En Nuevo Torino

Todavía existen los quijotes

Todavía existen los quijotes

Miguel Haberkon instaló un tambo en pleno campo agrícola. Pese a las inundaciones y las mudanzas, supieron armar un equipo eficiente que sorteó las peores crisis sustentado en la unión familiar, en donde todos colaboran.

 

Federico Aguer

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“El secreto es que somos una empresa familiar, todos hacemos de todo”, dice Miguel Haberkon. En el tambo a metros del peaje de Nuevo Torino, él y su familia trabajan codo a codo en el emprendimiento familiar.

Al rodeo de 40 vacas se lo ordeña a las 7 de la mañana y a las 7 de la tarde. En el primero trabajan Mónica (su mujer) e Iván (su hijo menor). En el segundo colaboran sus hijas, que al mediodía ya volvieron de cursar el colegio en Pilar.

Miguel y Luis, el mayor de los hijos de la pareja, también se suman a la tarea a la tarde, después de volver de Rafaela, donde trabajan en la construcción.

No hay lujos en la casa de los Haberkon, a metros de la cabina de peaje, sobre la ruta 70. Pero se respira a flor de piel y en cada frase el mandato familiar que trasunta el orgullo de vivir ligados al campo.

“Ni loco se vengan para acá. Este campo está gastado por el abuso agrícola”, les decían los vecinos, cuatro años atrás. Pero no conocían la determinación de esta familia dispuesta a volver a empezar con cada golpe de la vida.

El origen

“Yo me vine con mis viejos a Colonia Bossi (departamento San Cristóbal) desde Entre Ríos”, recuerda Miguel, el mayor de 8 hermanos que vinieron a esta provincia buscando un futuro mejor.

Hasta los 22 años se desempeñó como tambero en distintos establecimientos, pero el problema de la falta de canales provocó sucesivas inundaciones, y el agua se fue acumulando en los campos de la región. “Desde Sunchales hasta Arrufó no había un tubo de alcantarilla que cruzara la ruta 34. Por eso con mi hermano nos vinimos a Rafaela, allá ya no se podía hacer más nada”, agrega.

En esos días, tal vez más que ahora, la diferencia la hacía la buena voluntad de la gente. En plena inundación, un vecino los sacó por la ruta en un destartalado Rastrojero que a duras penas podía pasar por lugares totalmente anegados. “Ahí dejé de trabajar en el tambo y comencé con la construcción con una gente amiga”, rememora Miguel. Pero los grandes desafíos recién comenzaban.

En 1983 se casó con Mónica, con quien compartió desde el inicio el proyecto de vida en el campo como una verdadera pasión. Y partieron a Presidente Roca a vivir tranqueras adentro. “Al llegar, nos volvimos a inundar. Yo era rafaelina y no tenía idea de cómo era una vaca”, confiesa Mónica, hoy una tambera hecha y derecha.

Al perder todo se volvieron a Rafaela en el 89 a trabajar en la fundición del suegro. “Estábamos muy perseguidos por el agua”, dicen. “Cada vez que la cosa se encaminaba, el agua nos volvía a tirar todo para atrás. Hasta el 95 estuvimos allí, cuando nos volvimos a vivir al tambo de los Zurvera en Presidente Roca”, recuerdan.

Golpe a golpe

Mientras el mate pasa de mano en mano, la recorrida de esta historia es corregida y enriquecida por Luis, el hijo mayor, quien dispara con una memoria prodigiosa las fechas emblemáticas de este derrotero familiar.

“En el 98 nos independizamos y alquilamos un tambo. Pero volvió la inundación, perdimos todas las pasturas; las resembramos y las volvimos a perder. Un 24 de abril del 99 cayeron 360 mm., justo en el cumpleaños de Carolina”, sentencia el joven que ya hizo abuelos a Miguel y Mónica dos veces.

La historia siguió su marcha implacable. En 2001 dejaron Roca y se fueron a Lehmann, donde permanecieron hasta junio de 2006, siempre trabajando en el tambo.

