Quizás porque los dos eran grandes poetas, el matrimonio (devenido en tragedia) de Sylvia Plath y Ted Hughes ha dado pie a centenares de ensayos y elucubraciones. La argentina Carmen Iriondo se sumergió en los testimonios de esa relación y -como insinúa Costa Picazo- en la atracción mediúmnica de esta singular pareja para escribir Syl & Ted un poemario que acaba de editar Huesos de Jibia, en versión bilingüe castellano-inglés, con traducción de Rolando Costa Picazo, que cuenta en estas páginas los pormenores de este trabajo y marca una valoración de los poemas de Iriondo. Refiriéndose a la traducción de las Rubaiyat de Omar Khayyam por Edward Fitzgerald, que en realidad es una versión libre, o lo que Dryden llamaba “imitación”, Borges dice que “toda colaboración es misteriosa”. Lo mismo podría decirse del presente libro, en que Carmen Iriondo y yo colaboramos por hilos invisibles para pergeñar este texto bilingüe. Iriondo partió de la lectura de la poesía de Sylvia Plath (1932-1963) y Ted Hughes (1930-1998), y su ardua relación de amor y celos, para crear este triunfo de colaboración poética, porque sabemos que la literatura no nace de la nada. Nace en parte de este nuestro penoso existir, pero sobre todo nace de otra literatura, de otras lecturas, de una misteriosa formación quizá geológica en que se van superponiendo estratos, emociones, atracciones, embrujos y enamoramientos. Ella leyó a los poetas y se impregnó de ellos y de su endemoniada relación, y todo eso la fue invadiendo y dejando rastros que pugnaban por nacer de una nueva forma. Esa fue la primera colaboración, una colaboración a distancia en el espacio y el tiempo, con dos autores muertos, quizá mediante el contacto de una ouija board. Ella no lo sabría en el plano consciente, pero Sylvia y Ted la estaban habitando, y de la alquimia de la poesía fue naciendo este libro.
Los grandes cuentos de Clarice Lispector
Lazos de familia se publicó en 1960 y entre los trece cuentos que lo conforman figuran varios de los más destacados de Clarice Lispector. Está aquí, por ejemplo, “La mujer más pequeña del mundo”, que concentra las mejores dotes de Lispector como cronista, indagadora de tropismos y narradora-poeta. Este cuento comienza hablándonos de un explorador que se interna en África hasta llegar al lugar donde habitan los últimos ejemplares de la raza más pequeña de pigmeos, y encuentra a una mujer encinta de 45 centímetros. La fotografía de esa pinina a quien el explorador llama Pequeña Flor es publicada en un suplemento dominical y aquí el relato se dispara contándonos la reacción de varios de los lectores de clase media que ven la foto, desde los que se conduelen de la pequeñez de la africana, hasta el niño que imagina el susto que se pegaría su hermanito si al despertar se encontrara con esa mujercita en la cama y cómo podrían jugar con ella, lo cual despierta en la madre del niño el recuerdo de algo que le había contado una cocinera sobre su infancia en un orfanato: “Al no tener muñecas con qué jugar, y con la maternidad ya latiendo fuerte en el corazón de las huérfanas, las niñas más astutas habían escondido a la monja la muerte de una de sus compañeras. Guardaron el cadáver en un armario hasta que la monja salió, y jugaron entonces con la niña muerta, la bañaron y le dieron de comer, la castigaron sólo para después poder besarla, consolándola”. Y tras estas distintas impresiones y derivaciones, volvemos a África y al explorador frente a Pequeña Flor con su pancita de embarazada. Pequeña Flor empieza a reír; ríe porque el explorador no la devora como habrían hecho los otros tantos enemigos de su raza; ríe porque no es devorada y porque le había nacido el amor por ese hombre amarillo, sobre todo por su anillo y sus botas, porque en la selva no existen, dice Lispector, los refinamientos del amor, y “el amor es no ser comido, amor es encontrar bonita una bota, amor es gustar del color raro de un hombre que no es negro, amor es reír de amor a un anillo que brilla”.