Un viaje al sur

Un viaje al sur
 

El autor revivió la travesía protagonizada en enero de 2005, en bicicleta, por el sur del país. Y la convirtió en homenaje, en julio de este año, luego de la erupción del volcán Puyehue.

TEXTOS. CARLOS MUÑOZ. FOTOS. GENTILEZA DEL AUTOR.

Dedico este relato a Romina, mi sobrina y ahijada, a quien con amor he intentado enseñar desde pequeña los secretos de este juego.

A mi madre, quien me alienta y con valor soporta mis locuras.

El ajedrez es mucho más que un simple juego de mesa donde se comen las fichas del adversario para derrotarlo. Saber jugarlo significa entender de estrategias y planificación. Conocer las virtudes y debilidades del oponente. En ocasiones retroceder para después avanzar.... es pensar y decidir. El ajedrez, más que un juego, es un arte.

Y a veces pienso que la vida es un juego de ajedrez. Donde cada decisión y cada movimiento tienen un efecto en el futuro.

La oficina, la escuela, el lugar de trabajo, la calle, los negocios, incluso un viaje, son algunos de nuestros campos de batalla para representar el tablero. Imaginemos que cada uno de nosotros es un Rey Blanco. La rutina, el estrés, la monotonía, el desánimo, lo imposible, lo difícil son el Rey Negro a quien debemos derrotar.

Hoy, a mis 40 años sé que la vida es tan difícil, cambiante e interesante como el ajedrez. Creo que todos tenemos un Rey Negro.

El juego comienza antes del primer movimiento de alguna ficha. Empieza con el armado del tablero, con disfrutar del no saber qué pasará, avanzando a un destino no definido. De la misma manera, un viaje inicia mucho antes de empezar. Comienza cuando lo decidimos, mientras lo planeamos y armamos su recorrido, en especial, si se va a viajar solo y en bicicleta hacia un final incierto.

DIARIO DE RUTA

Soy uno de esos ciclistas que van y vienen por la costanera, sin saber muy bien adónde o por qué, como una manera de mantenerse a la espera de esa decisión que ubica las fichas en cada posición del tablero.

Deseaba volver a viajar en bicicleta, pero no sabía adónde.

Entre mis piezas cuento con mi Dama Blanca, mi bicicleta Mountain Bike. Mi equipo de viaje son algunos de mis peones, alfiles, torres y caballos. Una pequeña carpa iglú, bolsa de dormir y las alforjas sobre un portaequipaje, con todo lo necesario en ropa, comida, botiquín, mapas y herramientas. Cada uno de mis anteriores viajes me dejaba un aprendizaje nuevo; a pesar de mi limitado equipaje, nada podía faltarme. Estaría muy lejos de casa casi por un mes.

Pasadas las fiestas de fin de año todavía me preguntaba dónde viajaría. Mi equipo estaba completo y solo faltaba ubicar el tablero en algún lugar del mapa dentro de la Argentina. Por ser el mes de enero, debía ser la Patagonia, sin estar muy seguro de dónde desplegar mi juego. Entonces, un llamado telefónico realiza el primer avance de un peón. En su llamada para saludarme por las fiestas, un amigo santafesino, Reynaldo Posadas, residente en el “país del norte” desde que las cacerolas se hicieron escuchar, me invitaba a encontrarnos unos días en la Costa Atlántica. Y me pareció un buen lugar para comenzar mi hoja de ruta al sur. Así que allá fui, en franco avance de uno de mis peones.

Después de estar varios días quieto, incluso los últimos dos enfermo en la carpa, decido tomar un colectivo hasta Necochea. Como mi Reina (la bicicleta) todavía no se había movido de su casilla, comenzaría a pedalear desde ahí.

Como en toda partida de ajedrez, el contrincante te ofrece trabas. Por eso no tardé en encontrarme con el primer peón negro. el tráfico de esas rutas me parecía excesivo y peligroso para pedalear por la línea blanca que separa la ruta de la banquina. Siempre pedaleo por ahí.

Sin estar muy seguro aún de por dónde seguiría el viaje, me alegraba saber que ya estaba cada vez más cerca de mi anhelada Patagonia y lejos del calor de nuestra ciudad.

