Cuando la locura se insinúa con pasos afelpados

Cuando la locura se insinúa con pasos afelpados

Autorretrato de Leonora Carrington.

El reciente fallecimiento de Leonora Carrington -a los 94 años- y la publicación de “Leonora”, de Elena Poniatowska, proyectaron a esta gran pintora y escritora al conocimiento público. La ocasión es propicia para reproducir la nota aparecida en el Suplemento Cultura de El Litoral, del 27 de marzo de 1999, donde se transcribían también algunos cuentos antológicos de Carrington.

 

Por Enrique Butti

Leonora Carrington nació en South Lancashire, Inglaterra, en 1917. Hija del presidente de una industria química, pasó su adolescencia saltando de un internado a otro, por toda Europa, hasta que con la oposición paterna decide estudiar pintura. A los 20 años conoce y se enamora de Max Ernst. Se fuga con él a París, donde participa de la efervescencia del surrealismo. Como cuenta Fernando Savater, las cosas no debieron resultarle fáciles, ni por parte de su familia ni por parte de los propios surrealistas, cuya idea de la mujer y del sexo en general sabemos ahora que fue bastante menos emancipadora de lo que su iconoclastia en otros campos habría hecho esperar.

La huida ante el avance nazi la lleva a España y a la locura. Escapa de ambas, en 1942, hacia México [donde fallecería].

Escritora y pintora, su mundo creativo trabaja lo que, apelando a un lugar común, podría llamarse “onírico”, no en el sentido (incluso atinente a los surrealistas) de caótica irracionalidad, de libre asociación acrítica, sino de estricta lógica misteriosa.

Los cuentos de Leonora Carrington están llenos de animales (el caballo, en primer lugar, hermoso, delicado y salvaje, “yegua de la noche”), de niñas-novias (en general las narradoras, azotadas por la crueldad y el estupor, y salvadas por un candor que no evita la curiosidad), de personajes que se transforman radicalmente en el curso de unas pocas páginas, dibujados con trazos certeros y emblemáticos, como lo son, por citar algunos nombres cercanos, esas otras niñas exploradoras del Jardín de las Delicias que aparecen en las prosas de Olga Orozco o de Marosa Di Giorgio.

El inicio de “Cuando iban por el lindero en bicicleta” es un buen ejemplo: “Cuando iban por el lindero en bicicleta, las zarzas retraían sus espinas como esconden los gatos sus uñas.

Era digno de ver: cincuenta gatos negros, otros tantos amarillos, y luego ella; y no podía estar seguro de que fuera una criatura humana. Sólo su olor despertaba ya dudas al respecto: olía a una mezcla de especias y caza, establo, piel de animal y yerbas”.

La narración de la locura

Como los sueños o las visiones, la locura es difícil de narrar. La hipérbole, el desatino, la puntual descripción de hibridizaciones y metamorfosis son recursos usuales que no rinden lo inefable del delirio. Pocos textos logran escapar a esta dificultad. No es casual que un libro como el de las memorias de Daniel Paul Schreber haya concitado tanto interés: de Freud (que lo utilizó de base para su estudio sobre la paranoia), de Jung, de Lacan, de Canetti. Walter Benjamín en Libros de enfermos mentales anota sobre las memorias de Schreber: “La existencia de obras de este tipo tiene algo de terrible. Dado que estamos acostumbrados a considerar el ámbito de la escritura como, a pesar de todo, superior y protegido, la aparición de la locura, que se insinúa con pasos afelpados, es mucho más aterrorizadora. ¿Cómo logró penetrar? ¿Cómo ha podido evitar la vigilancia de esta Tebas de cien puertas, la ciudad de los libros?”.

Como el de Schreber, el testimonio de Leonora Carrington es estremecedor. Ella escribe sus Memorias de abajo en 1943, exactamente tres años después de haber estado “internada en el sanatorio del doctor Morales, en Santander, España, tras declararme irremediablemente loca el doctor Pardo de Madrid y el cónsul británico”. Se decide a escribirlas para cruzar lo que llama “el umbral inicial del Conocimiento”, un conocimiento por el que agradece esa temporada en el infierno. Supone que relatar los hechos concretos de su experiencia la ayudará a conservar la lucidez y “me permitirá ponerme y quitarme a voluntad la máscara que va a ser mi escudo contra la hostilidad del conformismo”.

En 1938, Leonora se transfiere con Max Ernst a la campiña. En 1939 explota la guerra y Ernst, alemán, es arrestado como “extranjero enemigo” de Francia. Gracias a los oficios de Paul Eluárd es liberado; pero en mayo de 1940 se lo llevan por segunda vez a un campo de concentración. Y Leonora se encierra a llorar y a provocarse vómitos con agua de azahar porque siente que debe eliminar de su estómago, asiento de la sociedad, “esas capas de suciedad (las fórmulas aceptadas)”. Y aclara que no se trata sólo de la tierra sino que en tal depuración se incluyen “todas las tierras, estrellas y soles del cielo, así como todas las estrellas, soles y tierras del sistema solar de los microbios”. Durante tres semanas se obliga a un régimen estricto de comidas y de feroz trabajo con la tierra. Es el inicio.

En verdad es el mundo civilizado, Europa, el que tiene en esos años uno de los mayores brotes de locura de la historia humana. Cae Bélgica, entran los nazis en Francia. Unos soldados la acusan de espía y la amenazan. Leonora no se deja impresionar “porque sabía que no estaba destinada a morir”.

