Un santafesino en Budapest

Una magnífica ciudad que muestra las cicatrices de los totalitarismos

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El autor y su inspirador en la visión de Cejas.

Rogelio Alaniz

En mi caso son siempre acontecimientos aparentemente menores los que deciden los viajes. Estaba en Madrid y gracias al azar pude conseguir la novela en tres tomos de Miklos Bánffy, escritor y político húngaro. Bánffy perteneció a la más refinada aristocracia de Transilvania, en los tiempos en que este territorio pertenecía a Hungría El relato de cómo se desmembró el imperio es el tema de su obra, obra que incluye haberse desempeñado en los años clave de la crisis como ministro de Relaciones Exteriores.

Meterme de lleno en ese universo plagado de intrigas, luchas facciosas y conductas heroicas, me fascinó, sobre todo porque Bánffy escribe con una prosa clara, precisa, sin pretensiones literarias, pero motivado por el deseo de narrar una época trágica que los húngaros hasta el día de hoy evocan con nostalgia.

Exageraría si dijera que Bánffy fue la causa exclusiva de nuestro viaje a Budapest, pero es verdad que el encuentro con sus libros terminó de definir un proyecto de viaje que venía acariciando y al que no terminaba de darle forma. Antes de Bánffy estuvieron entre mis intereses intelectuales Inre Kertesz, Sandor Marai, Magda Szabó y Peter Esterhazy, los ensayos sociológicos de Agnes Heller y Karl Mannheim, los textos de Arthur Koestler, las lecturas -recomendadas hace muchos años por Ricardo Ahumada- de Arnold Hauser, los libros de un Georg Lúkaks joven, las películas de Charles Vidor e Itsban Szabó, la música de Franz Liszt y, por supuesto, las composiciones de Bela Bartok.

Viajamos a Budapest con muchas expectativas intelectuales y puedo decir, sin exagerar, que todas -por lo menos, casi todas- fueron satisfechas. Esa ciudad, esa cultura, esas tradiciones políticas y sociales merecen conocerse, esa cultura compleja, distinguida, profunda, sobrevive a pesar del fascismo y el comunismo; y a pesar, incluso, de la cultura de masas de un capitalismo consumista y banalizador.

Hay que caminar por la ciudad de Pest. Recomiendo un paseo por la célebre avenida Andrassy, considerada a principios del siglo XX como el bulevar más elegante de Europa y el que contó con el primer metro de la historia, un dato que da cuenta, una vez más, de la vocación de progreso y grandeza de aquella aristocracia que se honraba a si misma levantando monumentos fastuosos.

Hoy los húngaros, cuando se refieren a su calle principal, dicen ‘Nuestros Campos Elíseos‘. Tal vez exageren un poco, pero hace cien años la calificación no era más que una descripción realista de esa avenida de veredas anchas, edificios señoriales y locales comerciales donde se exhibían los productos más cotizados de Europa.

La calle Andrassy está dividida en tres sectores. El primero, se inicia en el centro de la ciudad y está dominado por locales comerciales e instituciones culturales. Una de las más destacada es el Palacio de la Opera. El arquitecto que diseñó esta verdadera maravilla fue Niklo Ybl. Se trata de un palacio neorrenacentista con capacidad para dos mil personas. Fue inaugurado en 1884 y en la función de gala estuvo presente el emperador Francisco José. En la terraza del edificio se distinguen las estatuas construidas en homenaje a los grandes compositores del mundo: Verdi, Mozart, Bach, Beethoven, entre otros.

El hall central es magnífico. Está iluminado por lámparas de hierro forjado, pero lo que más llama la atención es la magnífica escalera real de mármol que comunica con los pisos superiores. Abundan las esculturas, las pinturas murales y las esfinges de mármol. En el techo se distinguen los frescos de Lotz Karoly representando al Olimpo.

El segundo tramo de la calle se inicia en ese cruce de avenidas conocido con el nombre de ‘Octógono‘. A partir de allí se destacan las mansiones de la aristocracia de entonces; en el tercer tramo continúan las mansiones y los parques.

La calle Andrassy, con su elegancia y señorío pudo sobrevivir al fascismo y el comunismo. Es más, durante la dictadura comunista se llamó ‘Stalin‘. Pero el recuerdo exclusivo que dejaron los comunistas y los nazis fue el ‘Museo del terror‘, levantado justamente en la calle Andrassy al 60. La dictadura de Janos Kadar no se privó de levantar un centro de torturas, el mismo en donde fueron ejecutados los disidentes, y donde fue encarcelado y vejado el cardenal Jossef Midsenty, faena realizada -y esto sí que es interesante- por torturadores profesionales que brindaron sus servicios a los nazis y a los comunistas sin que a nadie se le ocurriera impugnarlos por ello.

