Elogio de la libertad

Elogio de la libertad

Por María Luisa Miretti

“La muerte de Montaigne”, de Jorge Edwards. Tusquets Editores, Buenos Aires, 2011.

Este libro resume la admiración de Jorge Edwards (Chile, 1931) por Montaigne, pero al mismo tiempo es la “summa” que alberga sucesos claves del Renacimiento Francia en la segunda mitad del siglo XVI, los enfrentamientos bélicos y religiosos y las disputas por el poder-, junto a reflexiones de profunda raigambre existencial: el amor, el erotismo, las relaciones vinculares, la lectura y la escritura en los umbrales del saber, junto con el viaje imaginario al mundo actual, incluidos Chile y el sitio de los acontecimientos -Burdeos, 2009, más precisamente Castillón, lugar de la torre que habitó Montaigne hasta su muerte-.

Edwards estudió Derecho y Filosofía, siguió la carrera diplomática y actualmente es embajador de su país en Francia. Tiene una producción de enorme calidad literaria y ha recibido numerosos galardones, entre ellos el Premio Nacional de Literatura 1994, Planeta Casa de América 2008 y el prestigioso Cervantes 1999.

La pregunta obligada para iniciar el recorrido es ¿quién era Montaigne? aunque, más allá de la respuesta cierta o de las evocaciones que nos remiten al creador del “ensayo” como género, lo valioso gira en torno de las asociaciones y reflexiones desatadas (y que desata) Edwards al memorar una época virulenta, capaz de contener un pensador de esa naturaleza, que escribía frases en latín- en las vigas de su torre, al igual que Neruda en Isla Negra.

El libro mezcla lo anecdótico con lo personal. Con una introducción netamente autobiográfica, explicita ciertas actitudes criticadas por opositores ante su “falta de compromiso político”. Al igual que Montaigne, su lema siempre fue tomar partido pero no como hombre de partido. De este modo comienza el periplo difícil de categorizar, ya que es una investigación novelada o un ensayo de investigación, que alterna lo documental con lo conjetural, lo propio con lo ajeno, lo privado con lo público, en una síntesis de extraordinario valor que incita a seguir leyendo y profundizando. Esos vaivenes serán una constante de la bipolaridad manifiesta en todas las actuaciones, como Montescos y Capuletos, güelfos y gibelinos, para resaltar los contrastes (inútiles) en que se debatían. Juega con dos Migueles emblemáticos en la historia del pensamiento (Cervantes y Montaigne), sus intenciones, el valor de sus propuestas y la carga del nombre (Montaigne se llamaba Michel Eyquem de la Montaña, en alusión al sitio elegido para vivir-).

En su decurso, el relato sorprende con ciertos juegos de lenguaje, sutilezas e ironías, especialmente cuando se compara el ingenio de aquella época con las actuales, por ejemplo el excesivo respeto por el conocimiento que tenía el padre (de Montaigne) quien -al igual que el campesinado chileno de fines de siglo XIX y comienzos del XX- valoraba y respetaba a los pensadores, mientras que en la actualidad los brutos admiran la brutalidad ajena y los cultos se ven obligados a disimular lo que saben para no ser discriminados. La admiración por el conocimiento llevó a que Montaigne aprendiera latín y leyera y escribiera desde muy temprana edad.

Singulariza su particular estilo en la brevedad, el dinamismo, juguetón y reflexivo, en una escritura por momentos “descosida, fragmentaria” alternada con citas impredecibles (de los grandes poetas latinos), con muchas escenas sugeridas, sin cerrar. En ese caudal de propuestas hay sugerencias profundas sobre el amor, la mujer, las relaciones “matrimonio y erotismo andaban por cuerdas separadas”, sumado al anecdotario erótico. Aunque siempre estuvo casado con la misma mujer, no las perdía de vista. Casi al final de su vida le encomiendan una joven de la zona (Marie de Gournay, precursora del feminismo), su “fille d’adoption”, con quien parece haber tenido una intensa relación a pesar de la diferencia de edad.

Placer y peligro, extremos opuestos como sinónimo de vida, consideraba que debían ir juntos, aunque siempre debía aletear la amenaza de la separación “el dolor de haber perdido y el miedo de perder venían a ser lo mismo”.

Edwards autor y voz narrativa explícita en la primera o en la tercera persona- destaca junto a la opinión de otros pensadores de la época- que Montaigne abrió el camino a Molière, Diderot, Rousseau -entre otros-, señalando la libertad de pensamiento como preanuncio de nuevos paradigmas.

Resulta infructuoso acotar la maravilla de este libro en apenas una reseña, ya que invita al debate, porque tal como señala Edwards- “escribo una fantasía muy personal, mi Montaigne”, destacando que no le alcanzaría esta vida para continuar el entramado de las historias que genera escritas en los márgenes, en agregados, en alusiones-. Si bien desobliga al lector al seguirlo en el desafío, apela a su curiosidad para no perder de vista la genialidad de una época, que tanta luz podría arrojar en la actualidad.

Continuando con el juego de los extremos, avanza en la cocina de la escritura de famosos de ayer y de hoy y la importancia de la lectura para saber actuar. La negativa de Montaigne al rey (Enrique IV) es la mejor señal de un pensamiento educado para el discernimiento, en rechazo al sometimiento y en defensa de la libertad.

El remate diestro y certero lo da al final, en su íntimo recorrido por la torre, mirando y tocando (e imaginando) cada milímetro transitado por Montaigne, hasta descubrir una silla de montar entre los libros, como una metáfora explícita de libertad.

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Jorge Edwards.Foto: Archivo El Litoral