Pero en 2002 les tocaría el golpe más cruel, cuando Luis, (Lito) uno de los hermanos de Miguel muere junto con su mejor amigo trabajando en el tendido de un boyero eléctrico. “Eran socios, amigos, hermanos; fue un golpe muy duro. Se nos vino todo abajo, yo tenía garantías firmadas en tres mutuales y en dos financieras porque él ya había hecho un tambo grande, y siempre nos ayudábamos, yo le firmé esa garantía y cuando murió todos nos bajaron el pulgar, se nos cayeron todos encima, tuvimos que vender parte del tambo, las vaquillonas, todo”, cuenta Miguel con la voz quebrada por la emoción.

Después de cinco años de esfuerzo muy duro pudieron pagar las deudas. Habían logrado implantar más de 90 hectáreas de alfalfa, confeccionaron una buena cantidad de rollos, el tambo funcionaba una vez más, pintaba todo bien, mejorando día a día.

Pero el 26 de marzo del 2007, cuando en 30 horas cayeron 600 mm., el mundo se les vino encima. “Ahí se terminó todo. Uno de los campos era cañada, destinado a los terneros, y quedó bajo dos metros de agua. La lluvia se llevó los rollos que habíamos preparado, el sorgo para cosechar también desapareció, de las 90 has. de alfalfa no quedó ni una planta. No había leche, nada”, acota Luis.

Lo que no mata...

En medio de la crisis reinó la desesperación. Ordeñando a mano sin luz; sacando a varear las vacas por el camino, ingeniándoselas como se podía para sobrevivir bajo el agua. “Del gobierno mejor ni hablar. Nunca recibimos ayuda, y eso que perdimos más de 180 animales”, cuantifican. El tambo era el único lugar que había quedado sobre el agua, ya que la casa estaba inundada totalmente.

Como si fuera poco, después del agua, el invierno se descargó con 93 heladas consecutivas como tiro de gracia. Mortal para cualquiera, pero no para los Haberkon.

Una noche -“el 9 de julio”, acota con su precisión Luis- era tal el frío que prendieron un fuego para pasar la noche junto a los animales formados en círculo alrededor del calor, tapándolos con colchas viejas, todos temblando de frío pero juntos. Tal gratitud a las vacas hoy en día es difícil de encontrar, aunque para ellos sea algo natural. “De ellas vivimos y les reconocemos todo lo que nos dan. Es más, cuando se ponen viejas no las mandamos a la feria para que no vayan a la matadero”, se sonrojan.

Para entonces habían dejado la construcción, creyendo que el campo iba a dar para todo, pero no fue así. Entonces, no tanto como ahora, la buena voluntad y la hombría de bien volvieron a hacer la diferencia. Hubo dos vecinos (Juan Carlos Trinca y Germán Albrecht), quienes realmente les dieron una mano proporcionándoles un equipo de maíz para alimentar los animales, sin siquiera firmar un papel. “33.000 kg. de comida que nos permitieron salvar la poca hacienda que nos quedaba. Nos habíamos adeudado mucho, y hubo que empezar desde menos de cero. Pero la familia me hizo sacar fuerzas para seguir”, nos dice Miguel, mate en mano.

Rutina y alegría

En 2009 sale la posibilidad de alquilar este campo de 100 hectáreas sobre la ruta 70 que estaba abandonado entre el aserrín y la viruta. Había sido usado para agricultura, y tenía montado un viejo aserradero. “Era un yuyal, y en pleno junio nosotros sembrando alfalfa. Tambo y vacas alquiladas, otro volver a empezar”, sonríe Luis.

Si bien la estructura del tambo estaba medianamente disponible, no había alambrados, calles, nada. Tuvieron entonces que ponerse manos a la obra para refundar un tambo en el medio de la nada. A contracorriente de la tendencia sojera.

