Crónica política

De la democracia republicana

a la democracia delegativa

Rogelio Alaniz

La semana pasada me preguntaba en esta columna si era deseable un escenario político con un partido dominante o hegemónico. Decir que “no” suena lindo, pero alguien me puede acusar con buenos fundamentos que estoy imponiendo mis deseos a la realidad.

Veamos. Según el punto de vista “hegemónico”, es la realidad política criolla la que ha dado como resultado la presencia de un partido dominante, En este caso no es el peronismo el responsable, sino una oposición impotente.

¿Es tan así? Más o menos. Creo que la oposición ha cometido serios errores políticos que la han hecho merecedora del reciente fracaso electoral, pero convengamos que también se han creado deliberadamente condiciones estructurales para que la realidad de un partido dominante sea posible.

Por lo pronto, al peronismo esta situación le resulta gratificante porque la previsible satisfacción del triunfo corrobora ciertas fantasías ideológicas. Al respecto, creo que no aporto una novedad a la historia si digo que la tradición peronista no sólo se concibe como movimiento nacional, sino también como fuerza mayoritaria dominante. Esto quiere decir que lo sucedido al peronismo lo satisface porque ganó, y porque ganó en condiciones afines a su mitología: líder y mayoría absoluta.

Como en toda mitología, las ilusiones exceden la realidad. ¿Por qué? Porque el peronismo exhibe en esta coyuntura una mayoría política dominante, pero está muy lejos de identificar esa mayoría política con una mayoría social. Es verdad que en el escrutinio le sacó casi cuarenta puntos de ventaja a su inmediato competidor, pero socialmente no puede ni debe desconocer que casi la mitad de los argentinos decidió no votar a la señora.

Cincuenta y cuatro por ciento de los votos es un excelente porcentaje si se dispone de una cultura democrática, pero si la cultura está a favor de la unanimidad, obtener ese porcentaje es un fracaso, sobre todo si se admite que en ese cincuenta y cuatro por ciento hay votos de clase media que apoyaron a la señora porque no había nada mejor o porque consideraron que el actual boom de consumo es muy bueno.

Sin duda que el peronismo ha demostrado una inusual habilidad para ganar esos votos; pero reconozcamos que en la gestión de un gobierno, al primer contratiempo esos votos se pierden, se van a otro lado o, atendiendo a nuestros humores nacionales, mañana salen a la calle a pedir la cabeza del mismo o de la misma que votaron ayer.

Al respecto, no olvidemos que en esta Argentina que nos ha tocado vivir nadie apoyó a los militares, nadie lo votó a Menem y nadie lo votó a De la Rúa.

¿Es deseable, por lo tanto, un partido dominante. Creo que no. Y creo que el primero que debería preocuparse por esta situación debería ser el partido ganador, y en particular la señora.

Veamos. Supongamos que la señora llegara a sumar el sesenta por ciento de las adhesiones y a contar con una oposición liderada por inservibles e inútiles: ¿Sería lo que más le conviene? Creo que no. Y creo que no, porque las contradicciones sociales van a continuar con o sin partidos opositores. Y si no hay partidos opositores fuertes, lo harán a través de las corporaciones y del propio partido gobernante. No perdamos de vista que, por ejemplo, las veces que el peronismo fue derrotado se debió a la intervención de instituciones con comportamientos corporativos, como la Iglesia Católica o las Fuerzas Armadas. La otra causa de derrota fueron las disensiones internas en el peronismo, disensiones que concluyeron despedazando al Estado, como ocurrió en 1976 con Isabel.

La fantasía populista de la unanimidad no sólo se contradice con los números, también se contradice con los comportamientos sociales y corporativos de la Argentina. Que los radicales o los socialistas hayan obtenido pocos votos debilita sus posiciones como actores sociales que deberían canalizar las demandas de un sociedad. Pero el conflicto no desaparece porque la oposición política esté débil; por el contrario, corre el riesgo de hacerse más salvaje, más imprevisible, sobre todo cuando sus agentes corporativos se dedican a hacer política diciendo que no la hacen.

