Recinto de vida y luz

Por Diego E. Suárez

“La eterna orfandad”, de L. Pablo Casals. Santa Fe, edición del autor, 2011. Colección de La Abadía, serie “Abril del 91”.

Tiempo, memoria e infancia podrían ser las palabras claves de La eterna orfandad, de L. Pablo Casals: veinte poemas repartidos en tres trípticos (“Los mitos”, “La faena del destino”, “La resignación”) y dos partes -la primera y la última- de seis y cinco poemas respectivamente: “La infancia perdida” y “Estado de inocencia”.

En sus Confesiones, San Agustín describió a la memoria como un inmenso recinto (“aula ingenti memoriae”) y al tiempo como una trinidad fundada en el presente: el presente del pasado sería la memoria, el presente del presente la visión y el presente del futuro la espera. Eliot nos dejó esta síntesis en sus Cuatro cuartetos: “El tiempo presente y el tiempo pasado/ están quizá presentes los dos en el tiempo futuro/ y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado”.

Con frecuencia hacemos una analogía entre museo y memoria, lo cual es un error. La memoria no alberga figuras de cera ni rompecabezas de huesos o arcilla. Es un inmenso recinto lleno de vitalidad con inquilinos que gozan, sufren, se reproducen y mueren a la par nuestra en un presente continuo. Los que no, rescinden el contrato de locación y se marchan al olvido.

En su libro Casals hace presente, recuerda, representa a algunos pobladores de su memoria.

El primer poema es una remembranza en la que los mínimos detalles son nudos de placer: “Y es de espaldas/ a nuestro mundo tan reciente/ que prepara la cena// Fija los condimentos// Una vez terminado el rito/ nos lleva a la boca/ la carne tibia de su cuerpo” (“Otro pecado capital”) (en ese sazonar en forma de lluvia y aromar a punto de hervor se produce la transubstanciación maternal). Aparece un retrato, constancia de muerte temporal, agitando el árbol genealógico: “Jamás conocí a mi tío Enrique/ pero a veces me visita... / En la foto de los nonos/ es domingo/ La mesa está servida.../ Brindan/ Una de las copas/ está por caer/ Pero nunca lo hará” (“El olvidado”). También está “Don Carca”, un Minotauro reencarnado en viejo misántropo: “Aquel laberinto/ me era familiar/ Las paredes trepaban/ hasta las estrellas/ y la última puerta/ escondía a Don Carca... / Decíamos en el barrio que era un dios.../ pero algo se le marchitaba dentro” (por este poema el autor recibió el Primer Premio en el Certamen Nacional de Poesía “Hugo Mandón”, 2009).

Que la infancia sea una de las palabras claves se debe a que el poeta recupera la infancia perdida al fusionarse con un pequeño ser en estado de inocencia: “Joaquín logró/ que no envejezca.../ Ahora me digo padre/ y celebro esta nueva inseguridad/ que me mantiene vivo” (“Conjetura final”).

El poeta dedica el primer poema del libro a su mamá; el último, a Caro: “Comparten el aliento/ la sensación/ de estar yéndose/ por un oscuro/ mar/ bajo la piel/ Y el viaje es lento...” (“Hacia la tierra de los sueños”). Como dice Alberto Serruya en el posfacio, “la escena es circular y concéntrica”. Ambas madres -la una en acto, la otra en potencia- abren y cierran un poemario donde La eterna orfandad -felizmente- brilla por su ausencia: en este recinto sólo hallamos luz y vida pasada, presente y futura.

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“The Unexpected Answer” (1933), de René Magritte.