Adviento

1.jpg

Adviento es el tiempo de preparación al nacimiento de Cristo, un tiempo de reflexión y meditación. En la ilustración: “Anunciación”, de Filippino Lippi.

María Teresa Rearte

Aunque haya momentos de indecible cansancio y dolor, en los que todo parece desvanecerse y abruma la confusión, también cuando se concibe y nace la vida, pequeña, vulnerable y necesitada de protección, pero igualmente cuando ésta declina y se extingue, y en fin, en medio de tantas situaciones y experiencias de la existencia humana, la fe nos otorga una certeza. La seguridad de que Dios está presente a lo largo de la historia humana, no sólo con la presencia trascendente del Dios creador; sino con la personal presencia del Padre.

Puede suceder que las cosas y los hechos, en un mundo utilitarista y pragmático, hasta oportunista, en el que el espacio para vivir puede tornarse reducido y precario para unos, y amplio y expansivo para otros, y se experimenta la incapacidad o la impotencia para escapar de la ruina, hagan comprender que se han abandonado los grandes pensamientos, los anhelos más nobles, que otorgan un elevado sentido a la vida. El espacio en el que se desenvuelve el teatro de operaciones que nos atañen es reducido. Y sin embargo, suele alcanzar mayores dimensiones a la luz de la verdad, que como un relámpago nos ilumina con su claridad. Y nos lleva a comprender que se está llamado por Dios, que nos propone “un deber muy grande; quizás se puede decir que es el que está en la base de todos los deberes concretos”, afirma Romano Guardini (1), quien añade: “(...) He de querer ser el que soy...”. Pero no se detiene allí. Sino que ahonda el planteo. “(...) La auténtica valentía significa saber que se está puesto en el lugar no por el pequeño o gran jefe de cada caso, sino por el Señor de la Vida: Dios. Y por eso no cabe apartarse hasta que él mismo le llame a uno a retirarse”.

En este tiempo, que a veces angustia y otras veces abre a la esperanza, se resuelve la propia trayectoria migratoria y exodal de los hombres. El tiempo litúrgico de Adviento nos convoca para adoptar la auténtica, y a la vez humilde actitud del pensador, sobre el cual Romano Guardini afirma, que “sabe que constantemente vuelve a encontrarse con cosas que parecen sencillas, e incluso triviales, pero cuya trivialidad es sólo el reverso de su profundidad y riqueza de sentido”. Cada uno debe esforzarse por encontrarlo.

A algunas personas les atrae lo inaudito e impactante. O el gran viaje de la droga, con el cual trascender la opacidad opresiva de una situación que agobia. Y se estima carente de sentido. No obstante, retomando a Romano Guardini, éste dice que “el auténtico pensador debe aprender a traspasar la apariencia de la obviedad, penetrando en la profundidad sumergida”. Lo cual no reside en la aventura que se alcanza bajo la euforia del alcohol. O el alocado coraje de la droga, un flagelo que no conoce fronteras geográficas ni humanas. Hoy necesitamos no de los atajos. Sino de la clara y firme convicción personal, tanto como de la declaración social, acerca de la verdad y el bien. Es real que vivimos en sociedades pluralistas, con diversidad de creencias y costumbres. También lo es que hay una constelación de valores propia de un grupo, como puede serlo una comunidad religiosa. Y no se puede imponerla a todos. Tampoco se pueden convertir las leyes morales en leyes positivas, que tienen su propio ámbito de tratamiento. Pero ninguna sociedad se sostiene como tal si acepta un pluralismo absoluto, que nos privara de tener “algo” en común para todos. Esas convicciones mínimas son necesarias.

Pero también hay que decir que no hay una moral privada. La moral es una. Es la moral de la persona en el espacio de su vida privada. Y también en el ámbito de lo social. Este Adviento puede ser un tiempo favorable para pensarlo. Estamos llamados a buscar la justicia y a construir la paz.

Carlos de Foucauld (1858-1916), cuyo itinerario espiritual es a mi criterio fascinante, pasó de ser un hombre licencioso, hasta con problemas de indisciplina en su desempeño como militar, a ser un hombre de fe. “Desde el momento en que supe que había un Dios, confiesa, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él”. (2).