Una amiga inglesa trata de convencerla para que escape. Los alemanes se acercan rápidamente. Leonora no teme, como su amiga, las violaciones y las torturas; lo que le inspira pánico “es pensar que son robots; descerebrados y descarnados”.

Si finalmente decide escapar es porque espera conseguir en Madrid una visa en el pasaporte de Ernst. Durante la fuga, llena de peripecias, escucha quejarse a su amiga de que el auto tiene los frenos “agarrotados”, exactamente como Leonora siente que la tienen agarrotada en su interior fuerzas ajenas a su voluntad. “Yo era el coche”, escribe, en neta identificación con el mundo exterior.

Mientras tanto, asiste a un paisaje de locura mucho mayor: “Camiones con piernas y brazos colgando detrás en la carretera flanqueada por hileras de ataúdes”. Escribe: “Yo estaba muy asustada: todo olía a muerte”. Cuando llegan a Andora ya no puede andar derecha. Camina como un cangrejo.

¿Estoy en una clínica o en un campo de concentración?

Recién en el tercer intento logran entrar en España. La tierra estaba roja por la sangre seca de la Guerra Civil, anota. Como no habla español, todo lo que escucha le parece cargado de mensajes herméticos, enviados por las potencias enemigas. En la primera noche en Madrid comprende que esa ciudad es el estómago del mundo, y que ella ha sido destinada a devolverle la salud. La feroz disentería que sufrirá de inmediato será el resultado de esa enfermedad de Madrid que toma forma en su aparato intestinal.

Días más tarde, conoce a un personaje que parece concentrar las paradojas y misterios de la locura exterior: Van Ghent, un holandés judío relacionado con el gobierno nazi y también con una de las industrias químicas que tienen que ver con el padre de Leonora. Ese hombre hipnotiza a la ciudad con su pérfida mirada.

“Para mí, Van Ghent era mi padre, mi enemigo y el enemigo de la humanidad; yo era la única que podía vencerle, necesitaba vencerle para entenderle”. Una noche, sentada en la terraza de un café, Leonora nota cómo los transeúntes son manipulados por los ojos de Van Ghent. Decide entrar al bar y distribuir todo lo que posee en su bolso entre los oficiales requetés. Un grupo de ellos la empujan a un coche. La llevan a una casa, la arrojan sobre la cama, y después de arrancarle la ropa la violan uno tras otro.

Decide denunciar el complot de Hitler y Van Ghent al cónsul británico. Ese día acaba su libertad. Y termina, llena de Luminal y de inyecciones de anestesia sistemática en la espina dorsal, en la clínica del doctor Morales, en Santander. Cuando despierta, atada a la cama, se pregunta: “¿Estoy en un hospital o en un campo de concentración?”. Pide a la enfermera que la desate y la mujer le pregunta si será buena. Y ella se sorprende: ésa es precisamente su intención, la de ser buena con el mundo entero, y aquí está, atada como un animal salvaje.

Y empieza la larguísima y a la vez vertiginosa historia del encierro en la villa que dirigen don Mariano y su hijo Luis, en la clínica que lleva el nombre de la hija difunta de don Luis, con quien Leonora llegará a identificarse.

Medicada, desnuda, atada, confundida, remordida por el caos que ha invadido el cosmos, Leonora pasa las semanas y los meses, hasta que un día, el día más negro, le aplican Cardiazol que le provoca el Gran Mal Epiléptico. Ese día admite la derrota, suya y del mundo que la rodea, sin esperanzas de liberación.

Los Morales son Dios Padre e Hijo, Leonora piensa que son judíos y que ella, celta y aria sajona, debe soportar esos sufrimientos para vengar a los judíos de sus terribles persecuciones. Si alcanzase el Saber, pasaría a ser la tercera persona de la Trinidad, que, sin una mujer y un conocimiento macroscópico, se había secado y estaba incompleta.

Los lugares de la clínica pasan a ser itinerarios de la Historia y del Saber; el Paraíso, Egipto, Jerusalén, Mundo Exterior, Abajo, África y el Cementerio.

Pero Dios Padre, vestido con su bata negra sucia de costras de comida, está ahí, retando a un chico pobre porque robó unas manzanas. Leonora le recrimina la avaricia. Pasa corriendo el nieto de un marqués y Dios Padre le sonríe. Leonora regresa a Egipto indignada con esa Sagrada Familia.

Un día se encuentra en la biblioteca con un hombre razonable. Ella le habla de su poder sobre los animales. Él contesta, sin ironía: “El poder sobre los animales es algo natural en una persona sensible como usted”. Y en ese momento Leonora comprende que el Cardiazol es una inyección, que don Luis no es un brujo sino un sinvergüenza, que los sitios que la rodean no son los epicentros de la Historia sino pabellones para dementes, y que debe escapar de allí cuanto antes.

Una fuga, de todos modos, que no será nada sencilla, tal como cuenta en un Epílogo, dictado a Marina Warner, en 1987.

 

Cuando la locura se insinúa con pasos afelpados

Retrato del Dr. Morales, según la pluma de Leonora Carrington.

Cuando la locura se insinúa con pasos afelpados
Cuando la locura se insinúa con pasos afelpados

“Juggler”, de Leonora Carrington.

Cuando la locura se insinúa con pasos afelpados

Dibujos de Leonora Carrington.