iba en bicicleta a Francia, allí le enseñaban lo que a él le gustaba; tenía que atravesar un puente o la frontera...

—¡¿Borges en bicicleta?!

—En bicicleta ¡y él apenas veía! Ya tenía problemas Georgie con la vista, los tenía desde que nació, pero para no entristecer a mi madre él no se lo decía... Entonces, madre lo dejaba ir en bicicleta... Aquellos años estuvimos en Lugano, en París, en Mallorca, allí conocí a mi esposo, Guillermo de Torre... Con Georgie extrañábamos una palmera de mi patria, altísima, en la calle Serrano.

—Dicen que a usted le gustaba trepar a los árboles y a su hermano no.

—Sí, yo subía a los árboles, él me seguía un poco nada más; él me decía: “Cuidado, Noringa”. Yo le decía: “no tengas miedo, Georgino, si falta mucho para el cielo”. Ah, el cielo, allí están los que no están. Siempre rezo por ellos y trato de no olvidarme de nadie para que no se incomode...

5.jpg

Norah Borges.

—¿Se nota que el cielo le atrae?

—El cielo tiene colores suaves y no hay ruidos ni autobuses como aquí... Usted me está mirando los zapatos. Le aviso que me los puso Lidia para recibirlos a ustedes... Ella me cuida, me pone zapatos con taquito mediano aunque yo soy muy alta, tan alta como mi hermano, y no los necesito... Usted... usted...

—¿Qué me está queriendo decir?

—Que usted tiene una nariz grande. A mí me gustan las narices grandes, hacia fuera, así, con una curvita, como la de Virginia...

—Y la de Barbra Streissand. Hay personas que se operan la nariz, ¿sabía?

—Son buenas personas, pero están locas. Dios da a cada uno la nariz que le corresponde.

—No hay narices equivocadas.

—No. Porque Dios no se equivoca.

(...)

—Quienes mejor pintaban las manos fueron Boticelli y Picasso, que se casó con una amiga mía que se llamaba... no me acuerdo. Perdí la memoria, ¿me pasó un camión por encima?... El que tuvo un accidente con un tranvía fue Georgie, claro, casi no veía... ¿Le conté que Georgie casi no veía pero lo mismo viajaba en bicicleta? pero su bicicleta era mágica, porque lo paraba justo donde debía bajar...

—Increíble, Borges en bicicleta.

—Y en tranvía. Le gustaban mucho... se subía a ellos y se ponía a pensar poemas y epitafios, entonces a veces se pasaba y le decía al guarda que le diera otra vuelta, y el guarda se enojaba.

—¿Cómo se llevaba usted con semejante hermano?

—Nosotros no nos peleamos nunca porque éramos contrarios. A él le gustaba una cosa y a mí, otra. Nos complementábamos. A mí me gustaba jugar, a él le gustaba leer y mirar tigres. A mí me gustaba asomarme para ver pasar la gente en los carros para ir al corso de Belgrano, y a él le gustaba seguir leyendo y leyendo.

—¿Qué otra cosa los diferenciaba?

—A Georgie le gustaba hablar y hablar con sus amigos y a mí me gustaba estarme con el silencio... Todos mis cuadros son de personas silenciosas. Yo he pintado jovencitos silenciosos que viven solamente esperando amor. Y el amor no les llega en mis cuadros. Pero ellos lo están esperando. Eso pinto.

—Usted es pintora porque es poeta.

—Poeta es Juan Ramón Jiménez. A Georgie no le gustaba tanto Ramón, le gustaba Walt Whitman... Sabe, en Niza había un circo romano, entonces él se levantaba muy temprano, iba al circo y empezaba a gritar los poemas de Whitman... Demasiado ruidoso ese Whitman, a mí me gustan las cosas quietas...

—Usted es pintora del sosiego.

(...)

—¿Usted también es una gran lectora?

—No me hacía falta, mi hermano y mi marido leyeron todos los libros del mundo. Georgie muchas veces me leía en voz alta cuando era jovencito, no consiguió que me gustara el Quijote, pero sí Eça de Queiroz... Cuando estaba en Ginebra yo hablaba todo el tiempo en francés y casi se me olvida el castellano, me retaban para que no olvidara las palabras.

—Sé está tapando la cara con las manos. ¿De qué se ríe?

—De la mala sangre que se hacía Georgie cuando yo le decía que me gustaba mucho la parte de la aparición de la santa en el libro La Gloria de don Ramiro. Se ponía muy mal y decía: “Qué guarangada, ¡cómo puede estar Larreta en esta casa!”. Decía y abría las ventanas. Cuando él se ponía así, yo le decía Georgino.

—Hablando de gustos, ¿cuál es su pintor preferido?

—El Greco. Lo adoro. Sus cuadros son un poco pintura y un poco escultura. No son aplastados, tienen relieve. Otro que me gusta es Picasso. De por aquí, Spilimbergo y... Lidia, ¿cómo se llama ese pintor que me gusta mucho? Ah sí, Mónaco... El que me gustaba pero no me gustaba era Miró, era muy vanidoso y sólo elogiaba lo que hacía su mujer. Distinto fue Picasso. ¿Usted sabe que Picasso dejó muy vacía la última parte de su Mademoiselle D”Avignon? A mí, en la pintura no me gustan los espacios vacíos... Aunque para mí ahora todo es vacío... Me tiembla la mano y así no se pinta ni se dibuja... Buenos, bueno, pero me las arreglo bien para comer souflé de choclo. En París, la dueña del hotel nos hacía souflé... Hay cosas que no me gustan tanto, el vino no me gusta tanto, pero me gusta muchísimo la granadina.

—¿Qué otras cosas adora?

—Adoro a tantos... a mi marido, a mis hijos, a mis nietos, a mis padres que eran mágicos, a mi hermano, a todos los que están naciendo. A los pobres los adoro. Y adoro a Belgrano. Ese hombre no era un hombre, era un santo... ¿Conoce la oración por la bandera?

—No. ¿Usted es muy religiosa?

—Rezo el Padre Nuestro y el Avemaría y el Rosario. El Credo nunca lo puedo terminar. Rezo uno por uno por todos los que no están para que no se sientan solos en el cielo. Por los que están vivos también rezo, para que estén siempre gorditos y sanitos y buenitos... En las iglesias, nunca me atrajeron los altares centrales, pero sí esos altarcitos que están a los costados. El Vaticano nunca me tentó, ni los papas. Difícil encontrar un Papa para ser retratado... Los curas y monjas más pobres son los que más quiero, pobrecitos... Sabe, me duele que ellos no puedan casarse y tener familia. Nadie debiera estar solo en este mundo.

—El mundo, el de afuera, ¿qué le parece?

—Hace tanto que no salgo, pero escucho los ruidos, los autobuses... Si salgo me tienen que sostener porque me caigo y a veces puedo hasta golpearme la cabeza... Afuera, hay gente muy apurada. No es mala gente, pero hay hombres algo tontos.

—¿Tontos por qué?

—Porque llevan la plata a los bancos, fíjese.

(De “Escritores descalzos”, de Rodolfo Braceli. Capital Intelectual, Buenos Aires, 2010).