Editorial

La “indignación” recorre Europa

Sobre el movimiento de los “indignados” en España puede hacerse las más diversas consideraciones, pero lo más imprudente sería desconocer las razones estructurales que lo motivan. Aquello que se inició en la Plaza del Sol, en Madrid, luego se extendió a las principales ciudades de España y hoy su efecto “contagio” se extiende a otros países de Europa. En consecuencia, merece ser evaluado como algo que trasciende a una simple algarada juvenil.

Mas allá de la subjetividad de los manifestantes y de las elucubraciones ideológicas que hagan algunos de sus dirigentes, lo que parece estar fuera de discusión es que la crisis económica que ha dejado el “paro” a millones de personas es lo que más gravita en las conductas de quienes protestan. Si a ello se le suman las dificultades y la incompetencia de las clases dirigentes para promover alternativas creíbles, el panorama se torna más real y alarmante.

En efecto, las movilizaciones en las plazas podrán durar más o menos días, pero lo que pareciera haber llegado para quedarse es la crisis, con pocas señales optimistas hacia el futuro. Por el contrario, desde las clases dirigentes o desde los organismos financieros pareciera imponerse la receta ortodoxa de hacer recaer los efectos del enorme problema social sobre los sectores más vulnerables, en tanto que escasean los castigos contra banqueros temerarios y especulativos, causantes de una crisis que afectó al mundo y devoró millones de puestos de trabajo.

Así las cosas, el expediente del plan de ajuste, hoy es imposible de digerir para las democratizadas sociedades europeas; es algo así como pretender apagar un incendio con nafta. En Grecia, Portugal, Irlanda y, por supuesto, España e Italia, los dirigentes políticos más responsables se oponen a este tipo de soluciones. Y no se trata de razones ideológicas, sino cuestiones prácticas como la certeza de saber que los ajustes serían la antesala de estallidos sociales de imprevisibles consecuencias.

Siempre que se habla de una crisis, las preguntas decisivas refieren a quién paga las consecuencias y quién se beneficia con ella. En este caso, existe en la sociedad la convicción de que no es justo que los responsables principales de haberla precipitado sean al mismo tiempo los que se desentienden de sus consecuencias.

En EE.UU., sin ir más lejos, se planteó en su momento esta discusión. Liberales, conservadores, progresistas y hasta religiosos han opinado sobre el tema y habría un amplio consenso en admitir que es injusto e inviable pretender que la crisis la paguen los más débiles, mientras los Estados asisten a los que la desencadenaron.

Hasta tanto la clase política no dé una respuesta creíble y digerible a estos dilemas, problemas como los que hoy expresan los “indignados” se seguirán repitiendo por éstos u otros caminos. Desde esa perspectiva, lo que está pasando en España no es muy diferente a lo que ocurrió en la Argentina hace diez años.