Concepción isabelina del universo

Ediciones Colihue acaba de publicar una notable traducción de “El Rey Lear”, de William Shakespeare, a cargo del santafesino Rolando Costa Picazo, quien también escribe una ajustada introducción y acompaña al texto de numerosas notas aclaratorias. De esa introducción, transcribimos aquí uno de los apartados.

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Alejandro Urdapilleta en el papel del rey Lear, en una puesta porteña de 2006.

Foto: Archivo El Litoral

 

Rolando Costa Picazo

La concepción isabelina del universo era la de un orden cósmico ordenado y armónico, construido como una suerte de escalera, o Cadena de la Creación, en la que cada cosa creada tenía su lugar, su propio peldaño en la escalera, o eslabón en la cadena. En el punto más alto estaba Dios, Creador y Juez; en el más bajo, las cosas inanimadas. En el punto medio se encontraba el lugar del hombre, que ocupaba una posición magnífica pero vulnerable: era en este punto donde el mundo animal se rozaba con el mundo angelical. Era tierra y cielo, cuerpo y espíritu, bien y mal, razón y pasión. En cualquier momento su naturaleza animal podía conducirlo al derrumbe y sumirlo en la degradación, o el hombre podía caer presa del pecado del orgullo o la arrogancia (el hybris trágico) e intentar exigir un lugar más encumbrado que el que le correspondía. Mientras que se respetara el orden establecido, la situación era básicamente feliz. No es que las desgracias no existieran, pero siempre era posible sobrellevarlas mediante la práctica de las virtudes cristianas y gracias a la bendición del amor. La clave de toda la existencia era la armonía, que residía en el respeto por la jerarquía y la subordinación natural del inferior al superior. Debía haber orden en el universo (macrocosmo), orden en el estado político, y orden en el hombre (microcosmo). Las tres esferas estaban interrelacionadas: lo que sucedía en una tenía su paralelo, correspondencia y repercusión en las otras. El asesinato de un rey —representante de Dios en la tierra— o la usurpación del trono, o una revolución contra el orden establecido, llevaba a un caos que encontraba su paralelo en un desorden atmosférico, como por ejemplo una tormenta o un eclipse, y también en el hombre, que caía víctima del insomnio o la locura. (Véase Tillyard)

En Lear, la interrelación entre el macrocosmo, el estado político y el microcosmo (“el estado del hombre”) se manifiesta con claridad, como atestigua el parlamento de Gloucester sobre las consecuencias de los eclipses y su repercusión en el reino, la familia y el individuo (Acto I, escena II). En esta tragedia, Shakespeare ahonda en la condición humana y en las relaciones antinaturales que pueden darse en la familia entre padres e hijos, y entre hermanos. Quizá Shakespeare escogiera un momento indeterminado en el tiempo, aunque posiblemente precristiano, para profundizar en la esencia del hombre. No obstante, en varias instancias afloran virtudes preconizadas por el cristianismo, como la compasión y la caridad. En consonancia con la cosmovisión isabelina, el desorden familiar se corresponde con el del estado: la ingratitud filial se corresponde con la inestabilidad política, y el caos de los elementos en la tormenta halla eco en el desquiciamiento mental de Lear.

En otras obras de Shakespeare, las alteraciones en el estado del hombre son el insomnio y el sonambulismo. Aquí la alteración es extrema, ya que se trata de la locura.

En ninguna tragedia de Shakespeare, el mal es únicamente externo, producto de la casualidad o el destino. El héroe trágico es destruido porque hay algo en él que contribuye a su propia destrucción. En el caso de Lear, la tragedia se desencadena cuando él desmiembra su reino, se equivoca con respecto a sus hijas, cae presa de la furia y destierra a Kent, que es su súbdito más fiel. El mal y el bien son territorios claramente delimitados en una dicotomía binaria simple, propia de un relato folklórico o de un cuento de hadas. En esta tragedia, los personajes se distribuyen en dos grupos básicos: Lear, Cordelia, Edgar y Gloucester, están del lado del bien; Goneril, Regan, Edmund y Cornwall están del lado del mal. Este binarismo tan claramente marcado lleva a muchos críticos a emparentar esta obra con las moralidades, piezas dramáticas medievales cuyos personajes eran abstracciones personificadas. Sin embargo, no es posible simplificar a los personajes de El rey Lear, que no son abstracciones, sino personas complejas, empezando por Lear, que emerge como un nuevo ser positivo después de un proceso de purificación que lo hace renacer. Edmundo, por su parte, no es un personaje maligno, sino amoral, y tiene cualidades que lo redimen, como su capacidad para reconocer errores, cambiar de opinión y querer salvar a Cordelia. De hecho, no sólo Lear y Edmundo cambian, y crecen: también lo hacen Gloucester y Albany.