Fue entonces cuando me entrego a la seguridad del azar y, observando el mapa, veo que más allá y del camino, estaba la ciudad de Bahía Blanca. Allí podría visitar a otro viejo amigo, la “Negra” Eduardo Galante, y tener una excelente oportunidad de cumplir la promesa postergada de ir a conocer a su familia y recordar viejas historias marineras de cuando navegamos las frías aguas de nuestro Mar Argentino.

Después de un lluvioso día de espera, comienzo el pedaleo, el verdadero juego que quería jugar.

Pasadas 6 horas de pedaleo y con un equipaje que no me dejaba olvidar su peso, la ruta se torna insoportable. Calurosa. Aburrida. Desierta de paisajes. Peligrosa. Al mediodía el sol abrazaba mis ruedas intentando derretirlas. Y nada tan amargo como el agua caliente de mis caramagnolas, que se suponía debían mantenerla fresca. Las barritas de cereales se convirtieron en amorfas albóndigas aplastadas en el fondo de la pequeña mochila en mi espalda. La pequeña computadora, uno de mis alfiles preferidos ya en juego y una de mis más importantes fichas que me brindaba valiosos datos de velocidad y distancia, estaba aniquilada. No sabía por qué había dejado de funcionar, privándome de la necesaria información de los kilómetros que me faltaban por recorrer hasta mi próximo punto de descanso, que ya estaba planificado. Esa información que ahora me faltaba me ponía nervioso porque me impedía regular mi pedaleo diario. Para este viaje había decidido establecer una disciplina de marcha, ya que debía recorrer casi 350 km. de los más de mil que deseaba realizar en ese viaje para romper mi propia marca de distancia. Y mi mente, que ya estaba cocinándose bajo el casco en medio del sol, logró aumentar unos cuantos grados más. La vorágine turística de la ruta interbalnearia hacía de mi pedaleo una jugada más que peligrosa. La decisión de retroceder mi piezas me parecía una defensa oportuna, esperando una mejor oportunidad. Yo estaba de vacaciones y no quería perder este juego.

Habían pasado 80 km. En un descanso, bajo la sombra de un árbol junto a una estación de servicio, se detiene un camión. El chofer, un petiso, gordito y con una sonrisa que parecía Piñón Fijo, se aproxima a saludarme, tal vez cautivado por mi sugestiva cara de desaliento. Comenzó la charla añorando sus años de ciclista, formándose una agradable conversación junto a su acoplado. Se ofrece a acercarme hasta mi destino ya que, según su experiencia, los próximos kilómetros eran más difíciles que los recorridos hasta ahora.

En forma casi automática vino a mi mente la frase escrita en el libro “El Príncipe”, de Nicolás Maquiavelo: “Podemos claudicar en nuestras propias decisiones si las condiciones necesarias del momento no son oportunas y amigables”. En el ajedrez pasa lo mismo, y en la vida también.

Como la posibilidad de cambio siempre estuvo latente, acepto la jugada de enroque. Un viaje de tres días en bici se transforma en uno de cinco horas arriba de un incómodo, lento y ruidoso camión. Sin saberlo, esto definiría el futuro incierto de mi viaje ya que todavía no había decidido el destino final, pero en mi mente figuraba Puerto Madryn.

Estaba muy lejos de la emoción que aún buscaba. Las negras me sacaban varios puntos de ventaja.

Pasé unos días en Bahía Blanca aclarando mi mente y pensando en cómo seguir. Por las dudas y habiendo acordado con Piñón Fijo, vuelvo a encontrarme con él y a subirme a su camión para acercarme a Neuquén, donde retomaría el juego con todas las fichas que todavía quedaban en el tablero, dándome la oportunidad de realizar mi anhelado sueño: pedalear por el camino de los 7 Lagos.

Atravesando los límites de la ciudad de Neuquén, de reojo alcanzo a ver a dos hombres corriendo en dirección a mí. El equipo muy llamativo que llevaba no pasaba inadvertido, invitando al robo. En forma casi refleja acomodo los cambios en el piñón, me paro sobre los pedales y le doy la máxima velocidad a la bicicleta para poder huir. Con una pequeña navaja Victorinox en mano y la adrenalina dándole empuje a mis piernas, logro escapar hasta una estación de servicio bien lejos de la ciudad. Ahí me quedo a descansar y depurar el mal momento. En un colchón de hermoso césped verde, bajo la sombra de unos eucaliptos, me acuesto a dormir junto a mi equipo, cuando en lo mejor de mi sueño me despierta una intensa lluvia que subía primero y bajaba después, saliendo de unos regadores-aspersores que asomaron inesperadamente de debajo del suelo, dejándome completamente mojado ya que me encontraba en medio del lugar de riego. Recién ahí pude entender por qué el césped estaba tan verde, prolijo y esponjoso.

