Sarmiento y el arte

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Sarmiento supo apreciar incluso los albores del impresionismo argentino, concurriendo al taller de Eduardo Sívori. (En la ilustración: “La bonne nouvelle”, de Eduardo Sívori. Patrimonio de nuestro Museo Rosa Galisteo de Rodríguez).

J.M. Taverna Irigoyen

Domingo Faustino Sarmiento amó tanto el dibujo como las palabras que dieron cuerpo a sus ideas y sus luchas fervorosas. Amó el dibujo, y supo transmitir ese amor con clara elocuencia. Porque el arte resumía para él la más profunda de las sabidurías. El más perfecto de los actos creadores, que eleva, enriquece y distingue al hombre, por sobre las mezquindades materiales.Tan acendrado está en él este concepto, que prácticamente a lo largo de toda su vida dará ejemplos de su admiración por el arte, de su reverencial deslumbre por los grandes artistas, del deseo de estimular el desarrollo estético a diversos niveles.

La bibliografía ha recogido en notas, artículos, libros, esta convicción artística de Sarmiento. Han sido varios los que se han ocupado de esta faceta poco divulgada del gran sanjuanino: desde Alberto Palcos, Leopoldo Lugones, José León Pagano, Ricardo Rojas y Ezequiel Martínez Estrada, hasta Mathus Hoyos, Carlos Massini Correas, Jorge Max Rohde, Eduardo Raúl Storni y César H. Herrero. Sin embargo, es el crítico J.A..García Martínez quien, primero en sus sustanciales aportes Orígenes de nuestra crítica de arte. y posteriormente, en Sarmiento y la pintura (*), La vocación secreta de Sarmiento (**) y Sarmiento y el arte de su tiempo (***) logró ubicar definitivamente esa preocupación tan firme de nuestro prohombre, que sin embargo permaneció durante décadas desdibujada por el relieve de sus otras actuaciones.

Los generosos carriles para estudiar y valorar la afición artística sarmientina pueden seguir desde algunos capítulos de su vida, con no pocas anécdotas, hasta testimonios de su obra escrita. Por ambas vías se puede arribar a una misma e irrebatible conclusión: Sarmiento fue un artista nato, que no llegó a expresarse por la fuerte imposición de sus otras facetas. Su vida y su obra llevan la impronta de ese amor tan suyo por la pintura; ese interés por la enseñanza artística; ese celo por ayudar a interpretar la obra de creación; ese fervor por abrir museos. ¿Quién que no hubiera estado consustanciado íntimamente con el credo estético, que no hubiera vivido alguna vez la felicidad especialísima de estructurar una forma reconocible sobre la superficie del papel, o de emocionarse frente a una obra maestra, podría haber sembrado tanto en el más absoluto silencio?

Debe aclararse que el autor de Facundo no fue un erudito, ni un experto, ni un profesional. Tampoco es ubicable dentro del diletantismo, esa pasión suya por la línea, el color y la forma. Sí, en cambio, emerge toda ella de un caudal sensible muy singular, que hará que Lugones afirme que Sarmiento pinta escribiendo. Y que años más tarde Pagano apunte sobre el color y el calor de su prosa desbordante. Y Avellaneda remate, después de unas vibrantes reflexiones, ¡Cuánta facilidad tiene su pluma para convertirse en pincel!

Sarmiento piensa que las bellas artes son la más viva expresión de nuestro ser. Y desde ahí, argumenta, con definida visión, que es el brillo de las artes el más aparente que desde lejos se divisa en la cultura de los pueblos. Por ello se lamenta con frecuencia que en América se tuvieran por superfluos los frutos eternos de las artes. Él, que descansaba por horas contemplando el Moisés de Miguel Angel o La Transfiguración de Rafael, no podía entender ciertas cegueras culturales, más impropias aún en pueblos jóvenes...

Desde que llega a San Juan de regreso de Chile, en 1836, se liga a los ambientes artísticos. Durante cuatro años disfrutará del teatro y de la plástica, a partir de su nombramiento como decorador del Salón de la Sociedad Dramático-Filarmónica.Con Antonio Aberastain y Benjamin Rawson (en quien canalizará más tarde sus frustradas inclinaciones de pintor) , vive horas de románticos desafíos en torno a corrientes y escuelas del pensamiento. Poco después, la llegada del pintor francés Amadeo Gras y de Manuel Quiroga Rosas -arquetipo del intelectual moderno- incentivarán aún más sus entusiasmos. Claro está que, en la tónica sarmientina, hay cierta discontinuidad en los procesos , lo que torna difícil el análisis de sus diversos crecimientos y exteriorizaciones. De ahí que, arrancando un poco de la admiración que siente por Géricault y Delacroix, de sus especulaciones sobre el neoclasicismo y el romanticismo, de su formación liberal, importe considerar -más que los eslabones de su larga cadena de preferencias- los aciertos que configuraron su estar en el arte.

