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“La casa de las bellas durmientes”

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El anciano cliente es conducido por una mujer (no se adivina si propietaria o criada) hacia un cuarto, mientras ella le enumera las admoniciones y condiciones de su permanencia en el lugar: no debe intentar despertar a la muchachita narcotizada; ella no se dará cuenta de nada, ni siquiera sabrá que alguien ha pasado la noche con ella; si le cuesta conciliar el sueño encontrará una medicina junto a la almohada; no se le permite tomar alcohol... Y la mujer se despide de Eguchi, el anciano, asegurándole que la joven virgen que lo espera es muy bonita y que en el lugar sólo se admiten huéspedes “en quienes se pueda confiar”.

Lo deja en una pieza vacía, contigua a aquélla en que duerme la muchacha. Le entrega una llave. En vez de dirigirse enseguida a abrir la puerta de los deseos, el anciano enciende un cigarrillo, sintiendo el vacío de la ausencia del trago de whisky al que está acostumbrado antes de entregarse a sus difíciles sueños: “Tenía un sueño liviano, con tendencia a las pesadillas. Una poetisa muerta de cáncer en su juventud había dicho en uno de sus poemas que para ella, en las noches de insomnio, ‘la noche ofrece sapos, perros negros y cadáveres de ahogados’. Era un verso que Eguchi no podía olvidar. Al recordarlo ahora se preguntó si la muchacha dormida -no, narcotizada- de la habitación contigua podría ser como el cadáver de un ahogado; y titubeó un poco antes de ir a su lado”.

Así comienza La casa de las bellas durmientes, una de las más grandes novelas del siglo pasado, y seguramente la más famosa de Yasunari Kawabata, el escritor japonés nacido en 1899, Premio Nobel 1968, autor también de cuentos memorables, amigo de Yukio Mishima, y como él, suicida. Emecé acaba de reeditar este inolvidable texto sobre la sexualidad, la vejez y la muerte.

Vale recordar que la novela de Gabriel García Márquez Memorias de mis putas tristes explícitamente está inspirada en esta gran novela de Kawabata.