Por lo visto, este viaje estaría lleno de matices.

UN MOVIMIENTO OPORTUNO

Después de varios días de pedaleo atravesando la Argentina, pero faltando todavía mucho para llegar a San Martín de los Andes, la noche me sorprende sin banquinas donde tirarme cuando se cruzaban dos camiones en dirección contraria. Lugar muy difícil y riesgoso como para armar mi pequeña carpa iglú. El paisaje era tosco, árido y rocoso. Los únicos lugares planos donde podía armar mi equipo se cubrían de una extraña vegetación muy dura, en forma de copo y con puntas filosas que parecían erizos. Estaba agotado, mi rutina consistía en pedalear durante 10 horas diarias, con descansos cada 40 minutos. El viento patagónico, como si de un peligroso caballo negro se tratara, había hecho estragos en mis piernas ofreciéndome gran resistencia. Las subidas se contoneaban interminables en el horizonte. Las bajadas ya no me alcanzaban para recuperarme de cada una de las infinitas trepadas. Necesitaba descansar. Y no sabía bien dónde estaba por no tener la computadora. No había un buen lugar para hacer noche con mi carpa. Estaba aún muy lejos de algún lugar. Preparo mi equipo para pedalear de noche en una oscuridad total. Me coloco las bandas lumínicas reflectantes en muñecas y tobillos, linterna tipo minero en la cabeza, chaleco anaranjado y la luz roja parpadeante cubriendo mi retaguardia. Aunque no era una condición ideal, no me quedaba otra mejor opción. Recordaba y comparaba con lo mágico que había sido atravesar la selva misionera, de regreso de las Cataratas de Iguazú hacia el aeropuerto, en el año 2001, durante una noche de luna llena. En esa oportunidad me preocupaba si los pumas tendrían hambre, pero esta vez me sentía un estúpido solitario al que habían puesto en jaque.

Hacer el papel de mártir no estaba en mis planes. Fue entonces cuando la frase de Maquiavelo volvió a mí otra vez. Me encontraba en ese lugar maravilloso para disfrutar, no para sufrir. Después de dudar y pensar, decido sacrificar varias fichas. Entonces, a una camioneta que pasa junto a mí le hago dedo para que me lleve hasta Bariloche. Haría el camino de los 7 Lagos en dirección contraria a la planeada, de sur a norte, esperando tener el viento frío del sur a mi favor. Después aprendería que el viento también tiene sus trucos, ya que no sigue una dirección bien definida, sino que dobla copiando el relieve de los valles y cañadones. A veces lo tenía de atrás, otras de costado. Pero cuando lo tenía de frente en plena subida, se hacía imposible seguir y en ocasiones debía terminarla caminando.

Una vez llegado, me tomo una semana de descanso, alojado en casa de unos santafesinos amigos, los hermanos Tato y Marcos Alfonso, que residían en el lugar.

LA JUGADA DECISIVA

Ya recuperadas las fuerzas, sigo mi viaje en el definitivo movimiento de ataque de las blancas. Faltaban apenas 260 km. sobre mis dos ruedas para acorralar al Rey oponente. De a poco, desde el lugar más lejano en el tablero, avanzo decidido.

El paisaje de mi juego se convierte en un verdadero santuario, con historias de duendes y bosques encantados. Los lugareños se divertían conmigo contándome cuentos de misterio y desaparecidos.

Viajar en bicicleta siempre me brindó la posibilidad de vivir, ver, escuchar, oler y sentir esos lugares exóticos y a la naturaleza en su máximo esplendor. Una inexplicable alquimia me transforma en parte de ella y me encuentro transportado en otra dimensión, donde el mundo ya no gira y puedo vivir sin tiempo.