Entre estos últimos, lo más afirmativo fue su estímulo para las hermanas Procesa y Bienvenida, en los inciertos caminos del arte. La primera llegó a configurar su obra, en este aspecto, como que de Procesa Sarmiento se conservan, en su álbum, muy bellos dibujos y apuntes. Y junto a ella, el nombre de su amigo de siempre; Benjamin Franklin Rawson. Un pintor que tuvo muy buena escuela al lado de García del Molino, Gras y Rugendas, y que hoy no pocos críticos e historiadores del arte ubican junto a la jerarquía de Morel y de Pueyrredón. A Rawson, Sarmiento no sólo apoyó, estimuló y se permitió dar directivas, sino también comentó su obra con un lenguaje claro, justo y de innegable acierto.

Pero también Sarmiento mantuvo largos diálogos con los más importantes artistas nativos y extranjeros de su tiempo, que encontrara en su país o en las estancias en Chile. Así, aparte de los ya citados Gras y Rugendas, mantuvo una franca amistad con Monvoisin, Palliére (cuyo taller en Buenos Aires visitaba con Vélez Sársfield), con Manzoni, con Blanes (a quien aplaudía junto con Mitre y Wilde), con el italiano Aguyari. Cuando éste último abrió la más grande academia de Buenos Aires, Sarmiento llevó a la misma a su nieta Eugenia Belin. Pero también conoció los albores del impresionismo argentino, concurriendo al taller de Eduardo Sívori. Y en 1870, después de admirar a Martin Boneo, organizó una escuela de dibujo y le pidió a su amigo que la dirigiera. Alternó también con el pintor cordobés Genaro Pérez,y, como a todos los ya citados, impulsó con sus observaciones agudas y atinadas de un verdadero crítico.

En 1884 se organizó el Salón de Pintura de San Juan, como homenaje a su última visita al terruño. Se presentaron 96 obras y en la oportunidad, comprobó emocionado que la escuela de Cuyo era una realidad que ni la misma Buenos Aires podía enfrentar. En Recuerdos de provincia se pueden leer algunos de estos proyectos, de estas luchas.Como aquélla iniciativa de mandar a Italia a José Aguyari, como enviado del gobierno. Pensaba Sarmiento crear una academia de arte y un museo, como primer paso para el desarrollo artístico del país. Se formaría un buen conjunto de calcos, a los que posteriormente se agregarían obras originales de artistas argentinos y americanos. Pero cuando cerca de un año después regresó Aguyari, en 1874, había terminado la presidencia de Sarmiento y las discordias políticas hicieron imposible las fundaciones proyectadas. Los gobiernos son cabezas que calculan; les falta corazón que se apasione.

Sarmiento supo vislumbrar la función social del arte, dentro de un proceso dinámico, considerando siempre su profunda base educativa. Cuando en 1887 un amigo le solicita una fotografía suya, responde con un óleo pintado por su nieta Eugenia Belin Sarmiento. Ella, a quien conoce ya pasada la adolescencia y con quien comparte en Buenos Aires en academias, talleres y tertulias sus postreros años, fue la última y enternecedora discípula. Julio Ottolenghi escribe que ella debió al abuelo y a sus críticas su maestría como retratista. Fue también la que pintó a Dominguito, el hijo inolvidable. Y lo captó a él en diversas oportunidades, con serena dignidad y relieve técnico. Sarmiento también posó para el admirado Benjamin Franklin Rawson y para otro de sus dirigidos sanjuaninos, Gregorio Torres.

Aurelia Vélez Sársfield, el gran amor de su vida, fue la destintaria del álbum de dibujos y bosquejos que Sarmiento fuera acumulando a lo largo de sus difíciles días y en sus exilios. Esbozos en los que, sin duda, se transparentaría su certero juicio crítico: el mismo que ejerciera, con desapasionado rigorismo, en torno a los diversos lenguajes del arte. Para orgullo de los argentinos.

(*) Ediciones Culturales Argentinas, 1963.

(**) Revista SUR, Nº 280, 1963.

(***) Ediciones Emecé, 1979.


Sarmiento amó el dibujo, y supo transmitir ese amor con clara elocuencia. Porque el arte resumía para él la más profunda de las sabidurías. El más perfecto de los actos creadores, que eleva, enriquece y distingue al hombre, por sobre las mezquindades materiales.