Se hizo una parte de alfalfa y algo de trigo para pastorear. Se sembró moha para preparar la tierra y mucho fertilizante para recuperarla un poco. Los resultados están a la vista. “Hoy en día estamos rodeados por una alfalfa que la gente para en la ruta para preguntar cómo la hicimos”, se ufana Miguel.

Lo curioso es que los ingenieros le aconsejaron que no moviera la tierra, y él hizo todo lo contrario. “Me aconsejaron que no moviera las tierras porque no iba a sacar nada. Hice todo lo contrario, tal como lo hacía mi padre”. Y la labranza aplicada a conciencia pudo volver a la vida a este campo castigado. Hoy los mismos ingenieros reconocen su error y lo ponen a Miguel de ejemplo por el cambio logrado en tan poco tiempo.

El método

El secreto: la observación, primer paso del método científico. “Estuve siempre arriba del campo y soy muy observador de todo”, dice. Cuando llueve, el hombre se pone la capa y sale a ver dónde va el agua. Después prepara el arado con la melga chica para hacer los canales que descarguen el agua para donde tiene que ir y evitar el estancamiento sobre la alfalfa. Y es cierto, porque con toda la lluvia reciente, el lote se muestra limpio, sin un sólo charco.

Por lejos, ese era el peor campo de la zona, el mismo que ahora fructifica. “No sabés dónde te metiste”, le decían los mismos que ahora reconocen con justicia: “Nunca vi a nadie trabajar la tierra tan a conciencia como Miguel”.

La alimentación es netamente pastoril. Se basa en alfalfa con suplemento balanceado y para las vacas en posparto (45 días) se le agrega maíz molido. Momentáneamente no le dan rollo porque están sin tractor.

“Estamos con muy buena proteína y grasa, medimos para nosotros, sabiendo en base a cómo se alimentan. Vos sacás las cuenta, y a veces no vale la pena reforzarle la dieta”, dice Luis. Cada 30 o 60 días el veterinario hace el control reproductivo. Por ahora suspendieron la Inseminación Artificial por un tema de costos. Miguel tiene hecho el curso y lo aplicó mucho tiempo, pero no dan los números, aunque esperan volver a implementarla pronto.

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Un equipo, una familia. Miguel Haberkon y los suyos refuerzan día a día la importancia de la vida rural.

Fotos: Federico Aguer

En retrospectiva

Hoy son sus hijas las que de día van al colegio y de noche hacen el tambo. Todos trabajan de 14 a 17 horas por día. “A veces veo lo que le hago hacer a mis hijos y mi señora y me siento mal”, se justifica Miguel. “No es tan así, si a mí no me hubiera gustado el campo no estaría acá”, le responde Mónica, ese verdadero puntal sobre el cual se mantiene el cotidiano sueño del tambo. Sin embargo, para este entrerriano de 52 años, mantenerse como un quijote en el tambo le significó sortear momentos muy duros, en los que la familia le marcó el rumbo y le inyectó las fuerzas para seguir. Su baquía y hombría de bien (en el campo y en la vida) le permitieron sembrar la semilla cuyos frutos, hoy -emocionado- se permite relatar. Y se anima a diagnosticar un problema estructural contra el cual se ha decidido a luchar. “Antes en 1.000 hectáreas había 15 familias que ordeñaban, con 6 a 12 hijos cada una. Con eso vivía la familia, el dueño, el veterinario, el que buscaba la leche, etc. Unas 120 personas promedio. Hoy en esas 1.000 has . vive una sola persona, y esa persona tiene un empleado y ni siquiera viven allí. Hoy esa gente se va a la ciudad a las grandes villas miseria, y ya no se consigue más gente para trabajar en el campo. Con dinero le sacan a la gente la dignidad, las ganas de progresar, de ser alguien en la vida. No creo que quede mucha gente como nosotros que la sigue peleando así”, finaliza. La soja corrió a la gente del campo, es verdad, pero no a los Haberkon.

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Bajo el agua. En 2007 las lluvias dejaron afuera a muchos tamberos de la región. Ellos redoblaron la apuesta. Foto:Gentileza