Crónica política

Torturadores a la cárcel

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Alfredo Astiz y sus compinches fueron detenidos y juzgados. Dispusieron de abogados defensores, contaron con todas las garantías prescriptas por la ley y nadie les tocó un pelo.

Por Rogelio Alaniz

 

El límite es la tortura. O, para ser más preciso, el torturador. Acepto, comparto y tolero las más diversas posiciones políticas e ideológicas. Tengo amigos en todas partes: en la derecha y en la izquierda, entre los pobres y entre los ricos. Discuto con creyentes y ateos. Simpatizo con los republicanos, pero alguna vez he pasado un momento muy agradable con un monárquico que ponderaba las virtudes de la aristocracia.

El límite es el asesino y, muy en particular, el torturador, el psicópata y el sádico que se ensañan sobre un cuerpo indefenso, el sicario que martiriza la carne de un prisionero, la bestia que se babosea de placer provocando sufrimientos.

Personajes de esta calaña moral fueron condenados este miércoles. La condena es un homenaje a la justicia, pero muy en particular es un homenaje a las víctimas, a los que padecieron las sesiones de tortura, a los que fueron conducidos a la desesperación y la locura y a los que tuvieron la entereza de morir mirando los ojos de sus enemigos. También es una reparación a sus familiares, a sus hijos, esposas, padres y abuelos.

Y es una reparación a la nación, a esta Argentina que queremos tanto, a esta Argentina que es la de nuestros padres y abuelos. Los torturadores hablan de una guerra. Con esa palabra pretenden justificar la tortura. Pero ellos no mataron en lucha franca y leal, en combate abierto entre hombrea valientes. Hablan de una guerra, pero la guerra que libraron fue la violación, el secuestro, la tortura. No pelearon con un fusil, sino con una picana. A esa sucia faena pretendieron justificarla en nombre de la patria y de Jesús, cuando en realidad torturaron y mataron en nombre de Massera, Suárez Mason, Menéndez, Videla o Martínez de Hoz.

Esta historia de los torturadores y sus víctimas no es nueva. En 1813 los patriotas condenaron la tortura y quemaron en la plaza pública sus instrumentos. ¡En 1813! ¿Podían imaginar estos hombres, que creían en el progreso moral de los pueblos, que doscientos años después se iba a seguir practicando la tortura? ¿Qué hubieran dicho sobre este tema Moreno, Belgrano o San Martín? ¿Alguien se los imagina ordenando aplicar tormentos a los prisioneros?

De la tortura se dice que proviene de la noche de los tiempos, de una época donde la vida no valía nada y la fe y el coraje se confundían con la crueldad. Puede que venga de la noche de los tiempos o de la noche del alma. La tortura puede ser una patología individual, pero carecería de sentido si no fuera amparada por el poder. No hay tortura ni torturador sin un poder que ordene poner en movimiento esa maquinaria. Ese poder ha recorrido la historia con las manos tintas en sangre y se ha expresado a través de las más diversas máscaras. Ha sido de derecha y de izquierda, ha sido religioso con Torquemada o con Franco y ateo con Beria y Stalin; ha sido neoliberal con Videla y Martínez de Hoz y comunista con Fidel Castro.

La tortura es el mal absoluto. No hay torturador de derecha o de izquierda: hay torturadores. No hay torturadores malos o buenos. La tortura puede ser “legitimada” por cualquier poder, pero es el arma preferida del poder autoritario, del poder sin controles, de la dictadura en cualquiera de sus variantes. Pretende justificarse en nombre de la seguridad pero en realidad lo que existe es la pulsión de provocar dolor, de someter a través del sufrimiento, de anticipar el infierno en la tierra.

Alguna vez habrá que preguntarse qué pasa por la cabeza o por el alma de un hombre cuando decide ser torturador. ¿La bestialidad del ignorante? Puede ser. ¿Pero qué decir de esos hombres ascéticos, cultos, mundanos, amables y hasta encantadores que de pronto se revelan como torturadores? ¿Qué decir de quienes torturaban con un crucifijo en la mano? O de quién, después de las sesiones de tormento regresaba a su hogar, besaba la frente pura de sus hijos y hacía el amor con su mujer. Misterios de la condición humana, sórdidos y alucinados misterios.

La tortura siempre fue condenada, pero existió siempre. Se la condenaba en voz alta pero se ordenaba torturar en voz baja. En todos los casos fue considerada un recurso sucio, vil, innoble. Hasta en los festivales de sangre de la Edad Media el torturador era un personaje despreciable. Entonces al verdugo se le ponía una capucha, porque él mismo se avergonzaba de asumir públicamente su oficio. Si hace mil años el verdugo, el torturador, era un personaje despreciable,¿está mal que hoy una nación condene a sus herederos?

Los militares que fueron condenados el miércoles pasado no están solos. Un largo cortejo de verdugos los acompaña, los precede. Astiz, Acosta, Radice disponen de su propia saga familiar, su distinguido árbol genealógico. Nombro a dos de sus abuelos más carnales. Uno se llama Leopoldo Lugones, el hijo del escritor que profetizó “la hora de la espada” y sólo dio lugar a que su vástago hiciera sonar la hora de la picana. El otro es Cipriano Lombilla, el torturador amparado por la dictadura peronista.

Astiz habla de persecuciones y ensañamientos en su contra. ¿Qué podrán decir las monjas francesas o Azucena Villaflor la madre que le brindó afecto y confianza porque creía que ese chico rubio y amable era el familiar de alguna víctima, hasta el momento en que se dio cuenta de que estaba frente a su verdugo? ¿Qué podrá decir de persecuciones y ensañamientos la adolescente sueca Dagmar Hagelin, que fue asesinada por la espalda por este bravo soldado de la patria? ¿Qué podrán decir los miles de detenidos y secuestrados en la Esma, sometidos a torturas, violaciones y humillaciones de todo tipo? ¿Qué podrán decir aquellos a quienes les robaron los hijos o los que fueron arrojados vivos al mar o los que durante interminables horas padecieron descargas eléctricas? ¿Qué podrán decir los que vieron morir impotentes a sus hijos o a sus esposas. ¿O los que presenciaron cómo la patota se repartía el botín? ¿Qué podrán decir las mujeres violadas entre una orgía de palabrotas y risas obscenas?

Alfredo Astiz y sus compinches fueron detenidos y juzgados. Dispusieron de abogados defensores, contaron con todas las garantías prescriptas por la ley y nadie les tocó un pelo. Todas las instancias legales fueron respetadas. Dispusieron de todas las consideraciones que les negaron a sus víctimas. Tal vez uno de los rasgos más virtuosos de las víctimas de los torturadores sea que nadie recurrió a la venganza, al ajuste de cuentas personal. Todos reclamaron tribunales y jueces probos.

No está mal que el actual gobierno peronista haya creado las condiciones judiciales para que estos procedimientos legales se pudieran llevar a cabo. También en este sentido estos juicios son una reparación para la fuerza política que en la década del noventa indultó a los jefes militares, la misma fuerza política que en 1983 hizo su campaña electoral prometiendo amnistía a los represores a través de su candidato Italo Luder, el señor que en 1975 autorizó a los militares a exterminar a los subversivos, una orden no muy diferente de la que dos años antes profirió Juan Domingo Perón autorizando la creación de esa otra banda terrorista llamada Tres A.

La tortura es el mal absoluto. No hay torturador de derecha o de izquierda: hay torturadores. No hay torturadores malos o buenos...la tortura es el arma preferida del poder autoritario.