Crónica política

¿Consenso o conflicto?

¿Consenso o conflicto?

El astro solar y la estrella política.

Foto: Efe

Por Rogelio Alaniz

 

Hay dos maneras de gobernar: alentando el conflicto o construyendo el consenso. No es sencillo hacerlo en cualquiera de los casos. Al conflicto o al consenso hay que construirlo. Al respecto algunas aclaraciones son pertinentes. Toda sociedad moderna reproduce conflictos. Está bien que así sea. La democracia no viene a aniquilar los conflictos, sino a darle cauce institucional. Conflictos hay siempre. Desconocerlos es ceguera o tontería. El problema no es que haya conflictos, el problema es qué se hace con ellos, cómo se los tramita.

Si gobernar es construir poder político, están quienes consideran que ese poder se construye alentando el conflicto, inventando enemigos y convocando a la sociedad a reiteradas cruzadas para aniquilarlo. Curiosamente, quienes hacen del escenario conflictivo el espacio ideal de la política aspiran o alientan la utopía de una sociedad sin conflictos, porque -reitero- su objetivo no es administrarlos o encauzarlos, sino liquidarlos. A veces lo logran, a veces no.

En términos coyunturales, el aliento del conflicto produce resultados satisfactorios inmediatos. Crear un enemigo y lanzar en su contra todas las energías del poder suele ser un buena fórmula para vivir al día, pero en el mediano y el largo plazo se pagan precios altos. Los paga el gobierno o los paga la sociedad. El gobierno, cuando termina desbordado por los mismos enemigos que quiso someter; la sociedad, porque concluye sometida por un poder absoluto o, como en 1975, porque se despedaza internamente consumida por sus propias y salvajes disensiones.

En contradicción con lo que se cree habitualmente, es mucho más difícil construir el consenso. Las políticas consensualistas exigen asumir la naturaleza real del conflicto, pero en lugar de extremar la polarización lo que busca es el acuerdo o el entendimiento. Estos acuerdos o entendimientos no eluden las diferencias y, en ciertos momentos, agudiza los conflictos, pero lo que siempre prima es la estrategia acuerdista y la convicción de que los diferentes actores de la sociedad poseen existencia legitima y, por lo tanto, no es justo ni es deseable plantearse su eliminación. ¿Aunque sean injustos? Aunque sean injustos. Una política consensualista progresista lo que discutirá, en todo caso, será el rol que desempeñan los actores en el escenario social, pero nunca su aniquilamiento.

Habría que decir, por último, que en términos históricos las políticas conflictivas han sido siempre más costosas que las consensualistas. El costo ha sido económico, social y humano. En el siglo veinte abundan ejemplos al respecto. El conflictivismo piensa la política en términos de guerra, el consensualismo en términos de paz; el conflictivismo tiende naturalmente a la dictadura, el consensualismo a la democracia; el conflictivismo privilegia al caudillo, líder o duce; el consensualismo le otorga ese lugar a las instituciones republicanas; el conflcitivsmo adora al poder y lo concentra; el consesualismo desconfía de él y lo controla.

En la vida real, estos campos no siempre están delimitados con tanta claridad. La exposición teórica suele caer en inevitables esquematismos, necesarios, por otra parte, para percibir con más claridad las diferencias. En la vida real los escenarios suelen ser más confusos porque los hechos políticos que los moldean dependen de las modalidades históricas de una sociedad, la configuración de sus clases dirigentes, la mayor o menor gravitación del Estado, las tradiciones culturales y las propias coyunturas locales e internacionales.

¿El conflicto o el consenso? La respuesta que los dirigentes den a esta pregunta dará cuenta de su real identidad. Si la paradoja del conflictivismo es alentarlo para arribar a su desaparición, la paradoja del consensualismo es reducirlo a su mínima expresión porque admite que el conflicto siempre existirá y que, además, es bueno que exista, porque una sociedad sin conflictos es una sociedad muerta, es un cementerio administrado por un funebrero o una funebrera. Un señor o una señora.

