¡Al agua pato!

¡Al agua pato!
 

Se puede estar quieto o practicar la infinita gama de deportes que el agua permite: desde hacer sapitos hasta el revólver (tiempos violentos, vivimos), desde el tiburón hasta la plancha, desde la exploración submarina hasta el voley. A mí me gusta el panzazo.

TEXTOS. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected].

Dicen los que saben, y dios me libre de estar entre ellos, que el agua es totalmente natural al hombre y que por ello uno no debería tenerle el temor que al menos este servidor padece en alto grado, cuando estoy más lejos que dos brazadas de algo para abrazarme, así sea doña Marcia (toda una isla en la laguna).

Dicen los que saben (pero desde Borges sabemos que Alá sabe más), que toda forma de vida primitiva provino del agua y que el primer elemento que nos alberga y nos contiene es el líquido amniótico. Y a nadie se le ocurre salir a respirar a la superficie antes de unos meses. Es decir que está todo bien entre nosotros y el agua y más si uno es santafesino y se crió a las zambullidas oficiales y extraoficiales, públicas y privadas.

El santafesino sabe nadar incluso antes que manejar, lo que es bueno y es malo: se aprende a convivir con el elemento del que estamos rodeados, y se le pierde -quizás demasiado- el respeto que debemos conservar ante el agua que, como dicen, no tiene gajos. Al rato y con unos añitos de morondanga encima, ya somos expertos en todo: dueños de la ciudad y de sus ríos, aunque ya querría yo, viéndola ahora a doña Marcia, que el SES hiciera trabajar también su grúa en el agua: es obvio que esa mujer está mal estacionada.

Pero me voy por las ramas. Lo que quiero decir es que desde la mismísima pelopincho en todas sus variantes, hasta la más pretensiosa pileta olímpica, el asunto es divertirse con el agua y ello incluye arduos aprendizajes que comienzan con el salvavidas en forma de patito -un espantoso cinturón amarillo de goma que nos enchufan porque creen que no sabemos nadar; no vamos a saber nadar nosotros, ah?- y que continúan con juegos más sociales con una doble función clara: molestar a todos los demás que quieren bañarse tranquilos, y avanzarnos a la rubia -y de última, a su amiga- que es una sirena.

La pelopincho es traída un día de verano cuando tu viejo se cansó de llevarte a la colonia de vacaciones o al club y quiere que los chicos tengan algo más que los baldes o la bañadera en su casa para refrescarse. Así que te la instalan de prepo un día y desesperados la llenan (las puteadas porque se terminó el agua se escuchan bastante más tarde) y ya lo zambullen a uno y le encajan nomás el patito amarillo, con lo que uno empieza a odiar al agua y a todo lo que está con ella relacionado. En el campo, uno se salvaba del patito pero tenía que convivir con la cómoda cámara de tractor, por lo que te quedaba medio metro cuadrado para bañarte.

Con el piletín hogareño uno empezaba a manipular los objetos que luego se pueden trasladar a la playa o la pileta pública, donde uno ya concurre no sólo con ganas de bañarse sino, sobre todo, sin el patito amarillo, del cual volveremos a tener noticias cuando le compremos la pelopincho a nuestro hijo, lo que demuestra que la paternidad es, básicamente, un irreprimible instinto de revancha por las perradas que nos hicieron nuestros propios viejos: te ponés ese patito o no entrás.

Al rato te das cuenta, justo cuando empezás a agarrarle la mano a la pileta y hasta te animás a invitar a tu vecinita o a tu amigo, que tu viejo se empieza a instalar más de la cuenta, recortándote todavía más el pequeño espacio del que disponías. El viejo empieza por tirarse unos minutitos para refrescarse, después se pasa una horita, se hace traer el vermú y el diario y sacálo de ahí si sos brujo. Perdiste: el piletín ya no es tuyo, lo cual quiere decir que ya tenés edad suficiente para reclamar a los gritos subir de categoría mediante tres pasos que marcan la madurez natatoria de la criatura. A saber:

1) -Me voy a una pileta más grande (a la de un amigo, a una quinta, a un gremio, a un club). Incluye la opción de alguno de los balnearios públicos.

2) -Me voy solo, viejo, y no te preocupes porque voy a tener cuidado.

3) -Metéte el patito amarillo en el armario del fondo.

Realizada tal progresión uno está en condiciones de jugar a la piragua, de llevar una pelota inflable (no hay que ser tan pavo de sumergirla hasta el fondo y largarla justo donde estamos: te vas a pegar en la pera u, ojalá no, en cualquier parte, abombado), de zambullirse y tocar las piernas, accidentalmente por supuesto, de la rubia que es una sirena, sin olvidarse de poner cara de yonofui o perdonáme cuando subís, canchero, a superficie; y de sorpresa o bronca si te equivocaste de piernas y en vez de la sirena tenés delante un bagre que te sonríe mostrando su único y encantador diente...

Qué bueno es militar, conforme pasan los veranos y uno va conociendo todas las piletas y todos los balnearios, en las distintas categorías de bañistas, desde el que pega panzazos cuando se tira, hasta el que se le cae la malla (y cruza, literalmente, la raya del recato y las buenas costumbres); desde el que nada con torpes manotazos salpicando a los señores mayores que lo miran censuradores, hasta aquellos que han aprendido el difícil arte de lanzar agua con las manos en cucharitas a grandes distancias. Como casi todo en esta vida, uno traerá condiciones innatas para el agua, pero la gran mayoría se aprende, se perfecciona y, lo que es peor, mis chiquitos, se degenera.

A mí lo que me da bronca realmente es que, habiendo dejado atrás el freudiano patito amarillo, desprendido por fin de la vigilancia paterna y superado el estrecho espacio del piletín hogareño, me venga a sentir sin espacios justo acá, en plena playa pública. ¿No vendrán patitos amarillos para adultos y además que tengan el tamaño de doña Marcia?