Opinión

El estado del Estado

El escándalo en torno de Shocklender y la Fundación Madres de Plaza de Mayo es otro ejemplo del desmantelamiento del Estado que se esconde bajo el discurso de su “recuperación”.

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20 cajas con documentación y computadoras fueron retiradas de un departamento alquidado por Madres de Plaza de Mayo para uso de Pablo Schoklender. El allanamiento fue ordenado por el juez Norberto Oyarbide a pedido de Hebe Bonafini.

Foto: DyN

Por Sergio Serrichio

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El caso de asociación ilícita, fraude, enriquecimiento personal y otras yerbas en torno de la Misión “Sueños Compartidos” de la Fundación Madres de Plaza de Mayo, del cual han surgido hasta ahora fuertes evidencias de manejos escandalosos del ex apoderado de la Fundación, Sergio Shocklender, es una muestra más de algo que ya hemos aludido en esta columna: nunca en la historia argentina el Estado había sido cooptado y manejado sin control por particulares como viene sucediendo desde 2003.

El caso más cercano en los últimos 60 años fue el de la dictadura militar, cuando entre 1976 y 1983, un grupo de fanáticos neoliberales se apoderó de las palancas macroeconómicas y recurrió sobre todo a los manejos financieros para concretar enormes transferencias de riqueza, y otro grupo asociado, de militares asesinos y corruptos, y sus acólitos, se apoderó de las grandes empresas públicas para manejarlas a su antojo.

De esa alianza inestable (el proceso tuvo una primera etapa dominada por el primer grupo, que encarnaba José Alfredo Martínez de Hoz, y otra a partir de 1981, marcada por las tensiones entre ambos) resultó, por caso, el vaciamiento de YPF y su uso para generar gran parte de la gigantesca deuda externa que, en diciembre de 1983, recibió la democracia.

Con el juicio a las Juntas, algunos cambios en la Justicia y ciertos programas de reparación, el gobierno de Alfonsín intentó recuperar la institucionalidad básica del Estado de Derecho, pero fue presa del fracaso fiscal y falló por completo en el manejo de las entonces numerosas empresas públicas, que siguieron siendo una rémora tanto económica (gruesos déficits, pésimos servicios) como política. Sobre ese fondo, sobre ese humor social, prendió el discurso de la liquidación de los noventa.

Menem emprendió el más amplio programa privatizador de la historia argentina y el más amplio de América Latina. Liquidó activos públicos a cambio, en gran parte, de papelitos de deuda. Cedió sectores completos de actividad en condiciones tarifarias y regulatorias extraordinariamente favorables a los compradores y desfavorables a los usuarios. Fue, en suma, un gran dador de negocios. Pero una vez cedidos, éstos pasaban a ser manejados por la empresa correspondiente.

A ese avance de los intereses particulares, a ese desmantelamiento del Estado, que incluyó la privatización del sistema previsional, mediante la creación de las AFJP (el miembro informante de esa reforma, quien arengó al bloque oficial en el Congreso, fue el entonces diputado Oscar Parrilli, actual secretario general de la Presidencia), el avance de las escuelas privadas en la matrícula escolar y el de las empresas de medicina prepaga en el sistema de salud, a partir de 2003 se agregó una modalidad hasta entonces inédita: la privatización del gasto público.

Lo público, privado (de control)

Bajo el kirchnerismo, el manejo de los recursos del Estado dejó de ser una cuestión pública, sujeta a control y pasó a depender del vértice político. De allí desciende y se ramifica en unos pocos funcionarios y una red de capitalistas y gestores amigos y “organizaciones sociales”, a menudo vinculadas mediante concesiones irregulares, licitaciones amañadas e instrumentos oscuros como los fideicomisos. Todo para evitar la rendición de cuentas. Hasta lo público dejó de ser público. Menem recargado.

¿Por qué, entonces, una parte importante de la sociedad, tal vez incluso su primera minoría, aprueba la actual gestión como una “recuperación” del Estado, supuestamente en contraste con la liquidación de los noventa?

En primer lugar, en los últimos años ha habido un fortísimo avance de la fiscalidad, esto es, de la capacidad del Estado de hacerse de recursos y disponer de ellos. Esto se debe al crecimiento del PIB, a los muy favorables términos del intercambio (precios de los productos exportables como nunca tuvimos) y, a partir de 2006, a la inflación. Según precisa un estudio del Ieral, desde 2001 a 2010 la recaudación impositiva pasó de 23,6 a 34,7 por ciento del PIB, mientras que la participación de los asalariados cayó de 30,8 a 29,6 y la de los “no asalariados” de 45,6 a 35,6 por ciento. En resumen, la mordida fiscal sobre la torta es once puntos más grande: uno a costa de los asalariados y diez a costa de los “no asalariados”.

El grueso de esos recursos, obviamente, se volcó al gasto público: más obra pública, más empleo público, aumento del número de jubilados y de la jubilación mínima, aumentos salariales en general y recursos para fines antes postergados. Por caso, hoy hay 2,2 millones de jubilados más que en 2003 (en gran medida, por la moratoria previsional), un millón de nuevos empleos públicos y 3,5 millones de chicos cuyas familias perciben la Asignación Universal por Hijo. Esa sola suma resulta en 6,7 millones de personas beneficiadas por la munificencia del Estado K.

Mirando para otro lado

Nada de esto está mal per se, pero sí plantea cuestiones de sostenibilidad (por caso, ¿hasta cuándo se podrá estirar la cuenta de subsidios a la energía y el transporte?), eficiencia (un gasto público de nivel “escandinavo”, ¿no debería aparejar prestaciones públicas “escandinavas”?) y, como se dijo, rendición de cuentas.

Pero todos los funcionarios públicos involucrados en el escándalo de la “Misión Sueños Compartidos”, que transformó indirectamente a Madres de Plaza de Mayo en la segunda mayor constructora del país (por número de empleados) se hacen los tontos, como si asignar 1.250 millones de pesos y girar 765 millones del erario público (ésa es la suma ya pagada, la fuente de las excentricidades de Shocklender) no generara responsabilidades en el dador.

Ni en el receptor. Pues al presentarse como querellante contra Shocklender, la presidenta de Madres, Hebe de Bonafini, no sólo toma prestado un truco de su ex asesora financiera, Felisa Miceli (que en 2006, luego de que se descubriera una partida de 587 millones de pesos para el grupo Greco, se constituyó como querellante en el pago irregular que ella misma había autorizado) sino que esquiva olímpicamente su propia responsabilidad.

Más allá de su resolución judicial, la saga de Shocklender y el uso de las Madres de Plaza de Mayo no sería sólo un caso de fraude con fondos públicos (de hecho privatizados) sino, fundamentalmente, la malversación de un discurso público.