Opinión

Logros y desafíos de una república democrática

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Desde ayer, Cristina Fernández comenzó a desandar su segundo mandato.

Foto: Agencia DyN

Rogelio Alaniz

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Soy de los que disfruto cuando un nuevo gobierno asume el poder. No importa si lo voté o no. Lo que me interesa, y de alguna manera me fascina, es el instante en que el poder se repliega y se estructura nuevamente. Hay algo solemne y grandioso en esa ceremonia donde la sociedad consagra a quienes la habrán de gobernar durante cuatro años.

Si no me “marran” las cuentan, desde 1983 a la fecha esta es la séptima vez que se produce el acto de sucesión. No es muy diferente la cronología de las provincias. En la nuestra, por ejemplo, Antonio Bonfatti será el octavo gobernador elegido por los santafesinos.

Seguramente para los menores de cincuenta años estos actos son importantes, pero están matizados con los tonos de lo previsible. Para los veteranos, no. Muy en particular, para los veteranos a quienes nos importa la memoria histórica y recordamos -o no olvidamos- el precio que hemos debido pagar para disfrutar de este singular privilegio de las sociedades civilizadas: que los gobernantes sean elegidos por el voto popular.

Los historiadores del siglo veinte recordaban que el único período que disfrutó de las bendiciones de la democracia fue el que se desplegó entre 1916 y 1930. A partir de allí llegaron los golpes de Estado con sus regímenes militares represivos y sus gobiernos civiles débiles, con sus dictaduras “populares” o elitistas y sus democracias proscriptivas, condicionadas o impotentes.

Me parece innecesario referirme a los beneficios de la democracia y también a sus límites. Por el momento, y atendiendo a que estamos celebrando una ceremonia republicana, me parece oportuno tener presente que uno de los temas centrales de la política a lo largo de la historia de la humanidad, ha sido el de la sucesión. En los regímenes tradicionales estas cuestiones se resolvían por la vía de la guerra civil o el crimen. En los campos de batalla o en los pasillos secretos del palacio se definía la sucesión. Las monarquías absolutas, fundadas en el principio de sangre, intentaron dar una respuesta adecuada para la época: el sucesor era el hijo del rey. Hoy esto nos parece absurdo o injusto, pero en su momento fue una solución razonable.

Lo que con la modernidad viene a instalar la democracia es la resolución pacífica e igualitaria de este dilema traumático. Todos somos iguales, todos votamos y cualquiera de nosotros puede ser presidente. En la vida real se sabe que no es así, que no somos todos iguales y que no cualquiera llega a la presidencia, pero no está mal que la democracia defina valores centrales, algunos realizables y otros con posibilidades ciertas de realizarse.

Es verdad, no cualquiera llega a ser presidente, pero para quienes a veces con tanto entusiasmo la desmerecen o con tanta malevolencia la desprecian, no está mal recordarles que -sin ir más lejos- la hija de un colectivero de la ciudad de La Plata hoy es presidente de los argentinos.

La otra gran virtud de la democracia es su afán pacifista. Digamos que la democracia en vez de cortar cabezas, cuenta votos. No gana el que corta más cabezas sino el que cuenta más votos. La fórmula es práctica, sencilla y humanitaria.

Sin embargo, no todos creyeron en ella antes y no todos creen en ella hoy. En el siglo XX la democracia republicana fue impugnada por el comunismo y el fascismo. Y no fue una impugnación elitista, fue popular y nacional al mismo tiempo. Hoy resulta risueño y hasta grotesco releer la literatura autoritaria de aquellos años desprestigiando a la democracia con los más variados argumentos. La sangre, la raza, la clase, fueron los insumos teóricos que circularon de la derecha a la izquierda y, palabras más, palabras menos, son los que siguen circulando en la misma dirección.

Pero la democracia no sólo se consagró imponiendo el principio de la soberanía popular. Pronto se advirtió que el presidente elegido también podía ser un déspota valiéndose de los formidables recursos que le brindaba el poder estatal. Este peligro lo percibió Alberdi con su fina sensibilidad política, motivo por el cual estableció que el presidente debía durar seis años en el poder y no había reelección posible que alentara sus futuras ambiciones. Alberdi fue tan puntilloso en este tema, que años después expresó su arrepentimiento por no haber prohibido no sólo la reelección, sino la pretensión de que un ex presidente regresara al poder.

A la misma conclusión arribaron en su momento los políticos mexicanos. Fue cuando advirtieron que cada vez que un gobernante concluía su mandato se iniciaba un ciclo de guerras civiles con sus costos en vidas y bienes materiales. La solución que establecieron fue tajante: el presidente está seis años en el poder; después se va a su casa y nunca más regresa.

En la Argentina convengamos que a estos problemas del poder no le hemos dado todavía una respuesta satisfactoria. En muchas provincias la reelección indefinida es una ominosa realidad, empezando por la de Santa Cruz, donde esta iniciativa fue impuesta por la misma pareja que gobernó y gobierna en la Argentina en los últimos diez años.

Ocurre que para el peronismo la reelección indefinida es un deseo y una aspiración, un rasgo constitutivo de su identidad. Su razonamiento es simple y, como todo razonamiento simple, algo tramposo: la reelección indefinida no niega el principio de soberanía popular. La respuesta populista satisface el principio democrático, pero no satisface la objeción que todo razonamiento democrático le hace al poder. Si Alberdi ofrecía reparos a la reelección no era porque no creyera en la democracia, sino porque temía a la maquinaria de poder en manos de un presidente.

¿Pero es posible gobernar sin ejercer el poder? No, no es posible. Gobernar es ejercer el poder. Es así y está bien que así sea. El liberalismo republicano nunca desconoció la presencia del poder, pero siempre lo consideró como un mal necesario o un atributo al que había que ponerle límites. Son esos límites los que la democracia populista con diferentes tonos y en nombre de las más diversas causas se niega a admitir. No es casualidad que las dos reformas constitucionales del siglo XX, la de 1949 y 1994 se hayan convocado con el objetivo de asegurar la reelección: de Perón en un caso o de Menem en el otro. ¿La de 1994 será la última? Veremos.

El otro problema que presenta la perpetuación de un gobierno en el poder es el desgaste, sobre todo cuando se gobierna en sociedades pluralistas. En republiquetas bananeras, en sociedades aterrorizadas o domesticadas por la represión o el hambre o, en el caso nuestro, en las provincias humilladas por la pobreza y la ignorancia, el gobernante a perpetuidad es una realidad funcional al sistema, pero en sociedades abiertas no es tan sencillo esgrimir los atributos del carisma o las virtudes de los que interpretan los deseos del alma popular.

El actual gobierno nacional -y los que vengan- deberán tener en cuenta esta advertencia. Por lo general no les ha ido bien a los gobiernos que han tenido pretensiones de eternizarse, porque el hartazgo social y la corrupción interna suelen erosionar con impiadosa eficacia su popularidad o su carisma.

Alternancia y renovación es la fórmula perfecta para una sociedad moderna y civilizada. Los relatos a favor de los salvadores de la patria, los caudillos intérpretes del alma popular, son anacronismos teóricamente reaccionarios, políticamente inviables y socialmente peligrosos.

Una gran virtud de la democracia es su afán pacifista. Digamos que la democracia en vez de cortar cabezas, cuenta votos. No gana el que corta más cabezas sino el que cuenta más votos. La fórmula es práctica, sencilla y humanitaria.


Por lo general no les ha ido bien a los gobiernos que han tenido pretensiones de eternizarse, porque el hartazgo social y la corrupción interna suelen erosionar con impiadosa eficacia su popularidad o su carisma.