Hechas estas consideraciones, queda claro que en la Argentina el actual gobierno se inscribe en la corriente conflictivista. Si alguien no lo tenía claro hasta ahora, la última semana ha ayudado a disipar las dudas. Nunca, en tan poco tiempo, un gobierno abrió o profundizó tantos frentes de batalla. Con la prensa, con los sindicatos, con el gobierno de la provincia de Buenos Aires. El ajuste llegó, pero no tanto por la vía de la economía como por la vía de la política.

Corrijo: no se trata de un ajuste, se trata de un ajuste de cuentas. Moyano, Venegas, Scioli, los diarios Clarín y La Nación, algo pueden decir al respecto. El ajuste es alentado y promovido por la máxima responsabilidad política de la Nación y es perpetrado por su corte de incondicionales, alcahuetes o beneficiarios. La lista incluye a funcionarios como Guillermo Moreno, Abal Medina, José Sbatella y Juan Gabriel Mariotto, a personajes como Oyarbide, Vila y Manzano, y a caricaturas grotescas como Hebe Bonafini, que se permite iniciar un juicio a un diario cuando en realidad si en el país hubiera justicia la que debería estar respondiendo ante un tribual sería ella.

Quienes defienden a la señora, dicen que el señor Rajoy hace lo mismo en España y nadie dice nada. No sé quién calla o quién habla en España; lo que sé, son las diferencias existentes entre España y la Argentina. Diferencias que incluyen la llegada de un gobierno de signo político opuesto al que existió en los últimos ocho años y una crisis financiera profunda que, por fortuna, nosotros aun no padecemos.

También se dice que la ofensiva política se produce porque hay que hacerla ahora y no después, cuando el poder se debilita. Más que un razonamiento político se trata de un razonamiento cínico, oportunista y mezquino. Un razonamiento que supone que el 54 por ciento de los votos le da luz verde para aniquilar a sus enemigos.

Pero no hace falta irse a España para establecer algunas comparaciones. Veamos, por ejemplo, el caso de los gobiernos provinciales. Santa Fe, que es el que tenemos más a mano. Acá también ganó un gobierno avalado por los votos, con diferencias políticas visibles respecto de sus rivales, pero en ninguno de los casos se lanzó una ofensiva contra la oposición. En todas las situaciones lo que predominó, hasta ahora, fue el acuerdo. Votar el presupuesto, constituir comisiones, conformar gabinetes, visitar a los dirigentes de las instituciones intermedias. Es decir, se trabajó en función de gobernar para toda la sociedad y no para una facción.

Errores se pueden cometer siempre, pero una cosa es cometer errores en el marco de una estrategia de integración y otra en una estrategia de exclusión. Y en este punto aparece la tercera paradoja de los conflictivistas: justifican su clima de guerra en nombre de causas justas, entre las que se menciona la integración y la unidad nacional, cuando en los hechos lo que hacen es excluir, segregar, atizar odios y resentimientos que los argentinos hacía años que no padecíamos.

El populismo, en sus variantes modernas, justifica el conflictivismo en nombre de la liberación nacional o en nombre de una democracia movilizada, nacional, plebeya y popular, pero en los hechos por este camino se concluye en situaciones opuestas a las declamadas.

Pretendiendo subestimar o descalificar al consensualismo, se lo reduce a una pretensión ingenua por cristalizar el status quo. Las instituciones, el acuerdo serían los instrumentos preferidos por los poderes oligárquicos para prolongar un orden injusto, mientras cierran los ojos a la constitución de nuevas oligarquías rapaces y corruptas.

Una vez más es necesario insistir que no es el conflicto lo que está en discusión, sino el modo en que se lo tramita. El consenso es siempre más difícil de construir que el conflicto permanente. ¡Claro que es más cómodo inventar enemigos y presentarse ante la sociedad como un espadachín justiciero!. Es más cómodo y otorga dividendos inmediatos, pero tiene el defecto de ser mentiroso y conducir a las sociedades a la catástrofe.

La señora, a través de sus oráculos intelectuales, invoca los grandes procesos de liberación de la humanidad, pero su modelo real, efectivo y práctico de construcción del poder no es La Habana o Caracas, sino Santa Cruz. Se lo decía a mis alumnos en clase: ¿Quieren conocer cuál es el pensamiento político profundo y real de esta chica? Estudien lo que sucedido en Santa Cruz en la década del noventa.