Este reconocimiento no es una conquista intelectual propia. Tampoco lo es de la voluntad humana. No parte de la iniciativa personal. Se trata de una respuesta al amor de Dios, que nos busca y nos llama con insistencia. A pesar de las evasivas, y hasta el rechazo del hombre. Mientras escribo esto, recuerdo la obra poética de nuestro compatriota, el reconocido y por mí respetado escritor Jorge Luis Borges, en cuya poesía es evidente que Dios es permanentemente aludido. Y a la vez, eludido.

El amor divino es tenaz. No desiste de buscarnos. Pero somos propensos a interpretar las cosas desde nuestra particular y subjetiva perspectiva. O si se quiere desde lo fenoménico, como si fuéramos nosotros quienes saliéramos al encuentro del Dios que viene. La fe, el amor, son —como dije antes— respuestas, no una iniciativa humana.

Como los invitados al banquete relatado en el evangelio (cfr.Lc. 14, 15-18), que se excusan, nuestros contemporáneos y también nosotros creyentes, cristianos, somos personas normales. Pero estamos ocupados. Muy ocupados. No tenemos tiempo. Incluso hacemos cosas justas. Lo que sí tendríamos que preguntarnos es qué preferimos y elegimos. Si lo accesorio o lo esencial. Y hasta qué punto. ¿Qué lugar damos al encuentro de amor con Jesucristo? ¿Con el Salvador esperado en este tiempo de Adviento?.

“En Ti está la fuente de la vida”, canta el salmista (Sal.35, 10) Necesitamos hacernos conscientes de la necesidad de morir al yo individualista. Y entrar en la vida confiando en la abundancia de Dios, para conocer y alcanzar así el fundamento y sentido de la comunidad. La vida de Dios es la vida fecunda, que no es lo mismo que el éxito.

Santa Teresa Benedicta de la Cruz, por algunas personas más conocida como Edith Stein, monja carmelita, decía: “Sólo la que valore su lugar en el coro, frente al Tabernáculo, más que todas las glorias del mundo, puede vivir aquí. Si es así, encontrará en este sitio, sin duda alguna, una felicidad como no la puede dar ninguna gloria del mundo”. (3) Se podrá argumentar que ella era una monja. Una mística. Es verdad. Pero también lo es que la vocación cristiana es la misma, si bien según los distintos estados de vida. Hemos sido creado por el amor. Y sin embargo, cuántas personas viven una vida estéril y monótona. No encontrar a Dios ni el amor es trágico. Lleva a la desesperación, los vicios, el crimen, hasta al suicidio.

La historia de la salvación no comenzó en nosotros. Sino por iniciativa divina. La cual aguarda una respuesta de amor, que a veces encuentra tantas dificultades. Por eso quiero, para terminar, citar a San Agustín cuando reconoce: “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva; tarde te amé”. (4) El estilo es sencillo. Pero la retórica ha puesto una figura de repetición, que marca una antítesis notable. La antigüedad y la novedad, aplicadas ambas a la hermosura de Dios. Por cierto que, como un aguijón, se clavan en nuestro entendimiento para alcanzar la comprensión de la síntesis en un sujeto de dos atributos, que nos parecen tan contrarios. Pero también es verdad que la repetición confiere más intensidad a la frase con la que el santo lamenta haber tardado tanto en amar a Dios.

Quizás los distintos testimonios aquí aportados contribuyan a la reflexión sobre el amor de Dios, revelado en Jesucristo. Y nos ayuden a vivir este tiempo de Adviento.

(1) Guardini, Romano: “La aceptación de sí mismo”.

(2) De Foucauld, Carlos: “Carta a H. de Castries, en Six, J.F. Itinerario espiritual de Ch. de Foucauld”.

(3) Edith Stein: citada por Ferreira Sobral, Rodolfo, en “Edith Stein, una vida sin fronteras”.

(4) San Agustín: “Confesiones”.