Crónicas de la historia

Disquisiciones sobre un gran hombre

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Rogelio Alaniz

En los últimos años San Martín ha despertado reacciones curiosas. Como es sabido, desde que se decidió transformarlo en “Padre de la Patria” fue el gran intocable de la historiografía argentina, alguien sobre el cual no se podía hacer ninguna observación extraoficial so pena de ser calificado de traidor a la patria o algo peor.

Sin embargo, con el retorno de la democracia y la divulgación de los textos históricos, empezaron a circular rumores referidos a su vida íntima, rumores que en lugar de provocar rechazos suscitaron una sorprendente curiosidad. Los trascendidos alcanzaron a la madre y al padre del prócer y luego no se detuvieron hasta poner en discusión la honorabilidad de su esposa, la dulce y sufrida Remeditos Escalada.

No conforme con ello, los rumores cruzaron la cordillera de los Andes y tanto en Chile como en Perú ventilaron su frondosa vida afectiva. Y así podríamos continuar con esta suerte de culebrón sentimental en el exilio, sin privarnos -si alguien lo reclama- de indagar sobre sus ardientes años juveniles en Cádiz.

De más está decir que estos chismes que suelen fascinar a cierto público carecen de entidad histórica, no sólo porque en la mayoría de los casos no son verdaderos o no están probados, sino porque incluso los que no faltan a la verdad suelen presentarse sacados de contexto o reducidos exclusivamente a su condición de chisme.

Esta suerte de festival de chismografía sanmartiniana, es probable que sea una respuesta desprolija y frívola a la severidad que practicaban en otros tiempos los celadores ideológicos encargados de velar el templo del prócer, severidad rayana en la obsesión y la represión de todo aquel que se atreviera a poner en dudas el más mínimo detalle del libreto oficial.

Ese interesante director del cine nacional que fue Leopoldo Torre Nilsson, cada vez que era criticado por haber filmado la vida del “Santo de la espada”, decía que sus errores estaban justificados porque los “dueños” de San Martín controlaban de cerca hasta los más mínimos detalles y le impidieron toda posibilidad de hacer algo medianamente creativo.

Por suerte para todos, estos cerrojos se han roto y hoy como en cualquier país civilizado del mundo cualquiera puede opinar sobre San Martín sin correr el riesgo de terminar en la hoguera. La libertad que cada uno disponga para referirse al prócer no significa avalar las barbaridades y torpezas que se presentan como rigurosos datos históricos. Al respecto, nunca está de más saber que por más que a muchos lectores les moleste, son los historiadores los más indicados no para opinar sobre San Martín, sino para construir conocimiento histórico alrededor de esa personalidad. Puede que sus libros no sean tan entretenidos como los chismes a los que nos referíamos, pero a riesgo de ser un aguafiestas insisto en que siempre es bueno saber que como dijera un reputado sociólogo, la historia no la escriben los que ganan o los que pierden, sino los que la estudian.

Lo que vale para la historia en general vale para San martín y si bien las libertades que disfrutamos nos habilitan para decir lo que mejor nos parezca del tema, también en nombre de esas libertades, y en nombre del verdadero conocimiento, es necesario decir que San Martín tiene vigencia porque fue un protagonista de nuestra historia y si bien el estudio de ese protagonismo toma como objeto una personalidad, se extiende luego a escenarios y procesos más amplios que son precisamente los que hacen inteligible esa personalidad.

Discutir si San Martín es hijo de indios o de blancos puede tener alguna importancia siempre y cuando cualquiera de las afirmaciones que se hagan estén debidamente documentadas y, en cualquiera de los casos, el color de su piel o el valor patrimonial de su cuna no altere la calidad de su obra política.

Algo parecido puede decirse respecto a sus estudios en España o la sinceridad de su pasión por Remeditos. En todos los casos no esta prohibido comentar estos chismes, y en efecto ningún historiador se priva de hacerlo con la salvedad que lo que diferencia al historiador de doña Rosa es su afán de conocimiento y su rechazo a todo lo que sea prejuicio o morbo.