Como se puede apreciar, la doctrina de torturadores buenos y torturadores malos, propia de la lógica de la izquierda autoritaria, provoca en ciertas coyunturas históricas estas curiosas coincidencias, aunque, de todos modos, si se las piensa bien, son previsibles, porque a la hora de matar, todos los asesinos se parecen y se necesitan.

En Pest y en Buda las huellas del nazismo y la dictadura comunista se mantienen. Son muy parecidas, aunque diferentes. Los nazis cometieron las tropelías que conocemos, incluyendo la masacre de judíos semanas antes de que concluyera la guerra, pero duraron relativamente poco. Los comunistas, en cambio, se quedaron durante medio siglo. El ajuste de cuentas fue muy duro, particularmente en 1956, cuando el pueblo de Hungría intentó rebelarse contra los déspotas. La rebelión fue sofocada con la ayuda decisiva de los tanques rusos, y sus principales jefes -entre los que se destacaba, Imre Nagy- fueron detenidos y ejecutados. Hoy, un monumento cercano al Parlamento recuerda a Nagy. Por supuesto, me saqué una foto al lado de quien fuera durante años el testimonio más vivo de la libertad.

Las huellas del comunismo están presentes en los edificios y en los rostros de los hombres. Incluso en la actualidad. Es como que a pesar de que transcurrieron más de dos décadas de la liberación, ciertos hábitos, ciertas maneras de desplazarse, se mantienen intactos. Un bus trasladando a la gente a su trabajo o la caminata de hombres y mujeres solitarios por una de las avenidas a las que todavía no les llegaron las reformas urbanas y por lo tanto sobreviven con sus edificios derruidos y su mala iluminación, reproducen el paisaje desolado, árido y asfixiante de la dictadura comunista. Es como que en el cuerpo, en los rostros, en la mirada temerosa y desconfiada de los hombres, hubieran quedado intactas, palpitantes, como una herida que no cicatrizará jamás, las llagas de un régimen que no sólo les diseño el rostro sino que les modeló el cuerpo.

El Parlamento de Hungría es otro de los lugares que no se puede dejar de conocer. Está levantado sobre las orillas del Danubio y del lado de Pest. Fue inaugurado en 1885 y en su momento lo consideraron el más importante del mundo, incluso superior al británico, al cual se tomó de modelo. El emperador Francisco José y el primer ministro húngaro, Kalman Tisza, fueron quienes promocionaron este proyecto cuya majestuosidad da cuenta de la valoración que estas clases dirigentes hacían de una institución como el Parlamento, que existe justamente para controlar el poder de las monarquías.

El arquitecto a cargo de la obra, fue Imre Steindl. Se trata de un diseño ecléctico donde predomina el neogótico con toques renacentistas y bizantinos, visibles estos últimos en la exquisita decoración de las escaleras. El parlamento húngaro se construyó sin medir gastos, al punto que su presupuesto definitivo fue un cincuenta por ciento superior al previsto.

Su cúpula central es de 69 metros; cuenta con más de 20 kilómetros de escaleras y alrededor de 690 habitaciones. Dentro del edificio y en sus alrededores se levantan estatuas dedicadas a la memoria de jefes militares, políticos del pasado y líderes de Transilvania.

Por último, visitamos la basílica de San Esteban. Su cúpula es de 96 metros y los entendidos aseguran que en las grandes ceremonias religiosas hay lugar para más de ocho mil personas.

En la librería de la basílica procuré conseguir las ‘Memorias‘ del cardenal Jozsef Midsenty, el jefe católico que estuvo encarcelado en Andrassi al 60 durante casi ocho años y que fue liberado en 1956 por los rebeldes. No las pude conseguir, ni en húngaro, ni en inglés y mucho menos en español. Curiosamente, esta semana en una librería de usados de nuestra ciudad las encontré en una edición rústica. Las estoy leyendo con mucho entusiasmo, porque las memorias de los mártires y los disidentes siempre son interesantes.

Antes de abandonar Budapest caminamos una vez más por el Puente de las Cadenas, el mismo por donde caminó el personaje de Sandor Marai en ‘Divorcio en Buda‘. No me identifiqué con ninguno de los protagonistas de la novela, pero les aseguro que de todos modos, caminar con el Danubio corriendo bajo los pies, es una experiencia única, más allá de las bondades de la literatura y los hallazgos de la historia.