In memoriam

Esas preguntas, aquellas respuestas

3.jpg

Ernesto Sábato en los lápices de Lucas Cejas.

 

Por Carlos Catania

Carlos Catania: —Envidio a los escritores que hablan de su trabajo como si fuera un jueguito divertido que proporciona satisfacciones mundanas. ¿Qué piensa al respecto?

Ernesto Sábato: —Para mí nunca ha sido un juego. Yo no escribí para ganar dinero ni premios, sino para resistir la existencia. Por eso, mis libros son tan desagradables, y no se los recomiendo a nadie.

—Seguramente, fue muy duro para usted que lo arrancaran de su pueblo para enviarlo a La Plata a cumplir con el bachillerato.

—Sí, durante un año estuve espantosamente solo. Me sentía aislado en el aula, me sentía ridículo, un chico de pueblo, de campo, sentía que el mundo era hostil y horrible, imperfecto. Hasta que asistí por primera vez a la demostración de un teorema de geometría. Sentí una especie de éxtasis, descubrí un mundo perfecto y exacto, hermoso e incorruptible (...). En aquel momento maravilloso, se inició una nueva etapa en mi vida, señalada por una eterna lucha entre las tinieblas y la luz, entre el mundo de los hombres y el universo de las ideas.

—Lucha que se percibe a lo largo de toda su obra, entre las más oscuras e indescifrables ficciones y sus ensayos. ¿Fue aquélla su primera encrucijada?

—Sí.

—¿Cuál fue la segunda?

—La conciencia de la injusticia social, el descubrimiento de un mundo de explotación y de países oprimidos. Simpaticé con el anarquismo (...). Participé en manifestaciones callejeras por Sandino y por Sacco y Vanzetti, corrido por la policía. Por otro lado, mis lecturas de los escritores románticos. No sólo Chateaubriand sino también Von Kleist, “Los bandidos”, de Schiller, libros así. Un mundo fascinante y dramático.

—En el fondo, me parece que usted nunca dejó de sentir simpatía por el anarquismo. Simpatía que lo emparenta con Herbert Read, con Camus, hasta con Bertrand Russell, aunque no comparta su racionalismo. ¿Ando equivocado?

—Creo que hay mucho de verdad en eso.

—Hacia 1930, usted ingresó en el movimiento comunista. ¿Cuánto tiempo permaneció?

—Casi cinco años.

—Abandonó familia, estudios, todo... y no fue lo que se llama un comunista de salón. ¿Por qué rompió con el movimiento?

—Por los procesos de Moscú, por el conocimiento de los crímenes de Stalin. Yo tenía ya mis graves sospechas cuando resolvieron mandarme al Congreso contra el fascismo y la guerra en Bruselas, que presidía Henri Barbusse (...). Decidí fugarme a París (...). Hasta que un día pensé de nuevo, con nostalgia y fervor, en las matemáticas (...). Decidí volver a la Argentina y continuar mi doctorado en matemáticas (...). Y así, cuando me dieron la beca para trabajar en el Laboratorio Curie, de París, sentí que en realidad ahora partía otra vez hacia allá para iniciar una nueva vida, en el mundo de la literatura y la pintura, las dos cosas que desde chico me atraían misteriosamente.

—Sus maestros creían que lo mandaban al laboratorio; en realidad, lo enviaban al mundo de Breton y su pandilla.

—Yo estaba escribiendo una novela, “La fuente muda”, que luego quemé, como casi todo lo que he escrito. Hice una doble vida entre la física y el surrealismo.

—Jeckill y Hyde.

—De día trabajaba entre electrómetros y de noche me reunía con los surrealistas en el “Dôme”.

—En “Uno y el Universo”, usted propina palos, no todos justos, al surrealismo.

—Sí, en parte injustos. Critiqué siempre las mistificaciones y excrecencias del movimiento, que fueron muchas. También la sobrevaloración del automatismo.

—¿No cree que en su obra quedan rastros no sólo de surrealismo, sino de las matemáticas y del anarquismo?

—No podía ser de otro modo. Todo lo que uno ha amado intensamente deja rastros importantes.

—La novela, de algún modo, ¿puede ser el exponente de esa síntesis de la que hablaba cuando se refería al surrealismo?

—No sólo eso, sino que al representar la gran crisis, está haciendo una auténtica salvación del hombre concreto. El arte -y sobre todo la ficción- no se asoció jamás a esa demencial teoría de los tiempos modernos, que lleva precisamente a la objetivación o cosificación del hombre.

(Hoy, le recordaría a Sábato aquello de Braudillard: “No sólo la Inteligencia Artificial, sino toda la elevación tecnológica, ilustra el hecho de que, detrás de sus dobles y sus prótesis, sus clones biológicos y sus imágenes virtuales, el ser humano aprovecha para desaparecer”). Saltando a lo que llamamos cultura, le digo:

—Max Scheler sostenía que lo que llamamos cultura no es una capacidad del amontonar y del saber, sino una cualidad del ser.

—Usted lo ha dicho (...). ¿Ha leído los diálogos de Platón?

—Sí, pero no todos. Confieso que no estoy seguro de haber entendido el “Timeo”.

—Pero en general, ¿qué impresión le produjeron?

—La de un interrogatorio efectuado por un gran detective. Siempre me tentó la idea de escribir una pieza teatral con la “Apología de Sócrates”.

—Escríbala.

—Estoy esperando que usted me entregue su versión de “La náusea”, como me prometió hace casi treinta años.

—Perdón, pero la quemé (...) Y no se preocupe por lo que le dijo aquel sujeto después de su conferencia. Soberbio, le dijo, ¿no? El mediocre recurre a esos apodos cuando no entiende de qué se trata. No ataca el fundamento, sino al fundamentador. Es decir, la soberbia es de él. Una soberbia chirle, de patovica. Nadie puede percibir en el arte o en la literatura más profundidades que las que uno mismo tiene. Tendrá que perdonar usted infinidad de veces ese género de insolencia. Recuerde la carta al “Querido y remoto muchacho”: Coraje para decir su verdad, tenacidad para seguir adelante, una combinación de modestia ante los gigantes y de arrogancia ante los imbéciles, una valentía para estar solo, para rehuir el peligro de los “grupitos”, de las galerías de espejos. No crea en los que escriben sobre cualquier cosa. Las obsesiones tienen sus raíces muy profundas, y cuanto más profundas, menos numerosas son.

(Fragmentos de “Entre la letra y la sangre”, Conversaciones con Carlos Catania).

4.jpg

Ernesto Sábato, 2003.


5.jpg

“Autorretrato”, de Ernesto Sábato.

6.jpg

Carlos Catania en su última conversación con Ernesto Sábato, en Santa Fe, en 1994.