Hechas estas aclaraciones, admitamos que la personalidad de San Martín es controvertida, como no puede dejar de de ser toda personalidad que merezca la calificación de interesante. Pero tan interesente como sorprendente es la relación que los argentinos hemos mantenido con San Martín, al punto que a cualquier observador externo le llamaría la atención, por ejemplo, que nuestro “padre de la patria” no haya nacido en la Argentina y no se haya criado ni educado como argentino.

En efecto, cuando nació en el mítico y lejano Yapeyú, nadie sospechaba entonces que ese territorio alguna vez se iba a llamar Argentina. Hijo de españoles, criado por españoles en tierras que entonces eran españolas o colonias españolas, San Martín retorna a España cuando aún no ha cumplido los cinco años y vivirá allí hasta los treinta y tres o treinta y cuatro años. En España estudiará, guerreará, desarrollará su carrera militar y se hará hombre.

Como sabemos, el padre de la patria llega a Buenos Aires en 1812 cuando ya era un treintañero hecho y derecho. No sabemos cómo hablaban los porteños en aquellos años pero sí tenemos derecho a sospechar que San Martín cuando llegó a Buenos Aires hablaba con los tonos y los giros de un español.

Discreto, austero, exigente consigo mismo y con los demás, pronto se destacó en la sociedad porteña por sus dotes militares y políticos. Sus biógrafos recuerdan la asonada del 8 de octubre de 1812 para decir que fue el autor del primer golpe de Estado de la Argentina. Para quienes se regocijan con ese dato supuestamente histórico que lo coloca a San Martín como el primer militar golpista de estos pagos, conviene recordar que la imputación es falsa por la sencilla razón de que en 1812 en estas tierras que todavía no se atrevían a llamarse Argentina, no había Estado, por lo que mal se puede golpear a lo que no existe.

La objeción importa hacerla, porque en historia no sólo se deben justificar los hechos sino que también las palabras deben justificarse, sobre todo cuando se trata de palabras que poseen una entidad conceptual controvertida como es el caso de “Estado”, “revolución”, “clases sociales”, “nación”, “crisis”, por mencionar las más emblemáticas.

Retornando al “padre de la patria”, no deja de ser curioso que, como lo observara Alberdi en su momento, este “padre” llegó a la Argentina ya mayorcito, sus principales proeza militares las realizó en Chile y Perú, de lo que se deduce que en nuestro territorio vivió no más de diez años, una temporada muy breve para alguien que murió a los 72 años.

Habría que decir, por último, que San Martín fue un jefe militar y un político controvertido y que en sus buenos tiempos fue criticado con dureza por sus enemigos. Conviene recordar al respecto que San Martín fue acusado de traidor, infame, ladrón, pendenciero, borracho, asesino, mujeriego y cornudo. En algún momento estas imputaciones arreciaron, al punto que sus amigos llegaron a temer por su vida. Palabras más palabras menos, como se podrá apreciar el tiempo histórico de San Martín no fue muy respetuoso con su figura y es probable que ninguno de sus contemporáneos se hubiera imaginado que en el futuro ese hombre sería el principal prócer de la Nación.

¿Esto quiere decir, entonces, que San Martín fue un invento de Mitre, como dijeron algunos? ¿O un agente de los ingleses, como dijeron otros? Nada de ello. Lo que quiere decir es que los hombres cuando participan en la historia lo hacen con sus virtudes y defectos y ningún protagonista que merezca ese nombre atraviesa las borrascas de su tiempo sin ser criticado.

El mito de San Martín se inicia con “la generación del ochenta” y se fortalece definitivamente en tiempos de Perón, en 1950 para ser más preciso, es decir, con el centenario de su muerte. Es para esa fecha que San Martín se transforma definitivamente en el “padre de la patria”, una denominación que seguramente al primero que lo hubiera sorprendido habría sido a él.

Sin embargo, más allá de las estatuas y el bronce, más allá de los genuinos y legítimos deseos de honrar a un prócer, lo que importa es que la labor política y militar desarrollada por San Martín en estas tierras fue extraordinaria, como también fue extraordinaria su personalidad.

San Martín está donde está en nuestro santoral laico por varios motivos, pero por sobre todas las cosas porque tuvo la virtud, la facultad y el coraje de mirar más lejos que sus contemporáneos, tener bien en claro cuáles eran las tareas históricas más importantes de su tiempo y disponer del talento y el don de mando para realizarlas.