Después de hacer noche en mi carpa a orillas del Lago Nahuel Huapi y faltando unos pocos kilómetros para Villa La Angostura, mi Reina se ve dañada por la estocada de una torre negra, rompiendo la caja pedalera, mecanismo que sincroniza a la perfección el cíclico recorrido de los pedales. Logro llegar a Villa La Angostura gracias a que la mayor parte era cuesta abajo.

Solucionado el problema, continúo el viaje en un muy difícil y pesado tramo, que desarmaba mi equipaje a cada instante debido a la interminable vibración y traqueteo producido por el ripio y los típicos serruchos de los caminos de tierra. El polvo en suspensión me obliga a tapar mi boca y nariz con un pañuelo humedecido. Después de 110 km. me encuentro nuevamente con el suave terciopelo del asfalto. Así, fui pasando por los lagos Lacar, Machónico, Falkner, Villarino, Escondido, Pichi Traful, Correntoso y Escondido que, sumado al Nahuel, son 9 en total.

Y, como queriendo coronar un peón en lo más profundo de las líneas enemigas, San Martín de los Andes me recibe con su majestuoso descenso de más de 15 km. acelerando mi Reina a una velocidad desconocida (¡la computadora!). Un auto se ubica justo detrás de mí. Demasiado cerca para mi gusto.

Me preocupaba, le hacía señas para que me pasara, porque a esa velocidad iba muy concentrado en lo mío ya que tenía poca maniobrabilidad debido al peso que llevaba en mi portaequipajes. Fue entonces cuando en una recta, me animo a darme vuelta para hacerle una enérgica seña para que se aleje. Y es ahí cuando me doy cuenta de que me venía escoltando, con las balizas encendidas y con una filmadora, enfocándome. Finalmente, al sobrepasarme de un grito le pregunto por la velocidad y me responde: entre 65 y 70 km/h.

Tal vez pensaron que era algún duende acrobático. Pero simplemente era yo, el Chiqui, como me dicen. El Rey Blanco en un juego que ya finalizaba.

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la belleza de villa la angostura se vio opacada por las cenizas que la cubrieron.

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el autor de la nota describre las anécdotas de su viaje en bicicleta.

Cada uno de mis anteriores viajes me dejaba un aprendizaje nuevo; a pesar de mi limitado equipaje, nada podía faltarme.


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JAQUE MATE AL REY NEGRO

Recuerdo un gran pájaro, de grandes alas negras, que me sigue durante varios kilómetros. Se posaba al costado de la ruta, esperando mi paso. Hacía vuelos rasantes por sobre mi cabeza, volaba en círculos por encima de mí. Pero me di cuenta de que no era su intención atacarme. Me observaba y me acompañaba como yo a él.

Y una mariposa azul y negra con manchas naranjas y amarillas, se posa en mi volante para endulzar la amarga soledad. ¡Increíble!

Respiré el aire gélido y puro de mi tierra.

Sentí el sonido de cada arroyo y el ruido de cada cascada.

Y tirité de frío cuando en sus lagos me bañé.

Escuché al viento soplar, y a los pinos silbar.

Sus leños secos me dieron el calor del fuego.

Sus hojas fueron mi mejor colchón.

En sus bosques dormí.

Sus hadas me cantaron y sus duendes me cuidaron.

Vi el azul del cielo reflejado en el espejo líquido de sus lagos y a Narciso imité cuando ahí me miré.

Conocí el lenguaje del silencio.

Sufrí, me cansé y me reí. Pero el cansancio se iba y la risa continuaba.

Su frío me mantuvo en movimiento hasta agotarme, pero con la sensación de estar vivo.

Anduve por donde muchos pasaron, pero por donde pocos estuvieron.

Conseguí lo que buscaba. Darle jaque mate al Rey Negro.

Pero no es por esto que relato el diario de esta travesía, realizada durante enero de 2005. Hace años que lo tengo guardado, esperando el momento de darlo a conocer. Creo que hoy es el momento, porque hoy mi lejana tierra agoniza. Hoy mi Patagonia está herida.

Hoy no beberé de tu agua.

Hoy no veré tu verde.

Hoy no se ven tus picos nevados

y mañana no lo sé.

Hoy sólo se ven cenizas... sólo cenizas

porque un volcán apagó tu sonrisa.

Hoy muchos saben de tu sufrir.

Hoy sufro por quien me acobijó entre sus hojas.

Hoy lloro por tí.