Antinomia

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“Breathe, You Fucker” (Fragmento, 2004), de Richard Stipl.

Por Carlos Catania

 

“Me preocupo por los jóvenes porque a los viejos no hay quien les cambie la cabeza” (Umberto Eco).

El epígrafe tiene el defecto grave de generalizar. De todos modos, revivió aquellos años de mi adolescencia en los que trabé amistad con un anciano, ingeniero civil jubilado, que tiempo después perdió la vida en un accidente. Nos habíamos conocido durante un viaje de Buenos Aires a Santa Fe. Simpatizamos, y al despedirnos me invitó a comer un asado en su casa de Guadalupe. Concurrí con un amigo y a partir de entonces, aprovechando la cercanía de la playa que en ese entonces existía, lo visitaba a menudo, sobre todo en verano.

De este viejo, aprendí muchas cosas estrictamente emparentadas con el sentido común. Su voz aún resuena en mis oídos que, como todo el mundo sabe, poseen sensitiva memoria. Hablaba calmosamente del tiempo, de política, de los precios, de la familia, de las cosechas, del fútbol, de religión, de la salud...; raras veces de su profesión. Resultaba grato oírle decir cosas ya sabidas, lugares comunes que él convertía en “tesis”.

Con todo, en cierto período de mi vida, sus sencillas reflexiones perdieron para mí, paulatinamente, interés. Diré que llegaron a hartarme, lo que no menoscabó el afecto que por él sentía. Ocurrió que mi viejo amigo nacido en 1917, limitado a su profesión, había pasado por alto todos los movimientos intelectuales y artísticos que removieron ideas y actitudes en la cultura del siglo. En una palabra, su explícita ignorancia lo limitaba de manera atroz. Digamos respetuosamente que falleció “incompleto”, algo característico de cantidad de profesionales, para quienes las humanidades son tierra desconocida. Digamos también que ignoró su tiempo y se llevó consigo enormes espacios de nada y pese a los nuevos vientos que arrasaron mitos, mentiras e hipocresías.

El siglo XX se caracterizó por los genocidios más crueles de la Historia; cualitativa y cuantitativamente hablando no ha sido superado. Pero el mismo siglo produjo hombres que le salieron al paso sosteniendo importantes “movimientos” tendientes a una regeneración del ser humano. Teorías críticas concientizaron (o al menos inquietaron) a millones de personas. Una literatura (incluyendo la dramática) de profunda penetración en los entretelones del temor y la frustración humana, se abrieron paso durante y después de dos guerras mundiales, de revoluciones y contrarrevoluciones, de intervenciones asesinas y de crecientes desigualdades. Por el momento, dejo de lado la pintura, el cine y la música (bien sabido es que en determinadas épocas las artes se alimentan unas a otras).

Las antípodas mencionadas, harto disímiles, se registran reiteradamente a lo lago de la Historia. Piénsese tan sólo en la época de Maquiavelo. Considero ahora algunos hitos positivos del siglo pasado: ignorarlos, minimiza la expansión vivencial del hombre. Aclaro que aquí no trato de oponer erudición a ignorancia, ya que existen ignorancias auténticas, a diferencia de aquellas que vulneran las verdades con su simplismo, estupidez e inapetencia intelectual. Me refiero a las opiniones adocenadas, indiferentes a criterios graves, resultado de un conformismo monótono con esa típica malévola costumbre señalada por Valèry, de atacar al razonador cuando no se puede atacar el razonamiento. Pongamos por caso, ¿cómo hablar de Kafka sin conocerlo?, ¿cómo opinar despectivamente acerca del marxismo sin haber leído una sola línea de Marx? El hábito de repetir como loro lo que se oye, o de considerar el conocimiento como un peligro, fue bautizado como anestesia de lo cotidiano; embota el entendimiento y llama comodidad al vacío. Es el “¿para qué hacerte mala sangre?” del ser humano alienado que tiende su vida sobre un colchón y duerme hasta morir.

Hacia 1924, André Breton escribió el primer Manifiesto del surrealismo, donde asentó el principio del automatismo síquico como medio de expresión artística. El gran dramaturgo alemán, Bertolt Brecht, mediante la técnica del distanciamiento del espectador respecto a los actores, creó un teatro épico, crítico y didáctico, convirtiéndose en un innovador de las artes escénicas (un amigo al que mencioné el nombre del dramaturgo, me preguntó si no era el que jugaba en Boca). ¿Para qué hablar del florecimiento del existencialismo (que no hizo mucha gracia a los “esencialistas”)?: sus principios, en general, estimulan una nueva manera de vivir, sin trampas y mala fe. Sartre, Camus... y tantos otros. Recuerdo a la señora que después de leer El mito de Sísifo, escribió a Camus una carta de una sola palabra: gracias.

Cabe mencionar asimismo al estructuralismo, cuyos más destacados representantes, en literatura, llevan el nombre de Robbe Grillet y Nathalie Sarraute. En literatura, destacar a Proust sería redundante. Pero me pregunto quién puede seguir siendo el mismo después de leer a Kafka. Omito la mención de otros grandes genios literarios del siglo pasado, incluyendo a Joyce, a fin de no fatigar al lector con la sola enumeración de nombres. Agregaré que en filosofía (aún hay gente que le teme y no sabe de qué se trata) destacan Lévi-Strauss, Lacan, Foucault, Althuser, Habermas..., si se me permite esta desordenada enumeración al paso.

Ernesto Sábato (próximo a cumplir los cien años) estableció en El escritor y sus fantasmas que el ser humano lanzado ciegamente a la conquista del mundo externo, preocupado por el solo manejo de las cosas, terminó por cosificarse él mismo, cayendo en un ciego determinismo. Títere de la misma circunstancia que había contribuido a crear, el hombre dejó de ser libre, y se volvió tan anónimo e impersonal como sus instrumentos. Ya no vive en el tiempo originario del ser sino en el tiempo de sus propios relojes. Es la caída del ser en el mundo, es la extereorización y banalización de su existencia. Ha ganado el mundo pero se ha perdido a sí mismo. Vale decir: se cree libre, cuando ignora las cadenas que lo han llevado a ser lo que es.

Hay mucha miga en ese pan, y todo lo que podamos decir al respecto lo digo partiendo de mí mismo. Las impetuosas corrientes de ese mar contaminado, arrastran a cualquier nadador y resulta sumamente agotador avanzar a contracorriente. Las nociones expuestas no pretenden lo imposible, es decir, un poder de abarcamiento que aspire a la totalidad. Concentro sólo lo que está al alcance de mi indignación, dejando cabos sueltos y ramificaciones de una realidad muy compleja. Ya se ha dicho que el individuo sólo existe y sobrevive a través de la clase a la que pertenece, lo que constituye otro serio obstáculo para el loco nadador. Poco importa. Es necesario seguir braceando hasta que, como puede leerse en “Las mil y una noches”, se presente aquella que pone fin a los deleites y a las penas. Mientras tanto, uno se pregunta: ¿para qué vivir sin oponer resistencia? En gran mayoría, el mundo está compuesto por seres humanos resignados o, lo que es peor, complacidos de su alianza con las mentiras, los chispazos de lo efímero y la planificada diversión, sellos que definen al esclavo satisfecho.