La obra de María Elena Walsh, imperturbable al tiempo

 

Walsh, esa mujer

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“La vaca estudiosa”, “Canción de Titina”, “El Reino del Revés”, “La pájara Pinta”, “La canción de la vacuna” (“El brujito de Gulubú”), “La reina Batata”, “El twist del Mono Liso”, “Canción para tomar el té”, “En el país de Nomeacuerdo” son algunos de sus éxitos inoxidables.

Estanislao Giménez Corte

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I

Que suceda hoy mismo, en este mundo de fanática, de obsesa renovación de bienes y productos culturales, de desmadrada oferta de mercado, en medio del imperio de la obsolescencia de los productos -vamos a decirlo así-; que suceda hoy mismo, entonces, que mi hijo o un niño cualquiera cante, pida, memorice las mismas canciones que cantaba yo hace treinta años, y que encuentre en ellas un “algo”, un “no sé qué”, ese “qué se yo”; eso que no está en el animé japonés, ni en los juegos de Play Station, ni en los cinco canales de cartoons con los que los medios los atosigan, ni en ningún otro sitio ¿no es algo extraordinario?

Que hoy mismo suceda, pase, acontezca, insisto, que mi hijo me pida, y cante, y aprenda con fruición y pasión las canciones, las letras, y los bailes aparatosos tan de otrora; que mi hijo, insisto, repita los versos de tantas y tantas canciones de María Elena Walsh, que resuenan en mí como un viaje en el tiempo, como un viaje al fondo de mí mismo, que cante y pida esos temas, apenas ida ella, hace nada, que cante esos temas, compuestos y popularizados cincuenta o cuarenta años atrás ¿no es algo extraordinario?

II

¿No es algo extraordinario, acaso, que esas canciones, apenas registradas en un CD, apenas acompañadas por una guitarra, bañadas en un aire o ritmo folclórico, sin imágenes que las acompañen en un día cualquiera, ni juegos interactivos, ni sonido envolvente, ni difusión multimedia, le “ganen”, venzan, se impongan, en el entretenimiento de un niño de cinco o seis años, a una industria atosigada que urge al consumo, la velocidad y la dictadura de la imagen (iba a decir de la violencia), que explota todos los recursos imaginables, como si su objeto fuese ponerlos en trance de embriaguez sensorial?

III

Hoy, aquí, ayer nomás, y a su modo, muy a su modo, Walsh, esa mujer, hizo una revolución, su pequeña gran revolución, extraordinaria e invisible, que sigue, fortísima, tantos años después, estallando silenciosamente desde el pecho de tantos. Una revolución hermosa y extendida que modificó, si no el mundo, tantos pequeños escenarios; una pequeña revolución, nacida así, pequeña, casi inexistente e intangible; una revolución que viaja -subterráneamente- por los costados de la sensibilidad humana de mayores, medianos y chicos, y que se pasa de unos a otros al modo de una tradición; una pequeña gran revolución, intangible y quizás por eso indestructible, o mejor aún, perceptible por los sentidos pero que no se haya en ningún lugar que no sea lo que cada uno portamos con nosotros con resabio sepia de ayer. Una pequeña gran revolución quizás más fuerte que cualquier otra, que sigue martillando en nuestra propia percepción de las cosas y que sigue, como por ósmosis, llegando por algún motivo -que algún estudio desentrañará-, a la lógica de los chicos, o a su falta, a los alógicos pero incontestables gustos de los chicos, en décadas sucesivas; y que queda, en la mente de los adultos, pero mucho más en las entrañas de todos, como un folclore o una materia de tradición oral o un canto que es de todos y que está en algún lado, en la memoria, en las emociones, en la fibra en carne viva de algún momento en que esa canción, qué se yo, “Como la cigarra”, y la experiencia de vida, chocaron o se fusionaron. Esa mujer halló una fórmula, una clave; algo que nadie, ni ella, puede explicar, pero que sucede, y sigue sucediendo, medio siglo después.