El riesgo de deshumanizar la medicina (IV)

Un diálogo humano entre mortales

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Alberto E. Cassano

Dedicado a todos los médicos que ejercen su profesión como un acto humano.

Decía al terminar la parte III que en homenaje a la cura más eficiente se podía correr el riesgo de desdibujar lo más humano de la medicina. Lo importante es recordar que el acto médico es la relación interpersonal entre dos seres con muy diferentes fortalezas y que el médico debe aprovechar todas las ventajas que le dan los constantes descubrimientos. Pero que en ningún momento debe olvidar que su paciente espera de él que le aporte su potencial de diagnóstico siempre acompañado del conocimiento de los valores humanos del ser que está tratando y que su experiencia en el diálogo con personas en estas situaciones, tiene que estar puesta al servicio de que, junto a la cura buscada, el enfermo encuentre en su actitud a alguien que reconoce que está tratando a un ser pensante, inteligente y con sentimientos. Que el médico le haga sentir al paciente que aunque sea la primera vez que lo ve, él también padece sus propias incertidumbres y que en el corto trayecto que les toque transitar juntos, estará a su lado brindándole todo el soporte que pueda necesitar.

Estoy convencido que muchos médicos entenderán estas reflexiones y ojalá sean la mayoría. A aquellos que piensen de una forma muy diferente, les pido de antemano disculpas, pero no puedo expresar lo que pienso de una manera muy diferente a lo que he hecho en estos escritos que surgen de un hombre que proviene de otra profesión y que siempre está, con demasiada frecuencia, del otro lado del mostrador.

Desde fines del Siglo XX se retomó con mucha seriedad la discusión de los principios de la ética médica. Por un lado se creó una Comisión Presidencial en EE UU y por otro comenzaron a trabajar en el tema de la medicina occidental los países europeos. No se llegaron a muchos puntos de acuerdo, pero sí a tres principales que resumiré a continuación y en esto no puedo ser original.

El primero es el principio de la beneficencia (que debe ser considerada en su sentido etimológico y no como relativo a un favor o una limosna) que es el que obliga al médico a poner el máximo empeño en atender a su enfermo en la forma que él considere más adecuada. El médico hará por el paciente todo lo que considere mejor para él y que tenga la certeza de que con su accionar no producirá un mayor perjuicio que si dejara de hacerlo. No es fácil aplicarlo, porque en realidad significa “nunca hacer daño” y eso es a veces imposible de ponderar con exactitud.

El segundo es el principio de la autonomía, que significa que el médico debe estar plenamente convencido que el paciente debe ser libre y carente de todo control externo para ser respetado en sus decisiones vitales básicas. Es decir, que el paciente es un sujeto y no un objeto. ¿Significa esto que el paciente puede decidir lo que quiera? No; quiere decir que él o sus familiares deben ser adecuadamente informados de su situación y las alternativas posibles de tratamiento y luego decidir. A esto se lo ha denominado consentimiento informado.

El tercero es el principio de justicia. Éste está asociado con la equidad, es decir, dar a cada uno lo que le corresponde. En otras palabras, una sociedad justa provee a todos sus miembros de una igualdad de oportunidades en lo que hace a la disponibilidad de todos los medios sanitarios para el cuidado de su salud.

No es fácil compatibilizar estos tres principios. El filósofo estadounidense de la universidad de Harvard, John Rawls, especializado en ética, ha propuesto que en casos de conflictos se debe recurrir a un “observador imparcial” que debería ser omnisciente (que conozca mucho), omnipercipiente (capaz de entender los sentimientos de todos los involucrados), desinteresado y desapasionado. Obviamente se trata de un observador ideal, al que habrá que aproximarse todo lo que sea posible.

Y ahora es posible pasar a uno de los puntos más difíciles de esto que estamos discurriendo. Se trata del concepto de la amistad del profesional con el enfermo. El médico español devenido a historiador y antropólogo, Laín Entralgo que, a pesar de su militancia en el Falangismo, recibió en 1991 el Premio Internacional Menéndez Pelayo, sostiene que dado que el paciente es un sujeto patogénicamente activo, su enfermedad no sólo consta de hechos, sino también de valores. Dice Laín: “la enfermedad no sólo se tiene o se padece, sino que se hace y se crea y de allí la necesidad de conocer la otra cara de la medicina que es el punto de vista del paciente”. Ello significa la definición de un compromiso emocional entre el enfermo y el paciente que debe ser genuino pero restringido. Laín dice que esta especial amistad se fundamenta en: (i) una relación de dominio resultante del conocimiento de las técnicas para doblegar la enfermedad y que hace que cada vez lo incurable aparezca como más lejano. (ii) Una camaradería itinerante que les haga recorrer juntos el mismo camino hacia la meta que es la curación del enfermo o su alivio. Se trata de ayuda mutua y cooperación para alcanzar el mismo objetivo. Finalmente, (iii) sostiene que ello no es todavía suficiente y propone la gestión de una amistad hombre-hombre que comporta cuatro calificaciones principales: (a) La benevolencia queriendo buscar lo mejor para el otro, (b) la benedicencia (que no figura en el diccionario, pero es el opuesto a la maledicencia) que significa destacar lo bueno del otro siempre que se pueda hacer sin mentir, (c) la beneficencia haciendo todo lo bien que esté a su alcance para el otro, inclusive para que pueda aceptar lo que él no podrá lograr y finalmente, (d) usando un neologismo, habla de la benefidencia que significa compartir con el paciente lo que le pertenece a él exclusivamente como médico y transformarlo en una confidencia que les permitirá una relación dual mucho menos despareja. Para todo esto, el facultativo deberá tener siempre presente que tiene frente a sí una persona con todas sus vivencias, impotencias, incertidumbres y angustias asociadas con su padecimiento, pero que él a su vez tiene que estar dispuesto a aceptar las limitaciones de sus aptitudes sanadoras, recordando algo muy natural: en el fondo todos somos mortales. Es decir, respetar que alguna vez, deberá bajar la cabeza ante la derrota de la todopoderosa ciencia médica con todas sus altas tecnologías, porque todas ellas tienen límites que no podrá sobrepasar. Y esta situación ambigua deberá ser parte de esa confidencia de la relación hombre-hombre que permita una medicina más humana.

Esto hará sentir al enfermo que, por más que lo llaman por su nombre de pila, no es simplemente un número más en la lista de historias clínicas y que, como decía el médico francés Trousseau, la medicina debe a veces curar, muy a menudo aliviar, pero siempre consolar.