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Avatares y valentías de Sábato

Avatares y valentías de Sábato

“Sábato, el hombre. La biografía definitiva”, de Julia Constenla, recorre meticulosamente la vida del autor de “El túnel”.

Foto: Archivo El Litoral

(EFE)

Poco después del 30 de abril ppdo., cuando a los 99 falleció Ernesto Sábato, Elvira González Fraga, la mujer que le acompañó desde que el autor enviudó, en 1998 declaró que él no era muy querido en el mundo intelectual. A su entierro no se hicieron presentes casi ningún colega, porque hubiera sido “políticamente incorrecto”, aunque una multitud de lectores y “gente sencilla” había asistido y obligado a extender durante más horas de lo previsto el sepelio. Y recordaba sin embargo la amistad de escritores internacionales como Augusto Roa Bastos o José Saramago. En un apéndice con cartas dirigidas a Sábato, publicadas en el libro de Julia Constenla (Sábato, el hombre. La biografía definitiva, editado por Sudamericana) puede constatarse que una cantidad enorme de escritores superlativos lo querían y admiraban: Albert Camus, Graham Greene, Silvina Ocampo, Julio Cortázar, Witold Gombrowicz, Umberto Eco, Victoria Ocampo o Roland Barthes.

“A Ernesto ya no lo lastiman agravios, no lo rozan inexplicables reticencias, ignora los olvidos”, escribe Julia Constela, después de haber repasado meticulosamente las aventuras y desventuras del autor de Sobre héroes y tumbas. Entre tantos episodios recuerda la amistad con Arturo Jauretche, que durante el peronismo se jugó por conseguir un puesto a Sábato, a pesar de su oposición política, puesto que aunque Sábato no aceptó siempre valoró por los riesgos que había comportado en aquella época de intolerancia.

Recuerda especialmente el papel que Matilde Kusminsky, que sería una esposa talentosa y un firme sostén para Ernesto. “Recatada y perseverante, Matilde escribía sus poemas y breves relatos en prosa. Ernesto siempre la incitó a publicarlos, pero ambos preferían evitar el riesgo que implicaba para ‘la mujer de Sábato’ aparecer con obra propia cuando su marido era un autor tan discutido”.

Recuerda las valentías políticas de Sábato, precisamente la que hoy tantos intelectuales “bienpensantes” se permiten objetar y despreciar. “Matilde y Ernesto no estuvieron de acuerdo con la revolución del 4 de junio de 1943 ni con los sucesivos gobiernos de Perón. Conviene reiterar, por mera precisión histórica, que así como quedó cesante en 1945 por denunciar la muerte del estudiante antiperonista Salmún Feijoo, en 1956 se vio forzado a renunciar a la dirección de la revista Mundo Argentino por denunciar las torturas a militantes peronistas”.

O el discutido almuerzo con el entonces presidente de facto Videla. Asistieron Jorge Luis Borges, Leonardo Castellani (con el objetivo preciso de mediar e informarse sobre el secuestro de Haroldo Conti), Horacio Ratti (que pediría por escritores presos o desaparecidos) y Ernesto Sábato, que “además de dejar en claro el clima de ilegalidad y zozobra, debía pedir información sobre la suerte corrida por el escritor mendocino Antonio Di Benedetto”. Al final del encuentro Sábato declaró a la prensa: “Hay otra cosa que me angustia y que me sentí en la obligación de plantear: la caza de brujas. Esta historia es desdichadamente vieja en la Argentina, se ha repetido en varias oportunidades, con el desastre consiguiente no sólo para la libertad del hombre, sino hasta para la propia eficacia y desarrollo del país”. ¿Cuántos de los intelectuales que hoy, en general cómodamente instalados en cargos público, en prestigiosas cátedras o sabrosas becas de investigación, critican aquel esfuerzo serían capaces de hacer oír así su voz en momentos en los que realmente el peligro es -como era entonces- atroz y el silencio total?

Y por supuesto están los datos y comentarios relacionados con sus libros, esos libros que Sábato escribió con hondura singular y rigurosa responsabilidad, como da fe esta declaración con respecto a las entrevistas que lo acosaron durante gran parte de su vida: “Algunos se quejan porque yo quiero revisar la entrevista o contestar por escrito. Entendámonos: si alguien va a leer, alguien tiene que escribir, y si ese alguien cree que va a leer a Sábato, Sábato tiene que intervenir en el asunto. No me parece razonable que una mala interpretación, una frase desafortunada, una palabra que no se encontró a tiempo impida el conocimiento de algo que se tiene interés en decir. Yo he pasado noches en vela decidiendo si un párrafo terminaba en punto y coma, punto o puntos suspensivos. Ni qué decir del tiempo que he pasado buscando una palabra, una sola, simple palabra. Por eso ya no soy capaz de permitir que me entrevisten al paso, entre un bocado y otro. A propósito, quiero leer estas notas del prólogo. Uno nunca sabe”.