La vuelta al mundo

A diez años de las Torres Gemelas

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Las Torres Gemelas comienzan una agonía que terminaría con el derrumbe. El tradicional perfil de Nueva York observado desde el agua cambiaría para siempre. foto:afp

Rogelio Alaniz

Las imágenes tenían más el tono de la irrealidad que de la pesadilla. El avión de American Airlines que a las 8.46 en punto se estrelló contra la Torre Gemela norte fue una noticia que se difundió por el mundo en el acto. A partir de ese momento todos quedamos conectados a la televisión. La noticia era terrible, pero todavía no se sabía con exactitud si había sido un accidente o un atentado. Las dudas se disiparon 16 minutos después: a las 9.02 un avión de United Airlines se dirigía hacia la Torre Gemela sur.

A esa maniobra tuvimos la oportunidad de contemplarla como si estuviéramos sentados en la butaca de un cine. Todos vimos cómo el avión avanzaba hacia su objetivo y se estrellaba contra esa inmensa mole de hierro y cemento. Stanley Kubrick no podría haberlo filmado mejor, pero como se dice en estos casos, la realidad una vez más superó la ficción. Lo que estábamos viendo en la pantalla no era una película, ni siquiera una obra de terror; lo sucedido -lo sabíamos- era desmesuradamente real, tan real que no terminábamos de hacernos cargo de su demoledora consistencia. Las innovaciones tecnológicas y la globalización mediática nos otorgaban el exclusivo “privilegio” de contemplar desde una platea mundial una tragedia en tiempo real.

Para muchos, el 11 de septiembre de 2001 dio inicio al siglo XXI. El símbolo más elocuente del imperio yanqui, su manifestación más estilizada, solemne y poderosa se derrumbaba con una diferencia de quince minutos. Comparativamente, Pearl Harbor quedaba reducido a una anécdota menor, un episodio desgraciado pero irrelevante, porque después de todo no era lo mismo el ataque a una base militar en el Pacífico que el ataque a las Torres Gemelas en Wall Street, el corazón financiero del imperio. Nunca antes Estados Unidos había sufrido un ataque en su propio territorio. El desafío era terrible y seguramente todo se complicaría un poco más porque la respuesta del imperio trataría de elevar la apuesta.

Unos minutos más tarde un avión de American Airlines conducido por terroristas se estrelló contra el edificio del Pentágono, en Washington, con un saldo de 125 muertos. A las 10.06, el cuarto avión de la compañía United Airlines cayó en Pennsylvania. Los pasajeros de la nave se resistieron a sus captores y como consecuencia de la riña el avión se descontroló con el resultado conocido. Uno de los secuaces de los terroristas aseguró que el objetivo de ese cuarto avión era el edificio del Congreso de los Estados Unidos.

El operativo terrorista más audaz en la historia del terrorismo fue planificado por Al Qaeda. Participaron 19 personas (hasta ahora se ignora qué pasó con el número veinte) divididas en cuatro grupos. Los aviones fueron secuestrados en el aeropuerto Internacional de Boston, el aeropuerto internacional de Washington-Dulles y el aeropuerto internacional Libertad de Newark. En los cuatro aviones viajaban 264 personas. Todas murieron, incluidos los 19 terroristas.

Una interesante novedad para los servicios de inteligencia criolla: antes de las setenta y dos horas, los nombres y las identidades de los terroristas estaban registrados. Quince eran de Arabia Saudita, dos pertenecían a uno de los emiratos del Golfo Pérsico, uno provenía de Egipto y otro del Líbano. Eran fanáticos y suicidas, pero no eran pobres, y mucho menos ignorantes.

El total de muertos ascendió a 2.973 personas. Se registraron alrededor de seis mil heridos y hay hasta la fecha veinticuatro desaparecidos. En la lista de muertos figuran cuatro argentinos, un detalle que tampoco pareció impresionarla demasiado a la señora Hebe de Bonafini, quien en nombre de los derechos humanos saludó alborozada el festival de sangre y muerte perpetrado por los “compañeros” terroristas.