Por lo tanto, el gobierno debería ser el primero en entender que un sistema político fuerte es una garantía para su propia estabilidad. También debería saber que los partidos políticos y las instituciones republicanas en general operan como colchones o amortiguadores de los conflictos sociales. La relación directa del líder con la masa no funciona en las sociedades modernas. Y no funciona porque ese liderazgo no se puede sostener de manera indefinida. La experiencia también enseña que a lo largo de un mandato, un gobierno -cualquier gobierno- oscila en sus niveles de aceptación popular. Sin ir más lejos, hace dos años la señora era resistida por el ochenta por ciento de los argentinos; hoy tiene una aceptación que supera el setenta por ciento. Sociedades tan ciclotímicas deberían alarmar al líder más pintado. Sobre todo porque no está escrito que dentro de dos años la señora vuelva a ser rechazada. Mientras las cosas anden bien, el líder puede darse el lujo de prescindir de las instituciones y ejercer con plenitud su narcisismo. Los problemas se presentan cuando las cosas empiezan a andar mal y los mismos que ayer vivaban al líder hoy piden su cabeza. Si hay instituciones fuertes, estos raptos de mal humor pueden ser procesados, pero cuando esto no ocurre, la multitud se devora al líder.

No, no son buenas las democracias delegativas, ese tipo de democracia que teorizara en su momento Guillermo O’Donell. Y vale la pena hacer mención de este tema, porque hoy el escenario político argentino se parece mucho al esbozado teóricamente por O’Donell. El escenario y la mentalidad de los gobernantes, empezando por la señora.

La concentración del poder en su persona y su figura como encarnación de la voluntad popular que es, al mismo tiempo, una voluntad omnipotente, son rasgos centrales de toda democracia delegativa.

El origen de este tipo de democracia suelen ser las crisis, pero luego los gobernantes se mantienen en el poder invocando la permanencia de la crisis. La coartada política de gobernar en un prolongado estado de excepción ha sido el recurso preferido de todos los gobiernos autoritarios de la historia.

En este contexto, el poder se encarna en una persona. Después están los colaboradores que nunca deben brillar demasiado y cuya principal virtud es la obediencia o la obsecuencia. El principio es el opuesto al del político republicano que se jacta de disponer de un gabinete de lujo y se enorgullece al decir que si mañana faltase, cualquiera de sus ministros podría sucederlo.

Para este esquema, tampoco es deseable que los gobernadores tengan vuelo propio. Aquí también se reclama obediencia a cambio de recursos económicos. El presidente, en todos los casos, es concebido como un monarca, y los honores que se le rinden son parecidos.

La clave del poder delegativo es el voto popular, pero curiosamente, el voto se manifiesta en las elecciones, porque después es un objeto pasivo.

El presidente delegativo no está atado a promesas electorales. La inspiración del líder, su talento o su magia se encargan de decidir qué es lo más conveniente para cada uno de nosotros. Las democracias delegativas descreen de las instituciones republicanas. El Congreso, los Tribunales y la prensa son obstáculos, molestias. O nidos de intrigantes y saboteadores destituyentes. Temas como los controles y las rendiciones de cuentas los fastidian. Las conferencias de prensa no existen y, mucho menos, las entrevistas del gobernante con periodistas. Los diarios se dividen en oficialistas y opositores. Allí se cumplen una de las verdades históricas del peronismo: “Para los amigos todo, para el enemigo ni justicia”.

La democracia delegativa es una variante moderna de gobierno autoritario. Tras su maquillaje popular y democrático, se disimula mal la vocación de poder, la consolidación de privilegios para el líder y su claque.

Creo que no hace falta jugar a las adivinanzas para admitir que la Argentina liderada por la señora reúne las condiciones requeridas por el paradigma delegativo. Esto no ocurre en Uruguay, Chile o Brasil. Nos guste o no, las democracias delegativas son una modalidad de poder que compartimos con Venezuela, Ecuador o Bolivia. ¿Eso es bueno para la Argentina? No lo creo. ¿Pero acaso no es bueno para el gobierno? Tampoco lo creo, sobre todo porque la Argentina sigue siendo plural y conflictiva y estas soluciones rígidas y personalizadas son las menos aconsejables para asegurar el progreso y la paz social.

De la democracia republicana a la democracia delegativa