Del Congo a Irlanda

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Por María Luisa Miretti

“El sueño del celta”, de Mario Vargas Llosa. Alfaguara. Buenos Aires, 2010.

Un hombre de leyenda. Mario Vargas Llosa se encontraba abocado a los detalles finales de esta obra cuando fue anoticiado del galardón sueco.

Con la ductilidad a la que nos tiene acostumbrados, rescata la figura del irlandés Roger Casement “El celta” -pionero en la denuncia de la trata de esclavos, promiscuidad y abuso en el Congo belga y en La Amazonía-, para dar cuenta de sus penurias, sin olvidar destacar en las páginas finales los ayudantes que colaboraron en la base documental.

La obra está dividida en tres partes (El Congo, La Amazonía, Irlanda), con saltos temporales que permiten reconstruir gran parte de la historia y recuperar un hombre de leyenda perdido en la injusticia de los falsos pruritos morales, reivindicado luego por la memoria de los derechos humanos en la posteridad, ya que según se detalla, en 1965 sus restos fueron expatriados (durante el gobierno inglés de Wilson).

Una poética particular permite apreciar los momentos extremos del protagonista. En la celda esperando el veredicto -que lo llevará a la horca-, revive la historia sin olvidar detalles, que avanzan y retroceden, tanto para caracterizar a los personajes como para explicar la inmundicia de los poderosos, capaces de ultrajar al mando del “chicote” a los desposeídos, utilizados para lo peor de las faenas y en el mejor de los casos, para servir a los blancos.

Crónicas, sucesos, en secuencias muy bien organizadas con las interrupciones discursivas necesarias para aliento del lector -preso de la oscuridad humana-, en los que se explican las incongruencias y el destino fatal de este hombre de leyenda, a quien le tocó padecer la misma desgracia de los negros por quienes había luchado: la muerte. Un tribunal priorizó los comentarios nunca esclarecidos de su inmoralidad -supuesta homosexualidad y pederastia-, por sobre su humanidad.

La mención de escritores de la época -Yeats, Conan Doyle, Shaw y Chesterton, entre otros- y su actitud ante la realidad social, semeja cierto paralelismo con la del propio autor frente a la cuestión pública, especialmente Conrad, a quien consideraba débil y escurridizo, a pesar de lo que le había enseñado durante el tiempo transcurrido juntos en El Congo, cuando todavía no era escritor.

Las denuncias permanentes por la entrega de tierra a cambio de ayuda social, que los negros firmaban sin saber leer ni escribir, dejaban en claro no sólo la prepotencia del conquistador cuestión -ya tratada y conocida por el autor- sino la estrechez mental del blanco, incapaz de sentir o de observar otra salida: vendrán médicos, escuelas, compañías, “pero su estado mental siempre estará más cerca del cocodrilo y el hipopótamo que de Ud. o de mí”, reproducía un diálogo entre Morton Stanley (héroe admirado en su infancia) y Roger, ante los intercambios (más tarde observados en La Amazonía), basados en la santísima trinidad de las tres C: cristianismo, civilización y comercio, con las que el blanco insistía para reemplazar las costumbres de los negros.

Las descripciones y caracterizaciones van delineando con presteza los extremos del hombre en sus bajezas y liviandades, que con especial detalle colabora en los cuadros de denigración y corrupción.

Cierra un interesante epílogo, donde el autor comenta las conjeturas que sobrevolaron la ejecución de Casement y finaliza con una escena que condensa los extremos del héroe: “... En Banna Strand, la playa donde llegó, se yergue un pequeño obelisco en el que aparece la cara de Roger Casement junto a la del capitán Robert Monteith. La mañana que fui a verlo estaba cubierto con la caca blanca de las gaviotas chillonas que revoloteaban alrededor y se veían por doquier las violetas salvajes que tanto lo emocionaron ese amanecer en que volvió a Irlanda para ser capturado, juzgado y ahorcado”.