Mientras tanto, el infierno estallaba en el interior de las Torres Gemelas. La tragedia se cebó particularmente con las personas a las que el destino encontró instaladas entre los pisos 90 y 105. Allí la única alternativa de morir consumido por el fuego era la de arrojarse al vacío. Las fotos registran algunas de esas escenas macabras. En una de ellas, un hombre lanzado al vacío en ese escenario gigantesco parece apenas una hoja sobrevolando en el espacio.

Los bomberos relatan que mientras trabajaban entre las ruinas escuchaban el ruido sordo de objetos que caían del cielo y suponían que eran pedazos de cemento o muebles o cualquier otra cosa parecida. Tuvo que pasar un rato para que se dieran cuenta de que esos “objetos” que golpeaban entre los hierros quemados eran seres humanos.

Los grandes héroes de la jornada fueron los bomberos y la policía de Nueva York. Intervinieron con eficacia, coraje y en más de un caso entregando la vida. ¡Paradojas del destino! El alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, el ejecutor de la “tolerancia cero” y el Estado mínimo, debió admitir que en las situaciones límites las únicas instituciones que supieron estar a la altura de las circunstancias fueron las estatales.

La Torre Gemela sur se derrumbó a las 9.56 y media hora más tarde lo hizo la torre norte. El espectáculo fue dantesco: una inmensa nube de fuego y humo. La caída casi simultánea de las torres dio lugar a que se hablara de una carga de explosivos en la base de las torres. Esa hipótesis nunca pudo ser probada, pero alentó las fantasías más truculentas.

No concluyeron allí las novedades. A las 17.20 se cayó el World Trade Center 7 como consecuencia de los destrozos provocados en las Torres Gemelas. A esa hora de la tarde, los habitantes de Nueva York creían que todas las fuerzas del mal se habían abatido sobre su ciudad. Para colmo de males, varios edificios de la zona sufrieron daños irreparables y se estima que seis de ellos debieron ser derrumbados.

Las Torres Gemelas empezaron a construirse a principios de los 60, y hasta 1973 fueron considerados los edificios más altos del mundo. Cada una contaba con 110 pisos y una altura total de 415 metros. Al momento de producirse el atentado trabajaban allí más de cincuenta mil personas y funcionaban 200 empresas de todo el mundo. Las Torres eran visitadas por un promedio de mil turistas por día y la hora de mayor frecuencia de público coincidió con la del atentado.

En febrero de 1995 tuve el privilegio de tomar un café bien caliente y muy bien servido en el bar ubicado en el último piso. Era un domingo nublado, lloviznaba y hacía frío, pero donde yo estaba la calefacción funcionaba a las mil maravillas y, a pesar del mal tiempo, el espectáculo que se contemplaba desde la altura era maravilloso. Cinco años después, los turistas que saboreaban un café o una gaseosa en el mismo bar donde yo estuve no deben haber pensado lo mismo.

Las Torres Gemelas parecen haber estado marcadas por la desgracia y el peligro desde su nacimiento. El 11 de febrero de 1975 se incendió el piso once de la torre norte. Y el 26 de febrero de 1993, a las 12,17, un vehículo que transportaba más de 630 kilogramos de explosivos se estrelló contra una de las torres, Como consecuencia del operativo hubo seis muertos y más de mil heridos.

Lo ocurrido aquel 11 de septiembre de 2001 dio lugar a las más disparatadas conclusiones. Se dijeron cosas sensatas y se tejieron disparates conspirativos de la peor especie. Se dijo, por ejemplo, que la familia Bush estaba comprometida con el atentado, se habló de la complicidad del Pentágono y hasta se llegó a decir que fue un operativo de los judíos para victimizarse ante el mundo. Por supuesto, tampoco faltaron las lecturas proféticas.

En la Casa Blanca y el Pentágono predominó el realismo estatal en sus versiones más duras y peligrosas. Tres semanas después del atentado, Estados Unidos invadió Afganistán con el aval de la OTAN y las Naciones Unidas. Un año y medio más tarde invadía Irak y esta vez los yanquis rompían con todas las reglas de juego internacionales, incluso las diseñadas por ellos al concluir la Segunda Guerra Mundial. Las Torres Gemelas seguían siendo una tragedia, pero también empezaban a ser una excusa.