De “Juego de niños”

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Alice Munro, fotografiada en 2002.

Foto: Paul Hawthorne

Suele catalogarse a Alice Munro de narradora de hechos cotidianos, mínimos, banales. Nada menos cierto; sus historias están plagadas de hechos y personajes excepcionales, con la irrupción de no pocos asesinatos y conflictos éticos cruciales. Que la narración se despliegue en un devenir sostenido y rutinario no implica que la fatalidad y la tragedia no aniden en sus páginas. Esa corriente a la que el lector es arrastrado, de arroyo que imperceptiblemente (o por momentos desbocada, inevitablemente) se puebla de remolinos o desemboca en cataratas, es el mayor logro de la capacidad narrativa de Munro, como se demuestra una vez más en los relatos de “Demasiada felicidad”, del cual extractamos estas páginas del cuento “Juego de niños”.

 

Por Alice Munro

Verna era bastante más alta que yo y no sé cuántos años mayor... ¿dos, tres? Era flaca, de constitución tan delgada y con una cabeza tan pequeña que me recordaba una serpiente. El pelo, fino, negro y lacio, le caía sobre la frente. La piel de su cara me parecía tan descolorida como la portezuela de nuestra vieja tienda de campaña de lona, y sus mejillas se hinchaban como la portezuela de la tienda con el viento. Siempre tenía la vista torcida.

Pero creo que no resultaba especialmente desagradable, o eso pensaban otras personas. Mi madre incluso la consideraba guapa, o casi guapa (decía: “que lástima, si podía ser guapa”). Según mi madre, tampoco su conducta tenía nada censurable: “Parece más pequeña de lo que es”. Una manera indirecta e inadecuada de decir que Verna no había aprendido a leer ni a escribir, a saltar a la comba ni a jugar a la pelota, y que tenía la voz ronca, sin modular, y que separaba las palabras de una forma rara, como si fueran pedazos de idioma que se le atragantaban.

Su forma de meterse conmigo y de echar a perder mis juegos solitarios era más propia de una niña mayor que de una pequeña, pero de una niña mayor sin gracia ni derecho, sin nada más que una resolución agotadora y la incapacidad de comprender que no querían saber nada de ella.

Hay que reconocer que los niños son monstruosamente convencionales, que rechazan de inmediato cualquier cosa diferente, fuera de su sitio, incontrolable. Y al ser hija única, me habían mimado (y reñido) bastante. Era desgarbada, precoz, tímida, y estaba muy metida en mis propios rituales y aversiones. Detestaba incluso la diadema de celuloide que a Verna se le escurría continuamente del pelo y las pastillas de menta con rayas verdes o rojas que no paraba de ofrecerme. La verdad es que no se limitaba a ofrecérmelas; intentaba agarrarme y meterme los caramelos en la boca, riéndose sin ton ni son todo el rato. Todavía les tengo manía a las pastillas de menta. Como al nombre de Verna. No me recuerda la primavera, ni la hierba verde, ni guirnaldas de flores o chicas con vestidos ligeros. Me recuerda más bien a un reguero persistente de baba verde, de menta.

Yo no me creía que a mi madre Verna le cayera tan bien. Pero por cierta hipocresía de su carácter, me parecía a mí, por una decisión que había tomado, a mi juicio para fastidiarme, mi madre fingía tenerle lástima. Me decía que fuera amable. Al principio decía que Verna no se quedaría mucho tiempo y que cuando acabaran las vacaciones de verano volvería adondequiera que hubiera vivido antes. Después, cuando quedó claro que Verna no tenía a dónde volver, me tranquilizaba asegurándome que nosotros nos mudaríamos pronto.Tenía que seguir siendo amable un poquito más. (Lo cierto es que tardamos todo un año en mudarnos). Al final perdió la paciencia y decía que se había llevado un chasco conmigo y que jamás habría pensado que tuviera tan mal carácter.

—¿Cómo puedes echarle la culpa a una persona por haber nacido así? ¿Acaso tiene ella la culpa?

(De “Demasiada felicidad”. Lumen, Buenos Aires, 2011).