A PROPÓSITO DE LA RELACIÓN ARTE-POLÉMICA

Afectación, ira e histeria o sobre las potencias del arte

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“Retrato de Charles Baudelaire”, de Gustave Courbet. Foto: ARCHIVO

Estanislao Giménez Corte

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I

Los celos y los egos entre artistas -o más bien, los celos devenidos de los egos- han desencadenado, durante toda la eternidad y un poco más, intangibles detonaciones de consecuencias difíciles de mensurar. Su onda expansiva arremete en ciclos irregulares, pero pareciera en permanente crecimiento, corriendo su propio límite hasta donde la vista no llega. Así es que trasciende los tiempos y las modas; consume la energía de unos y los nervios de otros; alienta desesperaciones y depresiones de variada naturaleza, pero nadie o casi nadie puede estar ajeno a ella. Hay en la observación de esa figura espiralada de rencores entrecruzados una suerte de disfrute recóndito, inconfesable por momentos, pero poderoso y oscuro como una adicción.

En muchísimos casos de artistas de fama, ésta se ha originado, primero, en la ostentación de ciertos dones celebrados en los círculos de polemistas, o en una cierta pasión por el escándalo. Y, después, sólo después, en el detenimiento y el juicio de los involucrados sobre la propia capacidad creativa del polemista. Como si el axioma fuese “aquí estoy, existo, soy alguien; luego, tengo tales destrezas”.

El estudio de la historia acopia casos extraordinarios en los que artistas sumidos en una y otra apostura se han alzado en verdaderas guerras retóricas, estilísticas, ideológicas, estéticas. Sin embargo, la sucesión inacabada de batallas y duelos ha llevado -menos que a la imposición de ideas propias por sobre ajenas-, a afectar el propio arte en cuestión, o al sacrificio del tiempo en polémicas, ya estériles, ya apasionantes (recordemos, por caso, la tensión arte comprometido vs. arte puro, o las cientos de discusiones a propósito del arte por el arte).

El agotamiento de unas discusiones que fueron o podrían haber sido sumamente interesantes, la caída en la descalificación sumaria, en exclusiones más propias del recelo que del intercambio intelectual, se origina quizás en que el convencimiento de un artista sobre o hacia otro es casi un imposible, máxime tratándose de sujetos de extremas convicciones o de una asombrosa e inconmovible terquedad.

II

Si a esos celos y egos se suman las distancias producidas por formaciones, escuelas, “ismos” varios, afecciones, afectaciones, imposturas (histerias propias de espíritus sensibles o histerias lisas y llanas), observaremos que, por el peso bien concreto de la realidad, la tantas veces aludida belleza del arte tiene también, apenas un ápice por debajo, su lado oscuro, patético y feroz. Y que éste se manifiesta en la negación, en la denostación, en la crítica apriorística o infundada, en el odio visceral entre aquellos que se encuentran en las antípodas (de una moda, de una tendencia, de un negocio), a menudo por circunstancias absolutamente aleatorias, como si hubiese que cavar trincheras aquí y allá y defender cada quien su propio pozo.

Una de esas batallas culturales ha sido, siempre, la acaecida entre arte culto y arte popular, y es aplicable por extensión a cualquiera de las ramas del arte y sus derivaciones: por ejemplo, la que se da entre música académica y música popular. Se me dirá que la polémica es inherente al ejercicio artístico y, llevada al límite la idea, que la polémica es un arte en sí.

Ni los músicos, ni los actores, ni los dramaturgos, y mucho menos los escritores escapan a esta configuración. Hay un arte en ello, digamos un arte menor, un arte morboso pero a menudo fascinante, que es el arte de embestir, de pararse -desafiante- frente al otro y vulnerar los formalismos, las convenciones, el lugar común. Un arte parasitario, un arte marginal que vive del arte a secas. Un arte de la pelea, un arte pendenciero que late aún en las más encumbradas y sofisticadas mentes. Un arte que va, insistimos, de la histeria de la defensa del territorio propio, a la honda defensa de un concepto que se defiende, desde el arte, con las armas del arte. En algunos casos ilustres, la pelea del artista es tanto con y contra sus colegas como con y contra el status quo del arte en cuestión. Las vanguardias, por ejemplo, que dulcemente pretenden romper con todo y sacrificar lo viejo, para transformarse luego en lo establecido que lucha con lo nuevo. Y así sucesivamente, como en estado de deja vu. Ya lo decía el poeta adolescente: “hay que ser absolutamente moderno”.

III

Diríase, más aún, que el impulso por la polémica es connatural al artista, e inclusive lo es la defensa a ultranza de sus posturas y sus pareceres, pero ¿lo es también la pretensión del escarnio público del otro y de lo otro?. El problema es que, en la enorme mayoría de los casos, es un dilema insoluble, porque no se trata tanto del juicio sobre el ejercicio artístico del otro en sí, sino de la existencia y exacerbación de prejuicios y recelos que vienen de otro sitio: vienen de filiaciones políticas, vienen de otorgamientos de contratos, vienen de nombramientos, vienen de concursos obtenidos o de concursos perdidos, vienen de cargos, vienen de opiniones y después, sólo después, detrás de todo esa pila informe y pesada, vienen finalmente de la naturaleza del arte ejercido.

Dalí aborreció a Buñuel cuando supuso que éste obtendría más reconocimiento que él en la ciudad de Nueva York, a la que el pintor había llegado para ser consagrado. André Bretón y Paul Eluard pretendieron “juzgar” al mismo Dalí por su traición al Surrealismo. Borges y Bioy denostaban a Sabato todo el tiempo (y a todos en rigor), y el primero menciona a “El túnel” como “ese pequeño Dostoiesvki”; Sabato criticaba duramente a Borges por su tendencia al “juego” con las escuelas filosóficas y por severos errores de apreciación en las lecturas de unos y otro autores; Saint Beuve criticaba duramente a Baudelaire (lo calificaba como un “Kamtchatka literario‘ y aludía al poeta como a la ‘locura Baudelaire”). Los cenáculos intelectuales de los años 20, es sabido, se reían de Arlt por considerarlo “un bruto”.

Cientos de casos y anécdotas podrían adjuntarse a pie de página. Pero importa señalar, entendemos, que en muchos de los ejemplos aquí presentes, lo que se encuentra detrás de la crítica lisa y llana no es tanto el intercambio de pareceres, sino la malicia, el remordimiento, el desprecio. Todas potencias en teoría externas al arte en sí, pero tan propias de lo humano que pueden obturar una mirada acorde a la altura del arte que se dice ejercer. Habrá quien sostenga que todo ese cúmulo de potencias, más la práctica de un ejercicio en concreto, configuran la práctica artística. Es decir, que esas potencias en ebullición hacen al artista.

Como el arte no puede ser “comprobado”, como el arte sólo tiene como parámetro el gusto propio (y el de la crítica, aunque también ésta es tan volátil) y la consagración casi nunca se da contemporáneamente a la existencia del artista, toda polémica, por más dolorosa que sea, queda como anécdota con el tiempo.

De alguna manera, si aceptamos estas últimas posibilidades, podríamos pensar que todo costado romántico del arte también está impulsado por el combustible del rencor, de la rabia, de una notable fuerza interior de respuesta en el artista que, contra marea y viento, pretende destacarse no sólo por satisfacción interior, sino también para demostrar a sus pares, a los otros, a todos y a él mismo, que puede ser mejor que la caterva que lo antecedió y que sus contemporáneos. Algunos pocos lo logran.