Al margen de la crónica

La sonrisa más famosa de París

Maurice Chevalier, una de las figuras esenciales del arte francés del siglo XX, muriió el 1 de enero de 1972. Maurice Édouard Saint-Léon, nacido en París el 12 de septiembre de 1888, fue famoso como “chansonnier” y actor dotado, pero quienes recuerdan su sonrisa compradora y sus movimientos de una maleabilidad inusual saben que en él había algo más.

Curiosamente, la I Guerra Mundial influyó en su trayectoria, pues si bien ya tenía antecedentes de cantar en cafetines del barrio parisino de Ménilmontant, una herida en la espalda lo sacó literalmente de combate y estuvo dos años prisionero de los alemanes.

De vuelta a Francia fue compañero de escenario -y algo más, se dice- de la mítica Mistinguett, con la que accedió a escenarios mayores y cultivó esa imagen de “bon vivant” que conservó hasta el final. Apareció en infinidad de revistas y en operetas, ya que si bien su voz distaba de las típicas del género, su intencionalidad y su atractivo escénico lo ascendieron a estancias de esplendor.

Hollywood no fue ajeno al gancho que ese latino que hablaba perfectamente inglés significaba para las audiencias -los otros de la época eran Ramón Novarro y Carlos Gardel- y allí tuvo la fortuna de caer en manos de un artista mayor como Ernst Lubitsch.

Chevalier había debutado en el sonoro con “Innocents of Paris” (1929), del olvidado Richard Wallace, pero tuvo la oportunidad de acompañar a la estrella Jeanette MacDonald en “El desfile del amor” (The Love Parade, 1929), todo un lanzamiento.

En el cine sumó títulos como “El amante vagabundo” y “El hombre de la sonrisa” (1936), “El silencio es oro” (1947), “El vagabundo millonario” (1959), “Amor en la tarde” (1957), “Gigi” (1958), “Escándalos imperiales” (1959), “Can Can” (1960), ‘Los hijos del capital Grant‘ (1961), siempre seductor pese al paso de los años.

Casado dos veces y sin compromiso desde 1946, era tan famoso por su sonrisa y sus esgrimas verbales como por su proverbial avaricia, que obligaba a sus compañeros de mesa a solventar de su bolsillo lo que esperaban en vano los camareros.

Amante del Río de la Plata y el tango, estuvo en Buenos Aires en 1924, 1951, 1963 y 1968, la primera en el desaparecido teatro Porteño, con “Chevalier revista”, en compañía de Yvonne Vallée y el local Marcelo Roggero, con dirección de Romero y Bayón Herrera.

Uno de sus recurrentes evocaciones era la de Gloria Guzmán, la vedette con la que nunca compartió tablas pero que lo fascinó desde el escenario del Sarmiento, así como en sus coincidentes visitas a Europa y Estados Unidos.

Cada vez que Chevalier llegaba a la Argentina era un acontecimiento, sobre todo en épocas en la que la prensa se ocupaba de los verdaderos artistas que eran, además, personajes cuya conversación valía la pena escuchar.

Los memoriosos recuerdan sus encuentros con el periodismo en el Petit Opera -una salita para privadas que ya no existe, en los sótanos del Opera- y en la sede de Amigos del Libro, en ocasión de sus shows en el Broadway.

Su entusiasta conocimiento de la ciudad y la inmensidad de una historia artística que traspasó sin mella las décadas hacían comprender -dicen quienes lo escucharon- por qué Maurice Chevalier estuvo vigente durante varias generaciones.