Paso fronterizo

Paso fronterizo

“Nocturno”, foto de Miguel Grattier.

Por Mónica Brasca

 

—Desciendan, señores, por favor -dijo el guarda-. Llegamos a la frontera.

Apenas llevábamos una hora y media de viaje, y no estábamos predispuestos a hacer una parada tan pronto; pero bajamos resignados a cumplir con las formalidades.

Mientras se aseguraba a los codazos su inútil cuarto puesto en la fila de la aduana -como si con eso hubiera podido acelerar su partida antes que los demás-, la gorda que venía sentada adelante, en diagonal a nosotros, se dedicó a alterar al resto del pasaje describiendo humillantes pormenores de cómo nos controlarían minuciosamente, valija por valija, bolso por bolso. Eso, siempre y cuando la papelería estuviera completa y los documentos en regla. Superado el ineludible trance, manos expertas nos palparían con rigor en busca de algo escondido, para quitárnoslo sin piedad si lo descubrían.

—¿Algo como qué? -pregunté, intrigada. Porque, si bien traíamos unas cuantas novedades en el equipaje de regreso, todo era declarable; sólo corríamos el riesgo de pagar arbitrarios aranceles si entre los cuatro excedíamos el límite que separa una inocente compra en un país vecino, del delito. Sin embargo, gracias a las efectivas intervenciones de la sabelotodo, iba creciendo mi sensación de que entre mi marido y yo liderábamos una banda familiar de contrabandistas. Comencé a dudar de cuánto sería el máximo permitido, qué convenía declarar como bien de uso, cómo haríamos para justificar que traíamos dos netbooks en vez de una, según constaba en el formulario de salida de la Argentina. Me reproché secretamente esa maldita costumbre de no tirar las cajas, manía que ahora podía ponernos en evidencia y traernos problemas ante la autoridad.

Haciéndose la misteriosa, la informante se resistía a dar mayores detalles.

—¿Si encuentran algo como qué, por ejemplo? -insistí, molesta.

—Y... algún regalito que uno quiera llevar, todo lo que encuentren -asesoró la experta en paso fronterizo. Añadió que la máquina estaba rota y que el proceso podía tardar muchísimas horas porque había varios vehículos antes que el nuestro. Y eso sí era fácilmente comprobable.

Un muchacho de campera marrón y mochila bastante baqueteada relojeó con fastidio a la charlatana sin hacer ningún comentario. Nuestras miradas se cruzaron, y se estableció esa tácita y fugaz complicidad entre desconocidos que comparten una situación ocasional. Aunque jamás intercambiáramos palabra, era evidente que estábamos juntos en esto: si había que enfrentar a la arengadora, él y yo seríamos del mismo bando. Por el momento, mejor ignorarla, no darle más charla ni protagonismo.

Poco a poco nos fuimos acercando a la oficina de Migraciones. Desde afuera se distinguía a un funcionario sentado ante montañas de papeles. Visiblemente nervioso y sin ninguna lógica aparente, abría sobres, retiraba formularios, les estampaba dos o tres sellos y descartaba otros con total descuido. Su ayudante -un joven de insolente gorra echada para atrás- cada tanto levantaba algún papel del piso mugriento y se lo hacía firmar. ¿Qué buscaban? ¿Qué les interesaba? ¿A qué juicio irracional e inapelable nos estábamos por exponer?

Llegó la ansiada orden de entrar. Fuimos desfilando por la sala de torturas: las mujeres, los niños y los colados, primero. Entre ellos, mi anónimo socio, que había permanecido apartado del resto. Por suerte el escáner no estaba fuera de servicio. Era sólo cuestión de apoyar las valijas y los bolsos de mano en la plataforma deslizante, pasar por el detector y retirar nuestro equipaje del otro lado del aparato. Mientras tanto, el sensor iba emitiendo un ignorado piiiiip ante el avance de cada uno de los pasajeros. Igual que en un aeropuerto, pero con mucho menos glamour. En un rato, todos habíamos completado el trámite sin que nadie invadiera nuestra intimidad ni nos arrebatara ninguna pertenencia.

Subimos de nuevo al colectivo; teníamos todavía por delante la mayor parte del trayecto. Había un ambiente de mudo reproche hacia la agitadora que tanta alarma había causado sin ofrecer, después, la más mínima explicación. También -por qué no reconocerlo- se respiraba un clima de alivio por la prueba superada sin inconvenientes.

—Y la pesada ésta -dije-, ¿de qué comisaría habrá sacado la historia del cacheo? ¡Andá a saber qué regalitos escondidos en la bombacha habrá tenido que dejar más de una vez!

Dirigí el comentario a los míos, pero también lo oyó -y pareció aprobar con un leve gesto- mi amigo, el de la campera raída, que avanzaba por el pasillo hasta su lugar.

Regresamos a la ruta, se hacía de noche.

Marchamos unos cien kilómetros hasta que el micro debió volver a parar, esta vez interceptado por un par de móviles de Gendarmería. La curiosidad y las luces que el chofer prendió sin misericordia me impidieron seguir durmiendo. Me acordé de las orquídeas que había elegido en el puesto de las Tres Fronteras y las empujé con cuidado debajo del asiento. Se abrió la puerta del coche: subieron dos gendarmes, fueron directo a la hilera del fondo.

—Afirmativo, un masculino, viaja solo -iban reportando por handy a sus compañeros.

Y se llevaron con ellos a mi aliado. Pobre, pensé, justo a él le tocó. Esperamos cinco, diez, quince minutos. De repente el ómnibus empezó a moverse. Me incorporé de un salto, preocupada: el muchacho no había vuelto a su asiento. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo iban a salir con un pasajero menos? Nadie hacía nada. Eduardo dormía. Los chicos, absortos en su música, compartían los auriculares del flamante iPod. Entre los que se habían despertado, todo era indiferencia. Me acerqué a la ventanilla empañada; con la manta hice un círculo en el vidrio y alcancé a ver cómo lo empujaban dentro de un patrullero. En la banquina, los perros olfateaban ávidamente la mochila que -recién entonces caí en la cuenta- él nunca había dejado de apretar contra su pecho. Me desplomé en mi butaca, confundida, traicionada.

La gorda, que había estado atenta a todos los movimientos, me clavó una mirada triunfal, se dio vuelta y siguió roncando.

(Este cuento fue distinguido en el I Concurso Internacional de Cuento Breve 2011 de Latin Heritage Foundation, de EE.UU., y fue publicado en la antología del concurso).