Como se ha dicho, la historia central de Lear y sus hijas tiene su correspondencia en la de Gloucester y sus hijos. Ambos patriarcas contribuyen al caos en la familia y el estado; posteriormente Lear se sume en la locura, y Gloucester en la ceguera, pero en ambos casos la oscuridad da paso a la iluminación espiritual.

Asimismo, el plano dramático —lo que sucede en la obra— encuentra correspondencia en el plano verbal, en la riqueza de imágenes y metáforas de desorden, violencia, sangre, oscuridad, inversión de valores, etc.

Wolfgang Clemen destaca la integración plena de las imágenes y la estructura dramática en esta obra: hay una dependencia recíproca entre las imágenes y la acción (Clemen, p. 133). Quizás el núcleo fundamental de las imágenes radique en la oposición natural/antinatural (o monstruoso), como destacaremos en nuestra anotación de la obra. El vínculo de afecto y respeto que une a padres e hijos en un ordenamiento jerárquico es natural, lo mismo que —según la cosmovisión isabelina— el que obliga a los súbditos a servir y obedecer a su rey. La subversión de las leyes naturales en el estado y la familia repercute en el plano del macrocosmo. Asimismo, abundan imágenes de enfermedad y de medicina, que se corresponden, respectivamente, con la dicotomía antinatural/natural. John F. Danby informa que los términos “naturaleza”, “natural” y “antinatural” figuran cuarenta veces en El rey Lear (p. 19). Otra serie de imágenes se relacionan con verdades paradójicas, como ceguera = visión y locura = iluminación y claro entendimiento. Asimismo, hay una serie de imágenes relacionadas con vestiduras y desnudez, magnificencia y pobreza extrema: el hombre sólo es capaz de brindar caridad y compasión cuando ha descendido al nadir de la miseria, a la condición humana más mínima. Por su parte, Caroline Spurgeon, G. Wilson Knight y A.C. Bradley destacan la abundancia de imágenes de animales, que proliferan en las escenas del páramo a partir del tercer acto, después del fracaso del mundo de los hombres, cuando reina la ingratitud, la desconfianza y la ambición. Lear opta por ser camarada del lobo y la lechuza (II. iv. 206).

Además de imágenes, notamos la iteración retórica de ciertas palabras. En momentos críticos, Lear, dominado por la pasión, tiende a repetir una palabra con insistencia. Un ejemplo es el del cuarto acto, escena sexta:

Sería una delicada estratagema herrar

A una tropilla de caballos con fieltro.

Lo pondré a prueba;

Y cuando llegue a sorprender a

estos yernos míos,

Entonces mataré, mataré, mataré,

mataré, mataré, mataré.

Cuando recobra la cordura y se da cuenta de que la venganza no vale la pena, exclama:

¡No, no, no, no! Ven, vamos a la

prisión.

Los dos, solos, cantaremos como

aves en una jaula.

Cuando me pidas la bendición, me

arrodillaré

Y te pediré perdón... (V.iii)

Hacia el final, cuando entra con Cordelia muerta en sus brazos, la palabra que repite restalla como la furia de la tempestad:

¡Aullad, aullad, aullad, aullad! Ay,

sois hombres de piedra.

Si yo tuviera vuestros ojos y lenguas,

los usaría de tal forma

Que la bóveda del cielo se rajaría. ¡Ella se ha ido para siempre! (V.iii 256-259)

Cuando por fin se da cuenta de que Cordelia ha muerto, exclama:

Lear. ¡Y han colgado a mi pobre

bufón! ¡No, no, no hay vida!

¿Por qué debe haber vida en un

perro, en un caballo, una rata.

Y tú no tienes vida? ¡Ya no volverás,

Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca! (V.iii. 305-308).

Al desnudarse en el páramo, Lear se desprende de lo accesorio y superfluo, y llega a un estado puro, a la esencia humana desnuda, incontaminada por la civilización. Igualmente, hacia el final de la obra la repetición de palabras y sonidos se corresponde con una condición de despojo lingüístico total.

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Michel Piccoli como Lear en una puesta francesa del año 2007.

Foto: Archivo El Litoral


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William Shakespeare, según un retrato de Louis Coblitz.

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Alfredo Alcón en el rol del rey de Britania, Lear, y Miryam Gallego como Cordelia, en una puesta de 2008, en Buenos Aires. Foto: Archivo El Litoral